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Resumen: resultado de una primer lectura; lo resaltado en verde se corresponde a ideas primarias y secundarias. En notas al pie, por lo general, se encuentran estadísticas, nombres referentes a los distintos momentos históricos de la configuración judicial rioplatense.
No nos contentemos con que los que
tratamos de admitir en la administración pública, no son hombres de costumbres
depravadas; exijamos que sean de costumbres notoriamente ejemplares, que sean
hombres virtuosos, que sean verdaderos patriotas. Nuestra situación actual lo
pide imperiosamente: estamos sin un sistema gubernativo, y vamos a formarle:
este sistema para ser benéfico y verdadero, ha de ser obra de la virtud y el
patriotismo, y seguro es, que sólo pueden ejecutar semejante obra hombres
virtuosos y patrióticos.
Un habitante de esta ciudad.
Desde sus primeras horas, la revolución porteña intentó garantizar la
fidelidad de los elencos gobernantes y de las principales autoridades, fueran
éstas preexistentes o de nueva designación, a su decisión de destituir al
virrey y crear una Junta para el autogobierno del virreinato. Las justicias de
la ciudad –de nombramiento regio y comunal- eran una parte central de la
administración y el gobierno de modo que, en menos de cinco meses, la casi
totalidad de las autoridades que administraban justicia fueron renovadas. No
era un paso menor: usurpar un cargo con jurisdicción era un delito de lesa
majestad y la irreverencia de los porteños hacia ese dato delataba hasta qué
punto estaban dispuestos a innovar.
¿Por qué la justicia
era nodal? En las doctrinas jurídicas, teológicas y
políticas que pensaron y legitimaron el ordenamiento de las sociedades de
antiguo orden, y para el público de estas sociedades, la administración de
justicia era una función gubernamental esencialmente política. “Hacer justicia” era la esencia del buen
gobierno en tanto actividad de conducción de la comunidad política hacia la
consecución del Bien Común. El Rey, como cabeza de una comunidad cristiana
organizada corporativamente, era pensado a la vez como representante de Dios en
la tierra y como principal responsable por la felicidad y el orden común.
Los ataques perpetrados contra dicho orden –natural y jerarquizado-
debían ser enmendados y los responsables de aquellos castigados por el
soberano. Más allá de que el rey ejerciera o no este poder jurisdiccional por
sí mismo –esto es, directamente- era de todas formas el garante último de la
justicia humana en el reino. Justicia y política, por tanto, eran conceptos y actividades
inescindibles. No sólo porque la justicia debía ser la
primera virtud de un buen gobernante-como fuentes clásicas y cristianas
apuntaban-sino porque las formas y procedimientos del juicio moldeaban los
demás actos de poder. Una concepción jurisdiccional del poder, inherentemente
judicial de la política, imperaba.
En este imaginario de rey justiciero no existía una matriz voluntarista ni
del acto de poder, ni del establecimiento de la norma, ni de la decisión
judicial. Era más bien un orden social-pero también jurídico y político- que se
pensaba indisponible, esto es, un orden sobre el cual los sujetos no podían
actuar libremente o reformar a su antojo, sino que debían orientar a
finalidades naturales: el bien común y la utilidad pública. Es decir, el derecho y la administración de justicia no eran funciones
que el rey, sus funcionarios, la comunidad o la iglesia hicieran a su antojo. Ellos sólo podían
declarar, integrar, corregir, renovar, en definitiva, interpretar una voluntad
que estaba por fuera de los humanos: la voluntad divina.[1]
Es por ello que, en ese “dar cada uno lo suyo” que constituía el principal
deber de las autoridades, ellas no podían actuar arbitrariamente sino que
debían respetar un conjunto de normas que las trascendían y sujetaban. Esas
normas no estaban hechas sólo del derecho divino y natural- y sus disputadas
interpretaciones- sino también de un conjunto de derechos particulares- propios
de una sociedad que se imaginaba como naturalmente desigual, y cuyos miembros
se organizaban en corporaciones (el reino, la ciudad, la familia, etc) con
dignidades y fines diversos. Esa pluralidad de estamentos y cuerpos tenía
una relativa autonomía y potestad jurisdiccional, es decir, una cierta
capacidad para postular derechos y hacerlos valer. Esa capacidad remite a la
cuestión central de que toda una serie de regulaciones del ámbito privado eran
elementos esenciales de la constitución política y formaban parte del derecho público.
La potestad
legislativa y judicial entonces, lejos de concentrarse exclusivamente en el
soberano y de plasmarse en ordenamientos generales y abstractos, se encontraba
distribuida, cierto desigualmente, entre un conjunto de actores sociales,
territoriales y políticos entre los cuales el rey actuaba ordenando y
disponiendo derechos recíprocos. La justicia para ser tal, no podía desconocer
esos acuerdos sociales, tácitos y explícitos, y debía arbitrar sus conflictos
para garantizar la armonía social.
Entre los encargados de mantener
“el buen regimiento, gobierno y administración de justicia de las
Ciudades y Pueblos de Españoles de las Indias –se encontraban los alcaldes de
Cabildo. Estos alcaldes eran a la vez autoridades políticas y judiciales por
lo que todos los cambios impulsados en su constitución y funcionamiento
afectaban de modo conjunto al gobierno de la ciudad y a su justicia. La revolución
iniciada en mayo de 1810 en Buenos Aires inauguró discursos fuertemente
contrarios al descrito imaginario jurisdiccional. Los papeles públicos se llenaron de loas a las leyes positivas, de ataques
al arbitrio judicial y nuevos imperativos –herederos de revoluciones anteriores
y contemporáneas – como la independencia judicial. En el discurso revolucionario y sus proyectos
constitucionales los jueces debían ser esclavos de las leyes, y funcionarios
independientes del poder ejecutivo. Sin embargo,
poco sabemos sobre los jueces designados por la revolución: ¿Qué tan diferentes
fueron de aquellos desplazados? ¿Cuáles fueron las nuevas fuentes de
legitimidad de ese “terrible poder” de juzgar? ¿Fue transformado el perfil
social y profesional de los encargados de ejercerlo? La respuesta a estas
preguntas exige articular las
transformaciones políticas y sociales que puso en marcha la revolución con las
que se sucedieron en la conformación de su justicia. Sólo esa articulación permitirá ponderar si la innovación de las formas
y de los criterios de elección de los jueces bajos los nuevos gobiernos
modificó el enraizamiento social, la formación jurídica y el compromiso de los
elencos judiciales. En último término, promete iluminar si fue un objetivo de
los gobiernos sujetar la justicia a la letra de la ley y hacer de los
encargados de administrar justicia un cuerpo de funcionarios especializado y
letrado, ajeno al mundo de la política.
JUECES PATRIOTAS: los alcaldes del cabildo (1810-1821)
Desde que en julio de 1810 la Junta
expulsó del virreinato a los oidores de la Real Audiencia junto con el virrey,
estaba claro que la “moderación” del nuevo gobierno había sido abandonada.
Desde ese momento un nuevo criterio atravesó todas las designaciones para
cargos públicos: la adhesión política a lo que comenzaba a llamarse el “nuevo
sistema”. Los dirigentes del nuevo órgano de gobierno claramente respondían al
requisito de “patriotismo”; las instituciones pre-existentes, como la
corporación capitular y la Audiencia, en cambio, debieron ser purgadas para
asegurarlo.
