Capítulo I
El Río de la Plata
al comenzar el siglo XIX
América del Sur, el
Virreinato del Río de La Plata, creado
en 1776, era
una compacta figura que desde la cuenca amazónica hasta Tierra del Fuego, desde
el Pacífico y los Andes hasta el Plata y el Atlántico[1]. En el Río de la Plata, como en toda América, la
colonización española vino a superponerse a poblaciones prehispánicas de
agricultores sedentarios, sobre los cuales era posible erigir una sociedad a la
vez rural y señorial, según el modelo de la metrópoli –junto con casi toda
Europa- iba a adoptar cada vez más decididamente a lo largo de los siglos XVI y XVII.
En el Río de la Plata: el vasto interior, de
compleja arquitectura geográfica, y las tierras guaraníes del Paraguay, Alto
Paraná y Uruguay; en ambas surgieron centros de cultura fuertemente mestizada
de rasgos por otra parte muy diferentes entre sí.
Entre estos dos centros se extendían la llanura
chaqueña y pampeana; al sur la meseta de Patagonia, pobladas amabas por tribus
errantes. Esta faja central, que dominaba las entradas del vasto sistema
fluvial del Plata llegó a ser el núcleo “natural” del territorio y la
nacionalidad. Este núcleo permaneció sin embargo despoblado por largo
tiempo; de él controlaban los españoles tan sólo el terreno preciso para
mantener las comunicaciones entre el Paraguay, el Interior y el Atlántico.
Desde Córdoba, a través del “istmo santafesino” y el “corredor porteño” la
franja estrecha de tierras dominadas alcanzaba a Buenos Aires, el Puerto.
Buenos Aires tiene una comunicación fluvial, por el Paraná, con el núcleo
septentrional de Asunción, Corrientes y Misiones. En la margen derecha del
Paraná, Santa Fe es etapa del comercio directo entre la zona guaraní y el
Interior; no exentos, hasta entrado el siglo XIX, de los ataques de los indios
no dominados que pueblan la margen derecha del río, al norte de Santa Fe.
En el Alto Paraná y Uruguay las misiones
jesuíticas son un baluarte que, aunque debe ceder paulatinamente terreno ante
la penetración portuguesa, impide un derrumbe total. Más al sur los portugueses
se han instalado frente a Buenos Aires en la Colonia del Sacramento, que
durante un siglo, a través de azarosos combates y treguas, ha sido un elemento
de disgregación clavado en el flanco del imperio español.
A esta estructura concentrada en las tierras altas y en las
estepas del interior correspondía una economía orientada no hacia el Atlántico
sino hacia el Norte, hacia el núcleo del poder español en Sudamérica, hacia el
Perú. Buenos Aires, la Colonia, las Misiones, el Interior comenzaron a
organizar su economía para satisfacer los requerimientos de Potosí. Producían sus telas de
algodón el Interior y Paraguay, su lana el Interior, su yerba mate el Paraguay
y Misiones, sus mulas Buenos Aires, Santa Fe y el Interior. Buenos Aires
comenzó por ser puerto clandestino de la plata potosina, aldea por donde una parte de esa riqueza buscaba
acceso ilegal a Europa, la Colonia del Sacramento quiso ser en su comienzo
centro de ese comercio prohibido.
Esa estructura demográfica y económica entró en crisis en
el siglo XVIII. La decadencia del Alto Perú como centro argentífero, la
decadencia de la plata misma, cuando el oro –que volvía a afluir desde el
Brasil- volvía a ser el medio dominante de la circulación económica, influían menos
en esa crisis que las consecuencias de la aparición de nuevas metrópolis económicas
y financieras en Europa. En el siglo XVIII comenzaba ya lo que iba a
manifestarse en pleno en la centuria siguiente; la disgregación de las Indias
en zonas de monocultivo relativamente aisladas, entre sí, con mercado a la vez
consumidor y productor en Europa; fuera de las regiones capaces de acomodarse a
esa transformación, la consecuencia debía ser una decadencia relativa o
absoluta.
Las tierras costeras del Río
de la Plata eran las más adecuadas para prosperar en ese nuevo clima económico
y conocieron en efecto un progreso vertiginoso. Así la coyuntura se tornó
favorable al Litoral. El Interior, en cambio era menos capaz de adaptarse al
nuevo clima económico. Su producción diversificada y técnicamente atrasada
hallaba desemboque cada vez menos fácil en el Alto Perú; sin duda otro mercado
había venido a complementar el tradicional: el proporcionado por Buenos Aires,
ahora ciudad poblada y rica. Así, la etapa final del siglo XVIII
fue de rápido avance en el Litoral; de avance parcial y moderado, en medio de reajustes para el comercio y la artesanía del
Interior, de crisis irremediable para su agricultura.
Pero ese desajuste interregional, que crecía lentamente, no
era sino el momento inicial de un proceso irreversible, que a lo largo del
siglo XIX iba a remodelar brutalmente el cuerpo mismo de la nación, y proporcionar una de las claves de su historia: el ascenso de una
Argentina Litoral; el descenso de las regiones en que, por 2 siglos y medio,
había estado el centro de la vida española en este rincón de las Indias.
a)
ESTABILIDAD
DEL INTERIOR
Al comenzar el siglo XIX parece haberse abierto
una tregua en la incipiente rivalidad entre Litoral e Interior, en un clima de
moderada prosperidad que afecta, aunque en grado diferente a ambas regiones.
Pero Litoral e Interior sólo se nos aparecen como bloques homogéneos cuando los
contraponemos; examinados separadamente revelan variedades y fracturas
internas, oposiciones menores dentro de la mayor.
La característica del Interior no es la fertilidad; la zona fértil se limita a la regada por los
torrentes y los ríos que bajan de la montañas; las llanuras más amplias son ya
esteparias con amplios trechos desérticos.
Es la jurisdicción de Salta cuya originalidad geográfica
acompaña una estructura social de rasgos
también únicos en el área rioplatense. Sobre una plebe mestiza, gobierna una
aristocracia orgullosa y rica, que da a la ciudad de Salta un esplendor
desconocido en el resto del Río de la Plata. Esta aristocracia es dueña de la tierra, repartida en grandes estancias, dedicadas en las zonas bajas a la
agricultura del trigo y de la vid y en las altas al pastoreo.