La depuración del Cabildo había comenzado tímidamente con el total
reemplazo de los alcaldes de barrio. Esta renovación, como ha señalado Tulio
Halperin Donghi, era central para la tarea de disciplinamiento de la adhesión
en la que la revolución se embarcó apenas nacida.[2]
En adelante, casi todas las disputas políticas facciosas se traducirían en
cambios en los elencos capitulares y las condiciones de “hijo del país” y de
“patriota” se transformarían en condiciones “indispensables” para acceder al
concejo (y a cualquier cargo público).
El perfil criollo e incluso porteño de los alcaldes realmente se acentuó luego de octubre de 1810. De los 25 capitalures jueces de quienes se
conoce el lugar de nacimiento, 21 eran porteños. De los cuatro restantes, tres
habían nacido en el virreinato (uno en Rosario, uno Córdoba y otro en Tucumán)
y el cuarto había nacido en el Perú. Muchos de ellos eran hijos de españoles, y
fue su condición de americanos junto a su adhesión al nuevo régimen la que les
abrió las puertas a los cargos públicos. Estos, sin embargo, no siempre fueron
realmente algo deseado y siguieron manteniendo el doble cariz de
marca de distinción y de carga que habían tenido en la colonia. Cada año, uno o dos vecinos electos declinaban el honor concedido y, otras
veces, lo intentaban aunque sin éxito.
Como criollos con casa poblada en la ciudad, los alcaldes
titulares tuvieron típicamente más de 40 años de edad y muy frecuentemente más
de 60. Por lo tanto, tenían una amplia trayectoria que podía avalar su
condición de justicias de la ciudad. Si hubo numerosos alcaldes más jóvenes,
con algo más de 30 años fue debido a condiciones extraordinarias (esto es,
licencias o renuncias), y no porque el lugar de mayor preeminencia en el
concejo se considerara apropiado para los vecinos de menor edad.
Algunos de estos jueces elegidos luego de la revolución fueron hombres con
experiencia en el gobierno comunal virreinal. De ellos, un 16% había integrado el ayuntamiento
con anterioridad. Ese
saber previo que traían estos regidores sobre la dinámica capitular fue
importante para continuar las actividades cotidianas de la institución aunque
las prioridades del agitado cabildo postcolonial se ampliaban cotidianamente y
rebasaban con creces la tarea de administrar justicia.
Para otros alcaldes, en cambio, fue la novedosa exclusión de los peninsulares,
la multiplicación de puestos de gestión y gobierno, y la sugestiva importancia
que estos parecieron desplegar, lo que hizo posible su acercamiento al servicio
público. En el Cabildo
pos revolucionario, entonces, hicieron las primeras armas en la que sería luego
una larga carrera política, más y menos exitosa al interior –y en algunos casos
también fuera- de esa institución. De los 30 alcaldes[3] que actuaron en octubre 1810 y 1821, 15 ocuparon cargos concejiles más de
una vez en su vida.[4]
Otra serie de alcaldes, si sumó a su participación en el cabildo una
proyección por fuera de él, integrándose a organismos como la Junta de
Representantes o los distintos Congresos Constituyentes. Casi un 25% de los alcaldes fueron activos
participes de otras instancias de decisión de la política revolucionaria[5]. Este tránsito de los alcaldes de la sala capitular a la de
representantes y de ésta a los congresos constituyentes y, centralmente, su
falta de participación en otras instituciones “judiciales”, reafirma el carácter
“político” de la carrera de los alcaldes y su escasa especialización como
encargados de administrar justicia en primera instancia. Estar a cargo de la alcaldía implicaba ocupar un lugar de crédito y estar
en el centro de una política revolucionaria crecientemente compleja y exigente, mucho más que un compromiso especial con el proyecto de transformar las
formas de juzgar. Si los discursos sobre división de poderes y
sujeción de la justicia a la ley se habían tornado omnipresentes entre los
publicitas de la revolución, si la retórica sobre
las cualidades de los jueces se había modificado, ello no se plasmó en un
cambio en la relación de los jueces capitulares con la ley y menos aún en una
separación de trayectorias políticas y judiciales.
La ausencia de jueces especializados –aunque criollos y comprometidos con
el nuevo gobierno- fue la nota.[6]
¿Qué ocupaciones tenían entonces los alcaldes? ¿Cuáles eran sus
profesiones u oficios por fuera o paralelos al desarrollo del servicio público? Si pocos alcaldes
fueron abogados, también es cierto que muy pocos fueron hacendados. [7]
La propiedad rural no era en los primeros años de la revolución la fuente
de riquezas y estatus que sería unas décadas más tarde. El Cabildo, en consecuencia, y como en tiempos coloniales, no fue
un espacio de representación transparente de sus intereses[8].
En cambio, y como vecinos respetables y preocupados por la protección de
la ciudad- especialmente luego de la experiencia de las invasiones inglesas-
una actividad común a muchos de ellos fue el servicio de las armas. En las milicias y el
ejército ellos integraron casi invariablemente la oficialidad –ya fuera como
tenientes, tenientes coroneles o capitanes, en su gran mayoría- lo que reafirma
su pertenencia a la elite rioplatense[9].
El hecho de que más de 60% de los alcaldes hubiera tenido o tuviera un
lugar en las milicias o el ejército profesional reafirma la centralidad del
proceso de militarización que atravesó Buenos Aires desde 1806, así como la existencia de un estrecho vínculo entre
armas y política luego de 1810. La superposición de funciones políticas y militares no había sido
característica de la colonia. Fue la revolución la
que las ligó estrechamente: el prestigio
militar y la capacidad de movilización de sectores subalternos que la
conducción castrense implicaba se
mostraron como plataformas ideales para elevarse socialmente y proyectarse
políticamente en la Buenos Aires post-colonial. Si los altos jefes
militares ocuparon los lugares más importantes en la dirección de la revolución
durante sus primeras décadas de existencia[10],
hombres de armas no tan destacados pudieron ocupar puestos de decisión menos
lúcidos, pero aun centrales, como los del Cabildo.
Junto al servicio de las armas, y como en los años del virreinato, la mayor
parte de los alcaldes compartía la pertenencia “al comercio” de la ciudad. Al menos el 80% de ellos (es decir,
24 alcaldes) fueron comerciantes locales de diversa envergadura.[11]
Entre los comerciantes mayoristas coloniales se destacaron los
comerciantes ligados a la importación y exportación ya fuera de granos,
esclavos o frutos del país,[12] La revolución – y la
apertura comercial que trajo aparejada- les permitió consolidar los
intercambios con la península y estabilizar los negocios con potencia no hispanas,
negocios que algunos de ellos ya llevaban adelante con permisos especiales.
Algunos combinaron su desempeño en el Cabildo con una persistente actuación en
el órgano de representación y administración de justicia mercantil.
El segundo grupo de mercaderes que se involucró en las tareas judiciales
del Cabildo tuvo una trayectoria particularmente exitosa luego de la
revolución, y fue precisamente su cercanía a los sucesivos gobiernos la que le
ofreció oportunidades ciertas de lucro. Se trata de alcaldes que luego formarían parte de lo que
Hugo Galmarini- recuperando una expresión de Rodolfo Ortega Peña- popularizó
como el “grupo Costa” por la centralidad
que el comerciante, regidor y diputado Braulio Costa tuvo en la organización y
progreso de sus negocios comunes. Galmarini sostiene que se trató de “un consorcio con relaciones internas
sólidamente constituidas”, con una unidad de objetivos a la que
contribuían “relaciones familiares, vinculaciones comerciales y aun una
identidad de criterio político”.[13]
Tuvieron una trayectoria
relativamente común: ocuparon diversos cargos en el Cabildo pos revolucionario,
muchos fueron electores, algunos de ellos ejercieron funciones en el Consulado,
todos ocuparon luego asientos en la Junta de Representantes[14].
Además de las actividades financieras y mineras comunes se mantuvieron en
el negocio de la importación y exportación con Inglaterra, varios de ellos
fueron importantes armadores e incluso gestionaron compras de buques para la
guerra revolucionaria. En tiempos rivadavianos, desarrollaron de un modo generalizado y sistemático
una estrategia de inversión en tierras que, en su mayor parte, adquirirían a
través de la ley de enfiteusis.
El tercer grupo de alcaldes mercaderes, compuesto de modestos
comerciantes, fue más pequeño,[15]
La adhesión a la causa de la revolución, el nacimiento en la
ciudad, el comercio de las armas, y una escasa formación jurídica fueron los
rasgos salientes de los jueces electos luego de la crisis del vínculo colonial.
Pero, ¿cómo fueron elegidos estos vecinos de la ciudad, varones, blancos,
criollos, legos, con actividades comerciales, militares o ambas para integrar
el Cabildo?, ¿hubo estabilidad en esos elencos a pesar de la transformación en
las formas de acceso al gobierno local?.
Designación y elección:
cómo llegar al concejo
“La firmeza del Gobierno en que
reposaba vuestra confianza ha sido fuertemente atacada, y ha sido necesario que
la Junta violente su moderación, para que el Pueblo no sea víctima de una
condescendencia pusilánime. Están ya lejos de vosotros los que perturbaban
vuestro sosiego…” Manifiesto de la Junta Provisional a sus habitantes.
Con estas palabras la Junta constituida en mayo de 1810 anunciaba fuertes
cambios en el gobierno comunal. La modalidad tradicional de elección de los elencos
capitulares consistía en el nombramiento de los miembros entrantes por aquellos
salientes. Este mecanismo de “representación invertida”,
mantenido formalmente hasta 1815, se vio afectado en reiteradas ocasiones
apenas nacida la revolución. La Junta Gubernativa, en un acto inédito y
autoproclamándose “como representación inmediata del Pueblo” eligió de modo
directo en octubre de 1810 a quienes habrían de reemplazar a los concejales
insubordinados que habían osado “perturbar el público sosiego” jurando
fidelidad al Concejo de Regencia. El nuevo elenco
capitular ejercería funciones hasta diciembre de 1811 dado que en enero de ese
año se decidió no desplazar a los flamantes capitulares. Ya en enero de 1812 se
retomó el cauce tradicional de postulación de los nuevos capitulares por los
que finalizaban su mandato, pero no garantizó una pacifica renovación de
miembros a futuro ni la unanimidad al interior del cuerpo. De diversas
formas, los enfrentamientos facciosos por la dirección de la revolución continuaron
afectando la estabilidad de los elencos capitulares.[16]
El pedido “popular” de renuncia de ciertos capitulares denunciaba un
divorcio entre ellos y sus representados, y tendría entonces
una derivación más profunda: la primera solicitud del propio cuerpo de que sus
miembros fueran electos por el pueblo, un pedido recuperado luego en el
proyecto de 1814 de nuevas Ordenanzas y autorizado recién por el Estatuto
Provisional de 1815- Si la Junta argüía fundar su legitimidad en la voluntad
popular, también el Cabildo quería gozar de ese prestigioso sostén de un modo
más directo. La petición capitular enviada al gobierno sostenía que:
Ni se puede ocultar la
ilegalidad de este modo de elegir, ni su disonancia con el presente sistema de
gobierno, ni la monstruosidad de repetir después de tres años de libertad una
escena que chocaba aun entre las tinieblas de la antigua ignorancia de nuestros
derechos […] Por todo lo cual parece que la Justicia, la razón,
la convivencia y sobre todo la voluntad del Pueblo, exigen imperiosamente la
Municipalidad sea elegida popularmente…” Acuerdos del Extinguido Cabildo de la
Ciudad de Buenos Aires 1812/1813.
El Superior Gobierno se negó a decidir la cuestión por hallarse pronta a
reunirse la Asamblea Constituyente de 1812, que finalmente fracasó. En 1813, sin
embargo, la elección del nuevo cabildo –que se realizó sin la presencia de los
regidores recusados- presentó una innovación central: quien votó primero
proponiendo la lista, una función que tradicionalmente ejercía el alcalde de
primer voto saliente, fue Miguel de Azcuénaga, quien como titular de la
flamante Gobernación Intendencia de Buenos Aires presidía la Sala.[17]
Las tradiciones capitulares no cesaban de abandonarse y transformarse en
un contexto de fuertes innovaciones políticas y cambio social. En el primer
lustro revolucionario los modos de acceso y permanencia en los cargos
concejiles se hicieron crecientemente inestables, e incluso fueron
contestados desde la misma institución. La intervención de otros poderes corrió paralela
a la potestad del propio Cabildo de renovarse a sí mismo. Si muchas veces la
historiografía ha resaltado la, por cierto, fuerte injerencia de la corporación
en los demás órganos de gobierno creados por la revolución, y en su carácter de
árbitro circunstancial en las disputas jurisdiccionales, no es menos cierto que
también esta misma fue objeto de intervenciones y purgas políticas. En el medio
de estos avatares los jueces ordinarios fueron siendo cambiados al ritmo de
consideraciones que poco tuvieron que ver con una preocupación por optimizar la
administración de justicia.
En 1815, finalmente, en el Estatuto Provisional se incorporaría el pedido
capitular de elección popular de sus miembros. Pero, ¿cómo debía funcionar este nuevo
sistema de elección?, ¿cómo lo hizo?, ¿cambió el perfil político y social de
los regidores y en particular de los alcaldes?, ¿ hubo una ampliación real de
la participación que permitió a más ciudadanos elegir a sus representantes, y
por lo tanto a sus jueces? El capítulo cuarto del Estatuto –“De las
elecciones de cabildos seculares” estableció que ellas debían hacerse
“popularmente en las Ciudades y Villas donde se hallen establecidos Cabildos”. Electoralmente la ciudad debía ser dividida en 4 secciones, y en
cada una según la cantidad de ciudadanos se podría votar por uno o más
electores. Quienes estarían a cargo del control de la elección serían un
capitular “asociado” a 2 alcaldes de barrio y un escribano o, en su defecto, a
2 vecinos en calidad de testigos. De este modo, por un lado, se enfatizaban las
ventajas de la participación popular en la elección de sus representantes: cambiando la modalidad de acceso al cargo se
esperaba asegurar el apoyo ciudadano a sus representantes, o al menos
legitimarlos por el principio que en la retórica revolucionaria se había vuelto
capaz de hacerlo mejor: la soberanía popular. A través del traslado del momento
de deliberación al espacio reducido de los electores, esa participación
popular, declamada pero temida, podía ser ordenada.[18]
Efectivamente, durante 7 años las mediadas elecciones concejiles pudieron
realizarse en la ciudad de un modo relativamente tranquilo y casi siempre con
una concurrencia modesta.[19]
Ese nuevo modo de
elección de alcaldes y regidores acarreó un nuevo problema: no se mostró
especialmente eficaz para asegurar que los nominados para tales cargos
estuvieran dispuestos a asumirlos. Siempre
había habido, luego de cada renovación capitular, una pequeña porción de
renuncias de los designados para los cargos concejiles. Sin embargo, al menos
en los primeros años, el método de elección a través de la Junta agudizó este
problema. En las actas comiciales de la Junta que se conservan completas, que
corresponden a los años 1815, 1816 y 1817, se aprecia la existencia de una
verdadera catarata de renuncias y pedidos de excusación luego de cada votación.[20]
En estos intentos de renuncia se evidenciaba con claridad el carácter de carga
pública (no remunerada e incluso onerosa) de los empleos concejiles. La oportunidad que estos cargos brindaban
para intervenir en la definición de los destinos de las Provincias Unidas había
sido más relevante en el primer lustro que en el segundo, marcado por la
política más conservadora del Directorio. La carga que implicaba integrar la
Junta Electoral, por su parte, no era tan gravosa por lo que muchos de quienes
integraron los elencos capitulares (específicamente 15 alcaldes) aceptaron
repetidamente ser electores.