Desde la
altiplanicie desierta hasta las tierras bajas tropicales se extienden
posesiones de algunos de los grandes señores salteños[2].
Esa aristocracia señora de la tierra, domina también el
comercio salteño. Al borde de la ciudad se celebra anualmente una feria de
mulas, “la más grande del mundo”, al decir de Concolorcorvo[3].
La aristocracia salteña
concentra así un poder económico sin igual en el Río de la Plata[4]. Ese prospero grupo ha adquirido sólo
recientemente su plena gravitación: ha sido la reorientación atlántica de todo
el sur de la América española la que aumentó la importancia comercial de Salta[5].
El proceso de ascenso de estas familias sigue
un curso uniforme: los fundadores de esas dinastías, llegados a Salta como
burócratas o como comerciantes, alcanzan
el acceso a la tierra casi siempre por entronque con mujeres pertenecientes a
familias más antiguas. Sin duda la riqueza mercantil contribuyó así a activar el
ritmo de la explotación rural salteña.
Este grupo dominante, sin
embargo, se ve a sí mismo como muy antiguo y consolidado. Su hegemonía
económica va acompañada de un prestigio social que parece inconmovible; la
diferenciación social se apoya – en Salta más que en el resto del área
rioplatense- en diferencias de sangre; si la plebe mestiza aparece caracterizada por una
obediencia resignada, la aristocracia blanca ve con mayor recelo a las escasas
figuras marginales a quienes la estructura urbana permite afirmarse. Una
secreta tensión nace de esa estructura social tan fuertemente polarizada; en Salta, antes que en ninguna otra
comarca rioplatense, y con más intensidad que en cualquier otra, la revolución
contra el rey adquiere carácter de lucha social. Lucha desesperada y de
efímeros resultados: a mediados del siglo
XIX Salta ha vuelto ser una provincia en la que “no hay pueblo”; la plebe
tributarios mestizos no cuenta.
La cadena montañosa con sus altas cumbres nevadas,
proporciona a Tucumán una red
fluvial muy rica y densa, que crea un oasis subtropical de antigua prosperidad,
apoyada sobre todo en el comercio y la artesanía. La ciudad de Tucumán es
centro vital de la ruta entre Buenos Aires y el Perú; un próspero grupo de
mercaderes debe su riqueza a este hecho decisivo. En la ciudad son muchos los artesanos dedicados al
trabajo en maderas duras que la zona produce espontáneamente en sus bosques
naturales, y a la fabricación de carretas, utilizadas en la ruta a cuya vera la
ciudad ha crecido. En las pequeñas estancias los propietarios instalaban
curtiembres para los cueros de sus propios ganados y los que iban a
comerciantes principales de la ciudad. La ganadería (vacas, caballos y mulas
para el Perú) y la agricultura –arroz, exportado a todo el Virreinato) se
orientaban hacia el comercio, pequeña industria de sebo y jabón. La tejeduría
doméstica, recurso de la población campesina, no alcanzaba a satisfacer las
necesidades locales.
Esta estructura económica garantiza la hegemonía social de
quienes gobiernan la comercialización y están en condiciones de hacer los
anticipos necesarios para mantener en marcha la producción.
Santiago del Estero es una
región extremadamente pobre; Santiago es el equilibrio demográfico rioplatense una suerte inagotable
centro de altas presiones; emigrantes temporarios o definitivos, los santiagueños son base humana
indispensable para todas las empresas agrícolas del Litoral. En su
tierra avara, formada por estrechos oasis paralelos – los del los ríos Dulce y
Salado- que separan la estepa del bosque chaqueño, deben defender contra el indio una frontera demasiado
extensa, mal protegida por una rala línea de fortines. Las actividades dominantes son el comercio y la agricultura; esta
última compartida entre el maíz de consumo local y el trigo, destinado a otras
regiones más prósperas y exigentes. Una ganadería muy pobre arraiga
en zonas esteparias; al este y al oeste, en el bosque chaqueño y en la franja
desértica, una población inestable vive de la recolección de miel y cera
silvestre en la selva (tiempos en que el azúcar era caro y escaso y el culto
ocupaba una gran parte en la vida colectiva), grana del desierto; las primeras
destinadas sobre todo a la exportación, la segunda en buena parte a ser
empleada para tinte de los tejidos de lana que la región produce.
En esta región pobre la
tejeduría doméstica florece; mientras los hombres abandonaban la tierra, las
mujeres tejían lana en telares domésticos. En primer
término para consumidores locales y luego para la venta en el Litoral; la
cercanía y pobreza, hacía que Santiago pudiese competir en ese mercado con los
productos de los obrajes indígenas peruanos, ofreciendo para los más pobres
telas y ponchos cuyo mérito principal era la baratura. Esa producción, como la recolección de
las zonas marginales, se hallaba por entero dominada por los comerciantes de la
ciudad de Santiago, frecuentemente propietarios en las zonas rezagadas. Estos
comerciantes dominan por otra parte lucros que derivan por hallarse Santiago en
el camino del Perú.
Córdoba; la ciudad extiende su jurisdicción
hacia el norte y el oeste, tierra de estepa, valle y sierra, y más
cautelosamente hacia el sur, hacia
la pampa, que debe conquistar de los indios y luego defender contra sus
retornos ofensivos. Córdoba cuenta con un largo pasado
agrícola, pero a principios del siglo XIX le alcanza un acceso de la expansión
ganadera que está transformando más profundamente el Litoral. La clase alta está muy vinculada a
esta actividad en expansión. El ascenso de los ganaderos no implica una
discontinuidad dentro de la oligarquía que domina la ciudad y la región; se
trata más bien de una reorientación de las actividades económicas de sus
miembros, que favorece a la ganadería frente al más tradicional comercio urbano. Esto no implica que el primero sea
descuidado; sus mayores lucros parecen obtenerse en la zona serrana - de propiedad más dividida, orientada hacia
la agricultura y el ganado menor- donde florece también la tejeduría doméstica,
que subsiste gracias al celo de los comerciantes que recorren las serranías
vendiendo a crédito a las tejedoras, para cobrarse luego con su trabajo.