La realización de cada elección “popular” abrió un relativo espacio de
contingencia que, si ciertamente no habilitó el ingreso de sectores populares
al Concejo, sí introdujo mutaciones en los criterios de selección de élites. En la masiva elección de 1817 y en la de 1818, y a diferencia de
lo sucedido en los años previos, los ciudadanos votados como electores fueron
personas de prestigio social y político pero no mayormente integrantes pasados
o futuros del cabildo.[21]
El nombramiento de tales electores mostraba que, cuanto intervenían
contingentes mayores de ciudadanos en los comicios, las élites seleccionadas
respondían a específicos criterios de preeminencia social (emparentada a las
armas y la religión) aun cuando éstas no cambiaran el perfil de los alcaldes
titulares o suplentes que actuaron entre 1816 y 1821 (algo mas del 57%) ya
habían ocupado ese u otros cargos en el Cabildo en los 5 años anteriores, es evidente que los elencos pasibles de ser
elegidos no cambiaron radicalmente con la nueva modalidad de elección. A su vez, sus perfiles socio-profesionales no se modificaron. Más allá de la ampliación de la
participación en su elección, los alcaldes continuaron siendo miembros de la
elite, vecinos de la ciudad, y, en tanto tales, varones, blancos, criollos,
propietarios, generalmente ligados al comercio y con diversos tipos de
experiencia en las armas. Integrantes de la pirámide de una jerarquía social
cuyo cambio más relevante había sido el desplazamiento de los peninsulares y la
apertura de nuevas rutas para el ascenso social, los alcaldes de la primera
década revolucionaria difícilmente serían artífices de una revolución en las
formas de administrar justicia. Y, si
bien su actividad central era juzgar –en una ciudad donde proliferaban los
discursos sobre la centralidad de la ley- prácticamente ninguno obtuvo un
entrenamiento jurídico previo. Como compensación, ser crearían nuevos garantes
de la legalidad: los asesores letrados.
Los inicios de una carrera judicial: rasgos
y trayectorias de los asesores letrados del Cabildo.
La falta de especialización que los alcaldes mostraron para cumplir con el
rol que tenían especialmente asignado- la administración de justicia- fue
paliada con la creación de las 4 asesorías letradas rentadas, 2 para los
juzgados y 2 para la defensorías, votadas por el municipio en julio de 1811.[22] Las tareas de
juzgar y de patrocinar a pobres y menores ya se presentaban entonces como
actividades crecientemente complejas y especializadas que requerían de saberes
expertos para poder ser llevadas adelante apropiadamente. Como consecuencia la tendencia de los alcaldes a contratar asesores
había ido incrementándose, y la obligación de costearlos de su peculio tornaba
más pesada aun la carga que ya de por sí tenían. El Cabildo intentó entonces
dar respuesta a ese problema contratando 4 letrados como empleados anuales de
la corporación con tareas especificas de asesoramiento a las alcaldías y
defensorías.
La designación de los nuevos asesores se hizo generalmente a propuesta de
los regidores a cargo de esas delegaciones, y debía ser aprobada por el resto
del cuerpo y por el Superior Gobierno. Este modo de elección personalizado derivó
en el cambio casi anual de los letrados, lo cual privaba a la administración
judicial de una base estable de funcionamiento. Tal
inconveniente fue tematizado por el concejo mismo.[23]
Cada nuevo abogado no sólo debía ponerse en conocimiento de todas las causas
pendientes –lo cual demoraba los procesos- sino que, dada la obligación
administrativa de pagar “ a cuantos letrados interviniesen en ellas”, se
generaban pagos duplicados y a veces triplicados de honorarios. El debate sobre sí el asesor del
defensor debía o no ser “perpetuo”
continuó varias sesiones, pero la reforma no se aprobó. Ningún nuevo alcalde o defensor deseaba verse privado de la
posibilidad de proveer de un cargo rentado a un letrado conocido o incluso
familiar. Sin embargo, la aprobación de las designaciones propuestas por el
regidor no estaba garantizada. También para ser asesor del Cabildo era necesario ser patriota, y
parecerlo.
Más allá de la persistencia del carácter anual de las designaciones hubo
una circulación de letrados más o menos estable, y gran parte de ellos fueron
llamados como asesores en más de una oportunidad. Fueron estos funcionarios crecientemente
especializados en las funciones judiciales quienes pudieron imprimirle mayor regularidad
a la administración de justicia. Una incipiente burocracia judicial capitular
comenzó a formarse con algunos de ellos, y a través de esta profesionalización
de la base se dieron respuestas a algunas de las nuevas demandas de justicia
legal.[24]
Si el perfil
socio-profesional de los alcaldes no se había modificado radicalmente, los
asesores venían para asegurar el mejor conocimiento del derecho y la mayor
especialización de la función que la nueva retórica parecía exigir. Sin
embargo, el bagaje específicamente jurídico que estos letrados traían y podían
aportar a la justicia capitular estaba profundamente anclado en la cultura
jurisdiccional.[25] El roce con las doctrinas ilustradas y iusnaturalistas. Si el
escolasticismo de su educación jurídica formal no auspiciaba un corte con las
tradiciones judiciales coloniales, fue la multiplicación misma de estos actores
expertos la que –profundizando un proceso que había comenzado a reclamarse
desde las reformas borbónicas- cambió la configuración de los tribunales.
La vida profesional
en la administración comunal se perfiló como una alternativa laboral
relativamente nueva por lo ampliada para los jóvenes letrados, constituyéndose
muchas veces en el primer paso de una carrera judicial propiamente dicha.[26]
Estas tres carreras
judiciales ilustran bien el surgimiento de un cuerpo de funcionarios
especializados para quienes la administración de justicia constituyó un empleo
rentado, potencialmente estable, que ofreció posibilidades de ascenso y de
retiro. Si así descritas estas trayectorias
expertas parecían acercar esta fracción de la justicia porteña al modelo
weberiano de burocracia, la imprevisibilidad de la permanencia en los cargos y
el acceso a los mismos a través de relaciones personales y familiares, mediadas
por lealtades facciosas, ponen límites ciertos a la proyección de esta imagen
ideal típica cuya realización, por el resto, tampoco está claro que sea
posible.
El perfil profesional y la trayectoria de
estos asesores estuvieron más ligados al quehacer de pedir e impartir justicia
que el de los alcaldes, pero no por ello tuvieron vedado el camino de una
participación más propiamente política. Al menos un tercio de ellos actuó ya
como regidor, ya como diputado en asambleas constituyentes o ya como miembro del
organismo de representación provincial creado en 1820. Y más o menos breves
intervenciones en la política revolucionaria no dejaron de estar recortadas
sobre trayectorias fuertemente vinculadas a su condición de expertos en
derecho. La mayor parte ocupó distintos cargos burocráticos en los gobiernos de
la ciudad o de la provincia y muchos de ellos, como se ha señalado, se
convirtieron en los primeros jueces profesionales de primera instancia e
incluso miembros del tribunal superior.
Una pequeña parte de ellos combinó estas
tareas con la docencia o la organización de los estudios; otros fueron
destacados publicistas que participaron activamente en la incipiente esfera
pública porteña, donde no dejaron de discutir sobre el derecho, la justicia y
sus agentes luego de la revolución.
De consejeros
particulares rentados por los alcaldes, los asesores pasaron a ser empleados
públicos especialmente abocados a optimizar la administración de justicia. Su
rol fue importante por su conocimiento de la legalidad y por su seguimiento
cotidiano de las causas en estrecha colaboración con los escribanos. Su
afianzamiento en el corazón de la estructura judicial del cabildo, los hizo el
engranaje más claro del proyecto de hacer de la administración de justicia una
cuestión de funcionarios especializados comprometidos con la Revolución y
conocedores de las leyes.
Jueces profesionales: 1821-1830
Es preciso que usted no se deje sorprender ni alucinar con las
teorías de moderación, de lenidad y de
otras semejantes con el que Juez de Arrecifes intenta dorar una venganza
disfrazándola con el color de la justicia…(sic) a bien que Ud. Es juez letrado
que no podrá alucinarse con lo que se alucina a un hombre vulgar que ni sepa
discurrir ni pensar…-Causa de Barcia contra el juez de paz de Arrecifes-
La creación de
juzgados letrados de primera instancia y de una red de juzgados de paz y
comisarías fue la solución encontrada en 1821 por el Gobierno y la Sala de
Representantes para organizar la herencia de las funciones judiciales y policiales
que la muerte del Cabildo dejaba. La intención de la administración rivadaviana no era simplemente cambiar
el nombre de esos jueces sino centralmente sus habilidades para administrar
justicia, acabando con la impotencia confesa que implicaba el tener asesores. Pero, ¿Quiénes fueron esos nuevos jueces letrados designados por
el gobernador? ¿Qué perfil y trayectorias socio-profesionales tuvieron? ¿Con
qué criterios fueron reclutados? ¿Qué grado de estabilidad lograron en sus
cargos y cómo los afectaron los cambios políticos de la década?
En la nueva justicia letrada de primera
instancia fue el perfil profesional de los magistrados el que cambió de modo
más radical: todos ellos fueron letrados, y si bien muchos de ellos también
participaron en diversas instancias de representación y decisión política sus
carreras profesionales estuvieron sólidamente ligadas a su expertise jurídica adquirida en diversos centros de enseñanza.
Algunos de estos nuevos jueces bonaerenses se habían formado en las
universidades tradicionales (San Felipe y Cordoba). Sin embargo, y a diferencia
de los asesores de la década anterior, al menos 2 jueces de primera instancia
se contaron entre los primeros egresados de la Universidad de Buenos Aires: La creación de la Universidad de Buenos
Aires permitió a los estudiantes porteños más jóvenes no tener que desplazarse
y permanecer largos años fuera de su ciudad, y así también interrumpió los
lazos con el Alto Perú, tan frecuentes entre los funcionarios veteranos. Fue en
Buenos Aires donde el perfil de la educación jurídica fue particularmente
diferente a la de los otros centros, y fue la participación de estos egresados
locales en la Academia de jurisprudencia local la que – junto a los debates
sobre el derecho y la justicia apropiados para la nueva república- los acercó a
los usos y procedimientos más tradicionales del foro.
A diferencia de los
alcaldes de la primera década, la mayor parte de los jueces letrados no tuvo
otras actividades y profesiones ajenas a su saber jurídico. Sólo
un cuarto de ellos habrían tenido experiencia militar –ya fuera previa o
posterior a la Revolución- y sólo dos desarrollaron actividades mercantiles:[27]
El recorrido profesional del resto de los
magistrados, que también se daba en los letrados mencionados, estuvo caracterizado
ya sea por el ejercicio abogadil en los tribunales, ya por el asesoramiento
letrado en diversas instancias del gobierno- que en unos pocos se remontaba al
hispánico- ya por la confluencia de ambas trayectorias antes y después de
acceder a cargos judiciales. Quienes combinaron práctica forense, cargos
públicos y puestos judiciales.
La
posibilidad de estos recorridos (judicial-público- burocrático) profesionales
se amplió luego de la revolución de Mayo. Si bien esta profundizó el proceso de
militarización y trajo aparejada una ruralización de la política, también abrió
oportunidades laborales en las esferas del gobierno urbano y civil. Y, si el
prestigio de muchas de las instituciones hispanas se había destruido en el
camino, otras tantas fueron construidas para beneficio de los jóvenes criollos
que habían optado por la carrera de leyes.
La estabilidad alcanzada por los jueces
letrados en sus puestos fue sensiblemente mayor a la de los alcaldes. Entre
1822 (cuando la justicia letrada comenzó a funcionar en la ciudad y la campaña)
y 1830(cuando ya todos los juzgados de primera instancia se habían trasladado a
la ciudad) hubo 17 jueces. Si se recortan 2 períodos, hasta 1827 y desde 1828 a
1830, se puede percibir que hubo una marcada diferencia en la estabilidad de
los jueces entre ambos períodos. La mayor parte de los desplazamientos de los
jueces bonaerenses en ese lustro tuvo que ver con ascensos, renuncias
voluntarias y cierre de las plazas que ocupaban. Los cambios predominantes no
se dieron en los elencos judiciales sino en la ubicación de las sedes y la
redistribución de las funciones asignadas.
El segundo
sub-período en cambio fue- acompañando la coyuntura política- notoriamente más
inestable. De la mano de la crisis del nuevo proyecto nacional, la llegada de la
oposición popular al gobierno, el levantamiento de Juan Lavalle y su posterior
fracaso, se produjeron cambios extemporáneos y abruptos en los elencos
judiciales de todos los niveles.[28]
La inestabilidad de
los jueces entre 1828 y 1830 da una idea cabal de cómo la conflictividad
política de esos años repercutió en la administración judicial. Si en los 6 primeros años de justicia no habían existido más de
8 jueces, que habían permanecido en funciones durante largos períodos; en esos
3 años finales de la década de 10 jueces llegaron a ocupar los 4 juzgados de
primera instancia, algunos de los cuáles no retuvieron su cargo más que unos
meses. Como en 1820, las
instituciones judiciales –y ahora lo eran de un modo más acotado y preciso- se
vieron afectadas directamente por la crisis política y los nuevos poderes
emergentes no se privaron de la potestad de remover y designar magistrados. Los cargos
judiciales no se presentaban como puestos políticamente irrelevantes, y el
afianzamiento de Rosas en el gobierno en las décadas siguientes mostraría hasta
qué punto la identidad política podía llegar a ser relevante en la selección de
los funcionarios. En su gobierno la adhesión al federalismo reemplazaría al
viejo criterio “patriota”, de tradición revolucionarias, como rasero de los
ingresos y la permanencia en la administración y la justicia.