La sierra cordobesa es
–como Santiago- una tierra de emigración.
La clase alta que domina con su superioridad
mercantil las serranías, que es dueña de las mejores tierras ganaderas en la
llanura, domina también en la ciudad; las familias rivales se disputan las
magistraturas laicas y eclesiásticas, los cargos universitarios. Esa hegemonía
se ha afirmado sobre todo luego de la expulsión de los jesuitas. La expulsión
anticipa así transformaciones que en otras partes del país se darán más
tardíamente. Una clase dominante muy rica y a la vez muy pobre –rica en
tierras, pobre en dinero- en cuya existencia un estudioso actual ve uno de los
rasgos más originales de la historia argentina del ochocientos, y que en efecto
dará sus modalidades propias al litoral ganadero, se insinúa ya ahora en Córdoba.
Aquí la ruta peruana entra
por fin en el Litoral. En la medida en que ese comercio no desaparece a causa
de la reordenación económica que implica la introducción del comercio libre
dentro del imperio español, la región logra conservar indemne su prosperidad
hasta 1810. Sin duda esta continuidad oculta mal los signos de futuro peligro:
cada vez más el interior mercantil es intermediario entre el Perú y el puerto
atlántico; cada vez más la exportación y comercialización de los productos
locales es dejada en segundo plano; el comercio libre es en parte responsable
de la aceleración de ese proceso. ( a la vez
intensifica el comercio interregional y con ello asegura en lo inmediato un
nuevo plazo de vida al sector del interior tan vinculado con ese comercio).
No convendría por otra parte
exagerar las consecuencias negativas del nuevo régimen de libertad comercial
inaugurado en 1778. No parece que éste haya amenazado la
estructura artesanal de la región en particular; por el momento la importación
ultramarina era sobre todo de telas finas, que no entraban en concurrencia con
la tosca tejeduría local; ésta estaba más amenazada por las telas del Alto y
Bajo Perú – cuya baratura (gracias a la miseria indígena) resistía los altos
costos del transporte.
Muy distintas eran las
consecuencias del comercio libre en la zona occidental del Interior, que
eslabonaba al pie de los Andes y las sierras precordilleranas sus oasis
agrícolas. Aquí, la colonización española había
creado pequeñas réplicas de la agricultura mediterránea: vid, trigo, frutas
secas. De esta producción local sólo el trigo quedaría relativamente abrigado
de las consecuencias del nuevo régimen comercial; los altos costos de
transporte marítimo iban a poner a su eventual mercado consumidor a salvo de la
concurrencia metropolitana. En cambio ésta tuvo efectos devastadores para otros
rubros más lucrativos de la agricultura: el vino de Cataluña, el aceite y las
frutas secas de toda España eran en Buenos Aires más baratos que los frutos de
esa apartada región de su virreinato.
El sector más septentrional
del Interior andino era Catamarca, conjunto de valles paralelos, muy mal comunicados entre sí,
más anchos que en Salta. El más grande de estos valles es el que da nombre a la
región; sustenta una población
densa dedicada a la huerta y el viñedo. En los valles menores y a medida que aumenta la altura, el
trigo y la crianza de ganados-adquieren creciente importancia. Para su producción agrícola, Catamarca encuentra
mercado casi único en Tucumán; desde toda Catamarca el vino se orienta hacia la
región vecina, donde la cercanía le permite defenderse mejor de la concurrencia
de sus rivales más meridionales, San Juan y Mendoza. El aguardiente
alcanza mercados más lejanos, aunque con dificultad creciente. Se conserva aún
el cultivo de algodón, que en el resto del Interior no ha sobrevivido a los
derrumbes demográficos del siglo XVII. El algodón catamarqueño, bajo forma de tejidos de uso cotidiano para
los más pobres, encuentra hasta 1810 salida en el Interior y el Litoral; sin
duda la exigua producción no amenaza el predominio de las telas peruanas, pero
sobrevive sin dificultad a su lado. La crisis del algodón llegará luego de 1810; la del vino y
aguardiente es 30 años anterior, y con ella sucumbe la estructura comercial tradicional.
Para sobrevivir en el nuevo clima económico, es preciso vender cada vez más
barato, y son los propios productores quienes, en largas peregrinaciones,
llevan a vender sus vinos y licores. La desaparición del viejo sector
hegemónico no abre aquí el paso a un grupo de propietarios de tierras. En la
vida catamarqueña domina una institución rica y respetada: la orden
franciscana, establecida desde la conquista, luego de una efímera
evangelización jesuítica, representada por un antiguo e ilustre convento de la
capital y por un santuario ya celebre en todo el Interior el de la Virgen del
Valle.
La Rioja, tierra poblada desde muy antiguo, que se beneficia también ella desde
principios del siglo XIX con el ascenso ganadero, y aún más con la
intensificación del tráfico en el Interior.[6]
La tierra se puebla y se enriquece; al ganado
menor, que predomina en todo el interior, se agrega ahora el mular, exportado
en parte al Perú y Chile.
Quienes jurídicamente son
españoles y libres de tributos viven en La Rioja muy oprimidos por sus señores. Toda la región es de gran propiedad,
en La Rioja occidental este señorío cae con peso insoportable sobre la plebe
resignada; la modesta riqueza de la clase señorial impide que se den aquí los
contrastes tan característicos de Salta, pero todavía a mediados del siglo XIX
la suerte de los campesinos del oeste riojano parecerá más dura que la de los
salteños. Los señores campesinos llenan
con sus rivalidades la historia local, ya agitada en tiempos coloniales; las estructuras urbanas son débiles;
la capital aparece como miserable aun para aquellos que sólo tienen como
término de comparación las ciudades vecinas, apenas dignas de ese nombre.[7]
San Luis; la ganadería que provee
de carnes a las vecinas de San Juan y Mendoza y envía algunos cueros al
Litoral, la muy difundida tejeduría doméstica, los reducidos cultivos de huerta
completan el breve censo de actividades de la región puntana, insuficientes
para sustentar a una población en descenso; también San Luis, como Córdoba,
como Santiago, proporciona su contingente humano al Litoral en ascenso.
San Juan y Mendoza están
destinadas a ser “las dos únicas provincias agrícolas del país”. las
regiones de Mendoza y San Juan tienen por núcleo dos oasis; estos oasis están
consagrados al cultivo de regadío cuyos primeros rudimentos vienen de tiempos
prehispánicos. Mendoza,
en la ruta entre Buenos Aires y Chile, es un centro comercial importante, que
resiste mejor que su vecina, del norte las consecuencias de la crisis viñatera.
Pero el vino no es el único rubro de producción
mendocina; hay también una agricultura del cereal, una explotación ganadera
dedicada más bien que a la producción al engorde de ganados par consumo local y
para Chile. Todas estas actividades están bajo la dirección de un grupo
dominante de comerciantes y transportistas, que logra equilibrar las pérdidas
aportadas por el comercio libre a la agricultura local con las ventajas
implicadas en la reorientación atlántica de la economía chilena.
Se ha dicho que San Juan no es tan afortunada. La que
ha comenzado por ser ciudad más importante de la región cuyana entra en
decadencia acelerada en 1778. Ni la situación al margen de las rutas
practicables por carretas, ni la distancia, habían cerrado antes del comercio
libre el camino del Alto Perú, de Tucumán, de Córdoba, de Buenos Aires, al
aguardiente y al vino de San Juan. Luego del
derrumbe de precios que produjo la libertad comercial, sólo era posible, en San
Juan como en Catamarca, el comercio ejercido en pequeña escala por los propios cosechadores que recorrían
los centros de consumo, hasta Salta, hasta el Potosí, hasta Tucumán, Santa Fe,
Buenos Aires, donde los arrieros sanjuaninos abrían ventas improvisadas con
gran desesperación de los recaudadores, que no sabían que derechos podrían
precisamente cobrarles.
El vino,
y sobre todo el aguardiente eran la riqueza casi única de San Juan con ella era
preciso comprar la carne para comer (de Mendoza), la lana y los cueros (de
Cordoba y San Luis) y aun las mulas utilizadas para sus trajinerías. San Juan mostraba hasta sus últimas consecuencias el
resultado de una coyuntura sistemáticamente hostil al interior agrícola,
producida por el comercio libre[8].
Sólo lentamente se prepara una
alternativa a la antes dominante agricultura de la vid; es la de las forrajeras
para el ganado trashumante. De todos modos el cambio no logrará devolver
a San Juan la prosperidad perdida, y por otra parte ha de madurar sólo con
lentitud: sólo la expansión minera del norte de Chile, en la etapa
independiente, afianzará esta nueva economía ganadera.
a)
EL
ASCENSO DEL LITORAL
Tampoco lo que iba a ser el
Litoral argentino formaba un bloque homogéneo; en su estructura estaba marcada la huella de una historia
compleja. Litoral noroccidental los jesuitas
tenían su mayor posesión hispanoamericana[9],
(pero las Misiones no eran sino un aspecto, sin duda el más importante, de una
estructura que las sobrepasaba). Su algodón, su yerba mate – jesuitas con gran
empeño difundieron hasta el reinado de Quito, haciendo así una riqueza de un
antes despreciado arbusto silvestre- sus ganados (en aumento a partir del siglo
XVIII), se orientaban hacia el Interior
a través de Santa Fe, que debía su prosperidad a esta situación de
intermediario ineludible entre las Misiones y el Interior más que a su
situación intermedia entre el Paraguay y Buenos Aires. Todo eso comenzó a disgregarse antes de la expulsión: el
centro de gravedad se desplazaba hacia el sur, de las tierras algodonales y
yerbales a las estancias de ganados del Uruguay; Santa Fe, a mediados del siglo
XVIII, dejaba de ser “puerto preciso” en la navegación del Paraná. Tanto en las Misiones como en Santa Fe una estructura
compleja y diversificada dejaba lugar a una más simple y en cierto sentido
primitiva: la dominada por la ganadería. Aspecto
de un proceso que abarca a todo el Litoral, que hace que el ritmo de avance sea
más rápido allí donde las estructuras heredadas no traban el ascenso ganadero
impuesto por la coyuntura. Si Buenos Aires
como capital de todo el Litoral y puerto de todo el sector meridional del
imperio español; progresa aceleradamente, su campaña, poblada desde antiguo,
adelanta mucho menos que las zonas que acaban
de abrirse a la colonización, libres de trabas económicas y humanas. Entre
Ríos, Banda Oriental del Uruguay, son las zonas de más rápido progreso.
Estos centros son 3: Corrientes-Santa Fe- y Buenos Aires.
De ellos el más rústico y
pobre es Corrientes, centro apenas nominal de una vasta campaña que se abre
rápidamente al pastoreo. La historia en
ese comienzo del siglo XIX se resume en el esfuerzo inútil de la ciudad por
dominar su territorio. Pero éste tiene su vida propia, que –pese a las quejas
de comerciantes y represiones de capitanes intendentes- se desenvuelve al
margen de la de su capital, y aun al margen de
la ley. Mientras los grandes propietarios de tierras viven en la ciudad,
en sus estancias los capataces, los peones, los esclavos, comercian con un
ganado que crece rápidamente. Mercaderes de cueros recorren la campaña
correntina: en la alta costa del Paraná cada lugar puede ser un puerto
improvisado, llevan a Buenos Aires los cueros adquiridos. Sobre este esquema
fundamental de la vida en la campaña correntina se tejen variaciones infinitas:
toda una humanidad en ruptura con la ley se adivina tras esos capataces y
peones no muy leales a sus amos: son frecuentes en montes correntinos
bandoleros y esclavos alzados.