Esa relevancia
política de los jueces estaba dada también porque su actuación pública no se
limitó a la actividad jurisdiccional. Fueron muchos los jueces profesionales
que dividieron sus horas entre el empleo judicial y la representación de sus
conciudadanos. Ambas actividades no eran visualizadas como incompatibles. Tanto
los jueces estables como aquellos de participación más efímera en los juzgados,
ocuparon cargos representativos.[29] Esa
superposición que se acentuó durante los gobiernos de Rosas no dejó de ser
característica desde 1821.
Esta práctica
ilumina-tanto como podían hacerlo las cartas constitucionales, los papeles
públicos y los debates legislativos- cómo era pensada entonces la idea de
“división de poderes”. No se trataba de una contradicción entre
principios doctrinarios y prácticas coyunturales sino una forma particular de
pensar esa tripartición del poder. En ese imaginario, la preocupación más
importante era conjurar los viejos temores al despotismo[30]
del “Leviatan”[31] y a la
tiranía de la mayoría. Como ha señalado Marcela Ternavasio, lo central era limitar tanto al
poder ejecutivo, como al legislativo. No existió en cambio una preocupación –que si sería característica de
otros procesos revolucionarios- por limitar el poder de los funcionarios
togados. Ni la justicia capitular lega ni sus sucesores letrados elegidos de modo
directo por el poder ejecutivo (luego con recomendación del tribunal superior y
aprobación del legislativo) parecían presentar una amenaza certera a la
organización de la nueva república. En la retórica de división de poderes
rioplatense, entonces, no se problematizó la cuestión de la doble pertenencia
de los funcionarios al poder judicial y al legislativo, o al judicial y al
ejecutivo. Sí se tematizó, en cambio, la necesidad de reducir la injerencia del
ejecutivo en las instancias de designación y remoción de jueces, así como la
limitación de sus facultades judiciales, de esta forma las instancias de
interpretación y confluencia fueron
numerosas y no se predicó del buen juez la necesidad de la prescindencia
política. [32]
Los funcionarios
judiciales de primera instancia –antes renovados anualmente por designación de
los alcaldes salientes y luego por la elección de los ciudadanos- eran
nombrados directamente por el gobernador. Si bien ello se acompañó con un discurso
(aunque no siempre una práctica) de estabilidad en el cargo, lo cierto es que
la coherencia política entre gobierno y justicia pudo ser mayor, o en otros
términos la independencia mutua menor. De esta forma, si los nuevos jueces
desarrollaron carreras profesionales más ligadas al nuevo poder judicial en
construcción no dejaron por ello de tener ocasionales participaciones en la política
provincial o nacional, y de sufrir alejamientos repentinos de sus cargos
públicos como consecuencia de los vaivenes en ésta. Hacia el final de la
década esa posibilidad se hizo realidad repetidamente y, de su mano, la
variabilidad política de los elencos se agudizó.
Los jueces de la Revolución: un balance de dos décadas
La revolución abrió
una agenda de transformaciones que pronto incluyó a la justicia como una de las
áreas sensibles a reformar. Impulsados por una retórica que hizo del
derecho hispano un cuerpo de leyes confusas y arbitrarias, y de la justicia un
laberinto de procedimientos lentos e injustos, de tratamientos desiguales, de
jurisdicciones superpuestas y de exclusión de criollos, los nuevos gobiernos
ensayaron diversos tipos de cambios en la administración judicial en Buenos
Aires. No sólo dictaron leyes inspirados
en el iusnaturalismo[33]
que había legitimado la separación de la metrópolis sino que desplegaron una
especial preocupación por renovar los elencos gubernamentales y judiciales.
El patriotismo como
adhesión al “nuevo sistema” devino una condición imprescindible para acceder a
cargos en el Cabildo a la Audiencia. El carácter criollo, e incluso porteño, de
los capitulares de Buenos Aires se consolidó, aunque otros rasgos permanecieron
sin mayores alteraciones, como su perfil de comerciantes, oficiales militares y
casi invariablemente legos.
A pesar de ese
continuo reclutamiento de los alcaldes entre las filas de la elite, las formas
de acceso al cargo se alteraron profundamente y de un modo que ha pasado
largamente desapercibido. Los encargados de juzgar en Buenos Aires, luego de
haber sido electos durante años de modo “endogámico” por el Cabildo, tuvieron
la voluntad popular como nueva fuente de legitimidad. Sin embargo, el carácter
electivo de los jueces no era consecuencia de un proyecto de que los encargados
de impartir justicia fueran escogidos por sus iguales, o de que la de juzgar
fuera visualizada de modo generalizado como una prerrogativa retrovertida al
pueblo. Era más bien una consecuencia del doble carácter gubernamental y
judicial del Cabildo.
Tan es así que cuando
5 años más tarde se pasó a un esquema centralizado de designación gubernamental
de los jueces, no se levantaron voces reclamando su designación popular. Fue sencillo
“quitarle” al “pueblo” la posibilidad de elegir a sus jueces así como privar a
éstos de una fuente tan poderosa de legitimidad como el sufragio de los
compatriotas. ¿por qué lo era? Precisamente porque nunca había sido fuerte la
voluntad de ligar justicia y soberanía popular.
Si bien en la primera
década revolucionaria los jueces no fueron letrados, se los dotó de asesores
para asegurar que las leyes, patrias y no, fueran aplicadas. Fue a partir de la
experiencia de estos asesores que se conformando desde la base una
profesionalización de la justicia. Los asesores constituyeron un primer grupo
de funcionarios con posibilidades de hacer carrera apoyados en un capital
crecientemente valorizado: su saber jurídico. Muchos de ellos se incorporaron a
la nueva justicia provincial creada en 1821. Ésta estuvo integrada por jueces
profesionales, remunerados, relativamente estables, con formación jurídica
universitaria, y precisamente emergentes de aquellas trayectorias forjadas en
torno a su carácter de expertos. Ni comerciantes, ni militares, los nuevos
jueces eran ante todo juristas.
Las burocracias, como
las culturas jurídicas, no se construyen de la noche a la mañana. Fue la
acumulación de estas experiencias la que fue cimentando un “poder judicial” que
como tal no preexistía. Con sus trayectorias, estos asesores y jueces letrados
recorrieron las primeras carreras judiciales bonaerenses y algunos de ellos inauguraron
prestigiosas “familias judiciales” que cumplirían un papel relevante en la
conformación de la justicia nacional en la segunda mitad del siglo.
Hacia 1830, y luego
de dos décadas fuertes innovaciones en la organización judicial, el perfil de
los jueces se había transformado profundamente. No porque ellos no pertenecieran a la elite, aplicaran efectivamente
las leyes o fueran totalmente independientes de los gobiernos. El cambio fundamental residió en el
surgimiento de una conciencia más clara de que la tarea de juzgar era una
función específica que, si bien podía coincidir o ser ejercida simultáneamente a
eventuales tareas de gobierno o de representación de los conciudadanos, ya no se
identificaba con ellas ni tenía las misma fuente de legitimidad. Impartir justicia implicaba el conocimiento de las leyes, y no era
ya una función gratuita o practicable por meros buenos ciudadanos. La política era, en especial para el grupo rivadaviano,
una actividad de transformación y de creación de una nueva sociedad. De esta forma
se rompía un aspecto clave de la plurisecular cultura jurisdiccional. Ello no significa
que existió un proceso lineal de cambio y reemplazo inmediato de lógicas jurídicas
contrapuestas sino que la mutación deliberada de elencos judiciales, modo de elección,
duración y requisitos marcó uno de los quiebres por los que se fue afirmando una
nueva forma de imaginar la justicia y las formas óptimas de realizarla.
[1]
En un mundo profundamente cristiano como el hispano, en el cual Dios era el
verdadero y único creador del derecho, el único verdadero legislador, “era interpretatio la actividad normativa del
príncipe y la de la comunidad por medio de las costumbres, lo era el hacer
justicia del juez o la edificación teórica del magíster”.
[2]
Para octubre- y como reacción a su jura secreta de fidelidad al Concejo de
Regencia- la purga alcanzó a los regidores. Entre ellos, claro, a los dos
alcaldes (el altoperuano Juan Jose Lezica y el navarro Martín Yañez [Yañiz]).
[3]
(titulares o suplentes, en la época a los
últimos se los llamaba “en depósito”)
[4]
Entre quienes tuvieron una repetida participación en el Cabildo, pero modesta
proyección fuera de él, se pueden mencionar los casos de Atanasio Gutierrez,
Ildefonso Paso y Marín Grandoli.
[5]
De hecho, fueron 11 los alcaldes que luego integraron la primera Junta y 7
(aunque no siempre los mismos) quienes fueron diputados en alguno de los
ensayos constitucionales de las primeras 2 décadas de revolución.
[6]
De los 30 vecinos que fungieron como alcaldes luego de la revolución sólo 2
fueron abogados: el doctor Francisco Xavier Riglos, en 1812 y el doctor Mariano
Andrade, entre julio de 1820 y diciembre de 1821; ambos recibidos en Charcas.
Durante esos años, hubo otros regidores letrados (como Manuel García, Luis
Dorrego, Manuel Maza, Jose Francisco Acosta, Bernardo Pereda y Mariano Tagle),
pero ellos no estuvieron a cargo de las alcaldías sino de otras oficinas que
también requerían de abogados, como la sindicatura y las defensorías.
[7]
Como han mostrado los trabajos de Jorge Gelman, Juan Carlos Garavaglia, Carlos
Mayo y Raúl Fradkin.
[8]
(si bien una pequeña fracción de los comerciantes que allí actuaron – como
Belgrano Pérez- también tenía inversiones rurales desde antes de la revolución
y otros las adquirían con las oportunidades abiertas por la ley de enfiteusis,
como se señalará luego).
[9]
De los alcaldes de quienes se pudo obtener información por su tomas de razón,
al menos 19 detentaron cargos militares. La mayor parte inició esta participación
en ocasión de las invasiones y, luego de ellas, muchos continuaron alistados en
diversos regimientos o volvieron a serlo ante las guerras de independencia,
interprovinciales o limítrofes
[10]
(como demuestran los casos de Cornelio Saavedra, Juan Martín Pueyrredón, o
Martín Rodriguez, entre otros),
[11]
Entre aquellos de cuya actividad se pudieron obtener datos más precisos es
posible diferenciar 3 grupos: quienes arrastraban una exitosa carrera en el
comercio mayorista colonial, ligados al monopolio y también al comercio libre;
quienes, con diversos pasados, pudieron hacer progresar especialmente sus
negocios de la mano de la revolución y centralmente de la guerra; y,
finalmente, algunos comerciantes más bien modestos, con tienda al menudeo en la
ciudad, cuya participación en el Cabildo fue también moderada.
[12]
como Domingo Izargabal, Agustín Wright, Juan de Alagón, Manuel Arroyo y Pinedo,
Francisco Antonio Escalada, Esteban Romero, Gregorio Lezica, José Ignacio
Garmendia y los hermanos Joaquín y Francisco Belgrano, hijos del genovés
Domingo Belgrano Pero y hermanos de Manuel.
[13]
Entre ellos, quienes actuaron como jueces capitulares fueron Manuel de Aguirre
(1811) Félix de Castro (1818) Juan Pedro Aguirre (1820) Perdo Capdevila (1820)
y el ya mencionado Manuel Andres Arroyo y Pinedo (1819).
[14]
(Félix Castro, Manuel Aguirre y Manuel Andres Arroyo) fueron diputados del
Congreso Constituyente que sancionó la nueva carta en 1826, y participaron de
la creación del Banco Nacional que luego algunos dirigieron.
[15]
estuvo integrado por personas como los pulperos Atanasio Gutierrez (1810) y
Juan Norberto Dolz(1820), el panadero Ildefonso Paso (1811) y Martín
Grandoli(1811), quien tenía un comercio de granos y yerba desde 1796.
[16]
En abril de 1811 el movimiento popular organizado por los saavedristas había
precipitado la salida del alcalde se segundo voto Atanasio Gutiérrez y su paso
a la Junta; en octubre de 1812, la contraofensiva morenista pidió las renuncias
del primer alcalde Francisco Xavier Riglos y de los regidores Manuel García y
Manuel Arroyo y Pinedo por considerarlos “sospechosos”. Aunque todos ellos
debieron retornar a sus cargos “ bajo protesta” poco después de haber
renunciado ofendidos, esa “falta de confianza pública” en ellos fue movilizada
para impedir que pudieran participar de la designación de sus sucesores el año
siguiente.
[17]
Si bien hubo
algunas disidencias en el orden de los votos, el resultado favoreció a la lista
completa del gobernador. De igual modo sucedería al año siguiente. En 1815, en
cambio, el nuevo gobernador, Antonio González Balcarce, presidió la sala de
acuerdos sin votar primero ni proponer la lista.
[18]
Como Marcela
Ternavasio ha señalado- la preferencia por un régimen de elección
indirecta, de segundo grado, buscaba “ordenar, controlar y disciplinar la
participación de una sociedad absolutamente movilizada a partir de la guerra de
independencia”.
[19]
La votación
de electores de diciembre de 1817 fue quizás la excepción ya que en ella los 12
electores de la ciudad obtuvieron entre 1151 y 1310 votos: 1º veces más que los
votos promedios recibidos por los miembros de la Junta Electoral el año
anterior; el doble de los que recibirían los electos en 1818 y 4 veces el
promedio de votos emitidos en 1819.
[20]
En 1815, de
los 12 titulares designados, 8 renunciaron alegando los clásicos motivos de
enfermedad, empleos incompatibles o distracción de los intereses y riquezas
personales. A 6 de ellos les fue admitida. En 1816, 7 de los electos intentaron
renunciar, pero sólo 2 lo lograron. Un año después, en 1817, renunciaron 5
capitulares se le concedió el pedido y a otro sólo se le permitió no actuar
como fiel ejecutor tal como se había votado siempre que fungiera como regidor
ordinario.
[21]
4 de ellos
fueron religiosos y 4 militares; personas todas que por sus funciones y lugares
sociales tenían una gran capacidad de ser conocidas, y, lo buscaran o no, de
convocar eventualmente apoyos.
[22]
La medida
provenía de un proyecto que había comenzado a discutirse en el Cabildo del año
anterior.