En todo caso, si la ciudad
de Corrientes no controla la riqueza ganadera que crece en su campaña,
participa en parte de ella: no sólo residen en la ciudad los mayores
hacendados; hay también curtidurías que utilizan los cueros de la campaña. Pero
la ciudad vive sobre todo del comercio y la navegación: su industria naval
construye no sólo todos los barcos que navegan el Paraná y el Plata, sino
también algunos que afrontarán la travesía del Atlántico.[10]
Corrientes tiene también un comercio muy activo: luego de la expulsión de los
jesuitas, comerciantes correntinos compiten con éxito notable con los asunceños
en el tráfico de yerba y algodón de las Misiones.
En las Misiones, luego de la expulsión de la Compañía, los
modos de vida impuestos entran en disgregación. La expulsión no ha implicado
cambio ninguno de régimen; de hecho la acción de sacar rápido provecho de una
vida durísima que no era ya afrontada siguiendo mandato divino hizo que el
régimen subsistiera sobre todo como medio de super explotación: el sistema de
comunidades elaborado por los jesuitas a partir de instituciones prehispánicas
fue mantenido para impedir el dominio individual de los indios sobre tierras y
cosechas, pero las comunidades eran sistemáticamente saqueadas por sus
administradores.
Las aldeas indígenas se abrían a la presencia
de turbios traficantes asunceños y correntinos que con la complicidad no
gratuita de los administradores, se constituían en monopolistas para la
adquisición de los tejidos de algodón. En ese contacto los indígenas se
europeizaban rápidamente en traje y costumbres.
La población misionera se derrumbaba
rápidamente: el régimen jesuítico había asegurado a la zona, abrigada contra el
derrumbe demográfico del siglo XVII, una densidad alta. Ahora esa población iba
a volcarse a las tierras ganaderas que acababan de abrirse al sur de las
Misiones. Todo el Litoral aprendió a conocer a los guaraníes de Misiones: las
estancias jesuíticas del Alto Uruguay, luego todo Entre Ríos y la Banda
Oriental.
Mientras en las Misiones septentrionales, cuya
vida agrícola requeriría un duro trabajo de una abúndate población, los
guaraníes eran dueños indiscutidos del terreno, y seguían cultivando su yerba y
su algodón y tejiendo sus telas. La expansión guaraní
chocó pronto con la española: a pesar de todas las prohibiciones las tierras
misioneras eran pobladas por hacendados de Buenos Aires y Montevideo. Hallamos
aquí el clima típico del Litoral a principios del siglo XIX: una acelerada
expansión económica deja atrás las posibilidades de institucionalización
jurídica como las del avance demográfico.
Santa fe era en el Litoral,
otro factor del sistema jesuítico; como tal había entrado en crisis a mediados
del siglo XVIII. En decadencia como centro de comercio
terrestre y fluvial, conoce sin embargo una prosperidad creciente gracias a la
ganadería. En la ciudad no hay ya actividad artesanal; el comercio
–excepto el ganadero- no da excesiva riqueza ni prestigio[11]. Luego de la guerra con Inglaterra, la
cría de ganados para cueros se detiene en su expansión, pero Santa Fe,
aprovechando su relativa cercanía del Interior y las viejas rutas que con él la
unen, se enriquece con la cría y el comercio de mulas, que los grandes
productores llevan a vender, hasta Salta y Potosí. Son estas las actividades
que dominan la economía santafesina. Pero, como un sustrato bajo la nueva
estructura ganadera, Santa Fe conserva la memoria de lo que fue; la iglesia
tiene en la vida santafesina un peso que no tendrá en el Litoral de
colonización más reciente, y Santa Fe, solidaria en intereses como éste, tiene
otra solidaridad más secreta con las tierras de vieja colonización, que
contribuirá a dar un matiz propio a la actuación de la provincia en el período
independiente. Otro elemento de peso en la vida santafesina: la fuerza militar
que defiende al norte, una línea de fortines contra los indígenas situados en
peligrosa cercanía de la ciudad.
Al sur de Santa Fe, en la
orilla derecha del Paraná y el Plata, se encuentra
la campaña de Buenos Aires, a la que se ha logrado despejar sólidamente de
indígenas hasta el Salado. Al norte de la capital una llanura ondulada,
rica en arroyos; al sur, la pampa horizontal, abundante en lagunas. A estas diferencias geográficas la
colonización ha agregado otras. La campaña porteña está marcada por las
huellas del largo proceso a través del cual fue poblada: norte-San Nicolás, San Pedro, Pergamino,
Areco- se han formado estancias medianas, en las que la agricultura combina con
la ganadería. La zona oeste: Morón-Luján- Guardia de Luján predominio agrícola y de propiedad más
dividida –la explotación también lo está, necesariamente-; sudoeste: Lobos
Navarro y Monte se da la transición hacia formas de explotación mixta, unidades
más extensas que en el norte; sur: San Vicente-Cañuelas-Magdalena el predominio
es ganadero. Estas
divisiones marcan una tendencia a la diferenciación local más bien que
oposiciones totales. En todo caso al sur las mayores extensiones delata una
colonización más reciente (aunque una corriente de colonización igualmente
reciente extiende la pequeña propiedad agrícola hacia el oeste, a partir de
Luján); el norte es tierra de menores posibilidades de expansión, de población
más asentada y más refractaria a las innovaciones.