[23]
En noviembre
de 1814, uno de los defensores de menores, el doctor José Francisco Acosta,
propuso que el letrado designado por el municipio para ese ministerio “sea fijo y sin amovilidad, [dado que] por
el inconveniente de que debe ser nombrado anualmente, viene a tocarse en daño a
los menores que comprende”
[24]
Las
credenciales necesarias para acceder a estas funciones suponían el paso por la
Universidad, donde la mayor parte de estos asesores se doctoraron en Leyes
(aunque al menos 2 se graduaron en Leyes pero se doctoraron en Cánones). La
institución de mayor prestigio, y a la que generalmente concurrían los jóvenes
rioplatenses era la de San Francisco Xavier en Chuquisaca. 13 de los 19
asesores de alcaldes de primer y segundo voto y del crimen, de quienes se pudo
obtener información al respeto, obtuvieron allí sus grados entre 1785 y 1811. 5
estudiaron en la Universidad San Felipe, de Santiago de Chile, y 2 en la más
cercana Universidad de San Carlos, Córdoba.
[25]
Se habían
formado en derecho romano y canónico, rindiendo exámenes en latín y leyendo
comentarios sobre las correlaciones entre el derecho foral peninsular, regio,
civil y natural.
[26]
Un ejemplo de
ello es el caso de Bartolomé Cueto. Luego de desempeñarse como asesor en el
juzgado de primer voto lo fue por 3 años consecutivos en la defensoría de pobres..
Luego de la reforma de 1821, se transformó en juez de primera instancia de la
provincia de Buenos Aires en 1822 estuvo a cargo del segundo departamento de
campaña, en 1823 fue trasladado a la ciudad, y de 1825 hasta su muerte en 1828
estuvo a cargo de uno de los juzgados criminales urbanos. Otro caso, si se
quiere más exitoso –por el cargo que llegó alcanzar- fue el de Miguel Villegas.
Su carrera profesional se inició en octubre de 1810 cuando fue designado como
regidor síndico procurador del Cabildo porteño. En 1812, fue nuevamente síndico
interino por 4 meses. En 1814 y en 1820 se desempeñó por algunos meses asesor
reemplazante, sucesivamente, de ambos juzgados. Con la caída de Alvear fiscal
de la Comisión Civil, y en 1818 es nombrado para asesorar al síndico procurador
Rafael Pereira Lucena. Fue asesor del gobierno en 1823, y desde 1824 hasta 1838
(año en que se retiró como su presidente) miembro del más alto tribunal, la
Cámara de Apelaciones.
[27]
Bernard Vélez
(quien combinaba sus continuas tareas judiciales y de publicista con las de
carácter comercial) y Manuel Obligado (que había heredado de su padre andaluz
un importante negocio de importación de metales, y era también un próspero
propietario de estancias en el sur). Sólo Obligado y Domingo Guzmán fueron a su
vez importantes terratenientes. El último poseía predios que obtuvo en
enfiteusis en la región donde había sido juez letrado entre 1823 y 1824.
[28]
En la
justicia letrada ordinaria, fueron nombrados ese año los doctores Marcelo
Gamboa y Manuel Insiarte, jueces en lo civil y criminal respectivamente. El
primero, sin embargo, en diciembre fue depuesto por Lavalle mediante un decreto
en el que sostenía que Gamboa debía devolver el cargo “con las formalidades de
la ley” porque éste pertenecía a Roque Saénz Peña quien habría sido “removido
de él sin justificarse ni aún enunciarse causa alguna para su separación”. El
juez rehabilitado, sin embargo, había sido designado como fiscal de estado,
puesto recién creado. En su lugar designó entonces al doctor Jacinto Cardenas.
A su vez, otro juez civil titular, Juan Jose Cernadas, reconocido adherente al
Partido Popular, fue licenciado en marzo de 1829 y en su lugar se designó
provisoriamente a Jose Manuel Pacheco
(quien era entonces agente fiscal en lo civil). Para octubre, ya Juan
Jose Viamonte designó al doctor Matías Oliden para el reemplazo definitivo de
Cernadas. A esta variabilidad política de los jueces se sumó otra de índole
natural: en 1829 Cueto falleció y su puesto fue ocupado por Bernardo Vélez.
[29]
Tanto
Cernadas como Saénz Peña fueron repetidas veces miembros de la sala de
representantes. En 1828, y recién recibido, Marcelo Gamboa no sólo fue
designado como juez de primera instancia sino que fue elegido como diputado
para la Legislatura porteña y ocuparía en reiteradas ocasiones un lugar en el
Senado nacional. Jacinto Cardenas juez civil en 1828 y 1829, sería
representante en la Legislatura rosista en 1839, 1841 y 1843, Manuel Insiarte,
luego de ser diputado afín al Partido del Orden en 1825, fue juez en 1828 y
nuevamente diputado, pero Federal, en 1830 y 1831 y nuevamente en 1836 y 1837.
Entre 1835 y 1853 Insiarte fue camarista, cargo que –además de eventualmente
compartir con el de representante-ejerción muchos años con el de ministro de
Hacienda. Domingo Guzmán había sido convencional por San Luis en el Congreso de
Tucumán, y Juan García de Cossio integró la Junta de Observación en 1820. Estas
participaciones políticas fueron frecuentes y muchas veces simultáneas al
ejercicio de la judicatura.
[30] El despotismo fue una
forma de gobierno que tenían algunas monarquías europeas del siglo XVIII, en
las que los reyes que seguían teniendo poder absoluto, trataron de aplicar medidas
ilustradas, es decir, trataron de educar al pueblo. La frase que sintetiza al
despotismo ilustrado es «todo por el pueblo, pero sin el pueblo.
[31]
Leviatán, o La materia, forma y poder de una
república eclesiástica y civil (en
el original en inglés: Leviathan, or The Matter, Forme and Power
of a Common Wealth Ecclesiasticall and Civil), comúnmente llamado Leviatán,
es el libro más conocido del filósofo
político inglés Thomas Hobbes. Publicado en 1651, su título hace
referencia al monstruo bíblico Leviatán, de poder descomunal ("Nadie hay
tan osado que lo despierte... De su grandeza tienen temor los fuertes... No hay
sobre la Tierra quien se le parezca, animal hecho exento de temor. Menosprecia
toda cosa alta; es rey sobre todos los soberbios").1 La obra de Hobbes, marcadamente materialista,2 puede entenderse como una
justificación del Estado absoluto, a la vez que como la proposición
teórica del contrato
social, y establece una
doctrina de derecho moderno como base de las sociedades y de los gobiernos legítimos.
[32]
Es por ello
que también incluso algunos camaristas participaron activamente de la política
revolucionaria. Manuel Antonio de Castro abandonó por unos años la presidencia
de la Cámara para ejercer la gobernación intendencia de Córdoba, y fue
convencional constituyente entre 1824 y 1827. Alejo Castex, siendo miembro del
alto tribunal fue simultáneamente diputado en ese mismo congreso, y desde dos
años antes era miembro de la Sala de Representantes porteña.
[33]
Doctrina que defiende la existencia de derechos
naturales inalienables (como el derecho a la vida, a la libertad y a la
propiedad) que son anteriores a las normas jurídicas positivas (las
establecidas por los seres humanos) y a las que éstas deben someterse,
sirviéndoles de fundamento y de modelo. Esta doctrina, que se desarrolla en el
siglo XVII, tendrá en Hugo Grocio (1583-1645) a su primer claro defensor, y
será seguida por los teóricos de la laicidad del estado, como Hobbes y Locke.
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