Sobre estas diferencias intenta actuar como elemento
nivelador el esfuerzo social de colonización
que, a partir de 1782; establece poblaciones destinadas por sus
fundadores a la agricultura, mediante la cual se busca asegurar la línea de
frontera contra el indio. Esfuerzo que trae labriegos peninsulares[12] a la
campaña rioplatense. La relación entre agricultura
y ganadería es compleja para que la acción del poder político pueda influir
decisivamente en ella. A
mediados del siglo XIX dos hechos nuevos- la concurrencia de harina
norteamericana y la expansión de la ganadería de ovinos y del tambo- limitarán
el predominio agrícola en el oeste de la campaña porteña. La agricultura tiene
su centro en los distritos occidentales, con algunos islotes menores (San
Isidro: norte de la capital, zona triguera muy estimada a fines del siglo
XVIII). Labradores, dificultades: no todos
eran propietarios[13] aun
los propietarios debían entregar parte importante como diezmo y primicia;
necesitaban auxilio temporario (para siembra y cosecha) de una mano de obra
escasa, cara y muy poco rendidora: campesinos llegados todos los años como
emigrantes temporarios de Santiago del Estero, Córdoba y San Luis, braceros de
la capital, desocupados y vagos arrestados por la fuerza pública. He aquí un rasgo constante de la vida campesina
litoral: el trabajo asalariado tiene en ella un papel necesario, aún tratándose
de los propietarios más pobres. La carestía de la tierra y la carestía del trabajo son dos
dificultades importantes; otra aún más grave es la carestía del dinero. Sí puede pensarse que los labradores
se alimentan con recursos propios y no comprados, no sólo la mayor parte de su
producción está destinada al consumo urbano sino que un sistema de compras
anticipadas y ventas a crédito de semilla para siembra se injerta en el mismo
proceso productivo colocando a los labradores en la misma situación que en el
Interior conocen curtidores y tejedoras respecto de sus mercaderes. Con el agravante
de que aquí solo el alimento diario escapa a los circuitos comerciales: la tela
con que se cubren los labradores, los
enseres modestos, para vivienda y trabajo son comprados con dinero[14].
Dentro del marco de esa misma
economía buscan alivio acudiendo al transporte como actividad complementaria:
los pueblos agrícolas del oeste –Luján- Pilar-Guardia de Luján- luego
Chivilcoy- son los pueblos carreteros; esta duplicación de funciones se debe a
los escasos rendimientos de la agricultura.
Al revés de lo que ocurre en el Interior, donde el transporte se halla en manos
de los más ricos propietarios y mercaderes, dueños de verdaderas flotas de
carretas, en Buenos Aires son enjambres de carreteros, dueños de uno o dos
vehículos, los que llevan a la ciudad la cosecha de cereales y emprenden hacia
la ruta norteña.
La agricultura sobrevive
penosamente, dominada por comerciantes de granos y harina inclinados a la
especulación –agitada por las violentas crisis de escasez y abundancia que
derivan de un único mercado, el de Buenos Aires, cuya capacidad de consumo es
muy poco elástica. En estas condiciones las medidas estabilizadoras tomadas
por el Cabildo, regulador de la agricultura del cereal[15]
tienen limitado éxito. Las disposiciones son las tradicionales en el arsenal
administrativo metropolitano y colonial: prohibición de exportaciones,
reglamentación estricta de las transacciones, con prohibición de vender trigo
fuera de ciertos lugares y a quienes. Pero en el nuevo clima intelectual
aportado por la Ilustración se tiende a verlas con hostilidad: la libertad de
exportación de granos, asegurando precios altos, favorecería una expansión de
la producción agrícola y una abundancia de grano desconocida.
El trigo rioplatense es demasiado caro (pq los
salarios rurales son altos) para que pueda ser exportado sino en momentos
excepcionales; el resultado de la libre exportación sería entonces una
acentuación y no una atenuación del desequilibrio del mercado cerealero local. Los hechos – luego de que la revolución conceda la libertad
de exportar- van a confirmar las previsiones de Vieytes; durante decenios el
cereal local no podrá competir con el extranjero, y sólo podrá reservársele un
lugar en el mercado interno mediante prohibiciones de importar.
En todo caso la agricultura
sobrevive pese a tantos elementos negativos; esto tiene causas muy comprensibles. La explotación ganadera había sido primero destructiva;
hacia 1730 el éxito mismo de las expediciones contra las vacadas sin dueño
obligará a un nuevo tipo de explotación sobre la base de rodeos de estancia.
Pero a partir del comercio libre el ganado manso sufre un proceso de
explotación destructiva que recuerda al que terminó con el cimarrón: hacia 1795
hay ya motivos para creer que terminará por faltar ganado en Buenos Aires.
Ese estilo de explotación ha
sido censurado, y no hay duda de que en él se manifiesta ya una tendencia
peligrosa a regular el ritmo de producción por el de una demanda externa muy
variable; en estos comienzos de la nueva economía rioplatense, abierta al
mercado mundial, se advierte, ya cuáles serán sus rasgos negativos.
Pero hay también otras
razones para esta política suicida: la ganadería de la campaña de Buenos Aires
comenzaba a sufrir la dura competencia de la entrerriana y oriental. Allí había ganado sin dueño, tierra
libre de trabas jurídicas y económicas [16]. A fines siglo XVIII, se dice que la
“campaña porteña es miserable en comparación con la de Montevideo” –carencia de
leñas y aguas y la amenaza indígena- razones que no son las únicas de todos modos
la campaña porteña no es ya el lugar óptimo para la ganadería.
La guerra desordena la
explotación de cueros y frena la expansión ganadera.[17]
En Buenos Aires, como en
Santa Fe, la cría de mulas, menos necesitada de hombres y tierras que la
vacuna, tiende a expandirse. A l mismo
tiempo la guerra deja aisladas a zonas tropicales consumidoras de cereales: el
trigo rioplatense toma el camino de Cuba, Brasil[18].
Pese a esa coyuntura desfavorable, la ganadería seguía
siendo el centro de la vida económica de la campaña porteña. La estancia es el
núcleo de la producción ganadera, que en ella se combina con la agricultura
cerealera. En la estancia una población reunida por la posibilidad
de hallar trabajo, sin vínculos familiares se consagra a una tarea que no exigen
esfuerzos demasiado prolongados según el calendario. Pero esas tareas
especiales: doma-yerra suelen estar a cargo de respetados especialistas que
recorren la campaña de estancia en estancia y reciben salarios sin proporción
con los de los peones permanentes; esta población itinerante tiene muy poco en
común con la de los despreciados braceros agrícolas.
Los peones comparten su
labor con esclavos negros, bajo la dirección de capataces que suelen ser
mulatos y alguna vez negros libres. Se ha dicho ya que la mano de obra necesaria
para una explotación ganadera es escasa. Más exigente es la explotación
en lo referido a las condiciones del suelo: es necesario tener aguas
permanentes; los arroyos y lagunas no sólo sirven para abrevar el ganado sino
que son imprescindibles para acorralarlo en el momento de separar los rodeos.
Junto con la estancia se da una más reducida
explotación ganadera, de dueño de
tropillas y majadas sólo parcialmente sustentadas en tierras propias, que se
manejan arrendando u ocupando baldíos. Esta
explotación ganadera menor; los grandes propietarios y autoridades la ven como
una fachada legal para el robo y el comercio ilícito; otra razón para la
enemistad con que se la considera: es un centro de atracción para una mano de
obra ya escasa y por lo tanto cara. Se
manifiesta aquí también un rasgo duradero de la vida rural rioplatense: el
hambre de tierras de los grandes propietarios, su tendencia al monopolio
fundiario, es menor que el intento de cerrar desemboques al trabajo humano.
Actitud que se continúa en la simpatía por los proyectos de trabajo forzado.
Esa campaña se desarrolla más lentamente que
las tierras nuevas de más allá del Paraná y el Plata; la dura concurrencia
económica de esas regiones que se abren a la colonización contribuye a crear en
la vida rural porteña algo de tenso y difícil.
Más allá del Paraná perduran en un clima
económico nuevo, las circunstancias que reinaban en Buenos Aires hasta 1750. Allí
todavía conviven la ganadería de rodeo y las cacerías del cimarrón en esa tierra
sin dueño pueden labrarse grandes estancias: propietarios santafesinos se
adueñan de la tierra frente a la ciudad de Santa Fe, en la occidental del
Uruguay la mayoría de propietarios que vienen de Buenos Aires mientras la
colonización organizada desde Madrid introduce nuevos habitantes de origen peninsular.
La zona central de Entre Ríos, tierra de
colinas y arroyos en la que sólo lentamente se introduce la ganadería. La Banda
Oriental presenta un escenario complejo: al sur la autoridad de Montevideo
domina una zona de quintas y granjas
(escasas) y estancias de ganado manso. Al
oeste (tierras que pertenecieron a las misiones de Soriano y a las jesuíticas
son fuente de perturbación; en ellas se mantiene un estilo de explotación más
primitivo, con intensa matanza de ganado
cimarrón; los pobladores permanentes son desalentados por la persecución de los
poseedores de tierras, que se convierten en centros de sacrificio de ganado sin
dueño y bases de contrabando hacia el Brasil. Al revés de lo que ocurre en
Buenos Aires, donde solo pequeños ganaderos sobreviven penosamente gracias a
una economía destructiva, en la Banda Oriental ésta enriquece a grandes
hacendados del Norte y sobre todo a mercaderes de Montevideo. No es
extraño entender las tímidas medidas del poder político, alertado por quienes
temen la extinción total de los ganados. Ni siquiera la guerra detendrá la
matanza: los cueros se acumulan en Montevideo, mientras que la pequeña ciudad
cambia velozmente de aspecto, y pasa de las cabañas a las casas de teja.
El primitivismo de la vida
ganadera oriental va acompañado por un progreso técnico superior al de Buenos
Aires: en la ribera septentrional del Plata, cerca de la Colonia del Sacramento
definitivamente arrebatada por los portugueses, surge el primer saladero de la
región[19]. La industria del salado en la oriental es
beneficiada por la coyuntura de guerra, que
aísla a los centros consumidores tropicales de sus tradicionales fuentes de
aprovisionamiento europeas. Pero al revés de lo que ocurre con la agricultura
cerealera, la producción de la carne salada cuenta con demasiadas facilidades
locales, como para que su primera expansión no deje como consecuencia
permanente una industria muy arraigada.
La región de estancias del
sur[20]
por otra parte encuentra ventajas en la existencia de corriente de comercio
ilícito hacia el Brasil, asegurada por la misma población marginal cuyas
depredaciones deplora: las mulas de la Banda Oriental tuvieron su parte en la
expansión minera brasileña; en la plena guerra napoleónica, mientras los cueros
se apilaban en Montevideo, los puertos del sur del Brasil tenían abierta la
ruta con Inglaterra. La
existencia de estos desemboques era más fuerte que cualquier legislación
prohibitiva, y el comercio clandestino con el Brasil se había constituido en
una de las bases de la economía rural oriental.
Había aún otras razones para el relativo
aislamiento de Montevideo[21]ciudad
fortificada, ciudad de guarnición, tiene una población de origen peninsular
numerosa, que no depende para su subsistencia del orden económico local, sino
de la capacidad de la administración imperial para atender sus salarios[22].
La ciudad aislada de su
campaña influye muy poco en ella: la Banda Oriental , como Entre Ríos, mantiene
entonces en su sector rural un primitivismo que nos devuelve al clima del Río
de la Plata anterior a 1750, acompañado ahora por una frenética aceleración del
ritmo económico, que es por otra parte muy propia de la nueva relación entre la
zona y sus metrópolis comerciales. Este
acelerado y desordenado desarrollo tiene consecuencias en toda la vida de la
región; una extrema inseguridad jurídica reina aquí en todos los órdenes.
En las zonas que habían sido jesuíticas todos los pobladores eran en rigor
ocupantes ilegítimos de tierras colocadas bajo el dominio nominal de las
comunidades indígenas; por otra parte interesaba sobre todo en cuanto permitía
actividades marginales –como la matanza de cimarrones- que no eran ejemplos de
respeto a la legislación vigente.
Pero esa inseguridad se
extendía a la vida toda: daban a la estructura social que surgía en la zona un
dinamismo mayor que el potencialmente existente en otras comarcas rioplatenses;
esa diferencia se haría sentir a lo largo de todo el proceso revolucionario.
Esa vaga humanidad reunida
por el progreso económico de Entre Ríos y la Banda Oriental se ubicaba
totalmente fuera de la legalidad. En la Banda Oriental aparecen ya, en el siglo XVIII los gauchos denominación
despectiva de los ladrones y contrabandistas de ganado y cueros. Junto con
los gauchos los indios, chanaés, charrúas rebeldes al dominio pero no al
contacto con los colonos.
Gauchos e indios pueden
subsistir al margen del proceso económico normal, porque paralelamente con él
se desenvuelve otro apenas clandestino que, como ya se ha señalado, une a
aspectos destructivos la función de mantener abierta la ruta brasileña, vital
para la economía oriental.[23]
En la otra orilla del Plata,
desde 1750 los indios presionan sobre las tierras españolas: para ellos, como
para los colonos, el fin del cimarrón obliga a un cambio total en el modo de
vida. Junto con él se da la aparición en la tierra adentro de
araucanos chilenos, poseedores de una organización más estricta, tanto en paz
como en guerra, a la que no renuncian al abandonar sus hábitos labriegos para
hacerse pastores. Esa superioridad les permite ganar rápidamente el predominio
sobre los anteriores pobladores indígenas de la Pampa, a los que unen en vastas
confederaciones. La defensa de la frontera, desde Buenos Aires hasta Mendoza, pasa a
ser una de las tareas más urgentes del gobierno colonial.
Se establecen nuevas
guardias y fortines; hacia comienzos siglo XIX puede decirse que la situación
se ha estabilizado luego de varios años en que no se asiste a ninguna gran
invasión de indígenas. Pero el robo de ganados y de hombres
sigue siendo para éstos parte de su modo de vida, apenas cambiado cuando el
robo se complementa con la recepción de subsidios. Lo que es más grave, la amenaza
indígena no disminuye al progresar la asimilación de los indios a usos
culturales recibidos de los colonos. En efecto, esos usos implican la creación
de nuevas necesidades que sólo el robo puede satisfacer, dicho robo se apoya
por otra parte en la complicidad de sectores enteros de la población cristiana, desde esos hacendados chilenos,
cordobeses o mendocinos que compran en gran escala los ganados robados hasta
los comerciantes y los squatters de la frontera que protegen y –según sus
acusadores- a veces organizan las incursiones cuyo botín de cueros comparten.
Así se organiza en la frontera un sistema hostil al mantenimiento del
orden productivo para las estancias, que llega muy lejos en sus complicidades. Es en particular la población
marginal –indios separados del orden tribal, a veces convertidos; cristianos
instalados con demasiada seguridad en tierras de frontera para otros
peligrosas, sin que la posesión, a menudo apoyada en bases jurídicas muy
endebles, les sea disputada – la que mantiene esa lenta sangría de la economía
ganadera. De este modo, si la existencia
de la frontera indígena abre un segundo camino para el comercio con Chile, esta
función no tiene para la economía general de la campaña porteña las
consecuencias beneficiosas que aporta para la oriental la ruta brasileña, y por
otra parte cobra por ese dudoso servicio un precio muy alto.
Junto con el fruto del saqueo, los indios
venden por ejemplo los de la cacería: plumas de avestruz, cueros de nutria, y
esos extraños animales: quirquinchos, mulitas, peludos. Y no todos los cueros
son robados; también en las tierras de indios hay rodeos. Por último el
campesino litoral, cuya mujer casi nunca teje, estima entre todas las telas a
las que viene de tierra adentro, urdidas por las pacientes tejedoras araucanas;
el poncho pampa es preferido al más pesado y menos abrigado del interior, será
preferido en el futuro al de lana inglesa, que sólo tendrá en su favor la
baratura.
a)
BUENOS
AIRES Y EL AUGE MERCANTIL
La tierra adentro se
vincula, por lo menos económicamente, con el Litoral en ascenso. Capital de ese litoral es Buenos Aires, cabeza desde 1778 de un virreinato, protagonista
desde los primeros años del siglo XVIII de un progreso destinado a no detenerse[24].
Este crecimiento acompañado de una rápida expansión demográfica- no se apoya tan sólo en el ascenso económico del Litoral; es consecuencia de su elevación
a centro principal del comercio ultramarino para el extremo sur del imperio
español de este modo, la prosperidad del centro porteño está vinculada de lo
que sus beneficiarios creen al mantenimiento de la estructura imperial.
Buenos Aires es entonces,
básicamente una ciudad comercial y burocrática, con actividades complementarias
(artesanales y primarias) destinadas a atender la demanda alimentada en primer
término por quienes viven de la administración y el comercio. La importancia
comercial de Buenos Aires es anterior a las reformas de la década del 70. Pero es indudable que esas reformas consolidan y
aceleran el ascenso comercial de Buenos Aires; facilitan el establecimiento de
un núcleo de grandes comerciantes que adquieren bien pronto posición hegemónica
en la economía de todo el virreinato.
Este núcleo es
representativo de la economía metropolitana en esa etapa de expansión que es la
segunda mitad del siglo XVIII.[25] La mayor
parte de los mercaderes porteños son consignatarios de casas españolas y en más
de un caso parientes de los comerciantes peninsulares de los que dependen o con
los que permanecen ligados: es el caso de Domingo Matheu, que en Buenos Aires
es corresponsal de sus hermanos establecidos en Guatemala y Manila, y mantiene
como ellos vínculos con la casa originaria de Barcelona. Pero aún quienes no se
reducen a actuar como agentes de comerciantes peninsulares se limitan a unas
cuantas operaciones[26] .
Para esos mercaderes que
daban el tono a la vida porteña comerciar no era sino “comprar por dos para
vender por cuatro”. Esa
caracterización negativa ha sido
reiterada en términos más modernos: en la medida de que actúan como
comisionistas de comerciantes peninsulares, los mercaderes porteños adictos a
la ruta de Cádiz no participan de modo importante en el proceso de acumulación
de capitales que es punto de partida indispensable para los posteriores
desarrollos de la economía local. Es posible
asegurar que el comercio de consignación rendía altas ganancias a sus agentes
locales; su rápido enriquecimiento lo prueba en primer término y no resulta
difícil explicarse a qué se debe.
Esta relación tan libre con
los mandates peninsulares va acompañada por un control mucho más estricto con
respecto a los agentes comerciales en el interior. Aquí los contratos son mucho más
frecuentes, y la mayor complejidad de los tipos de asociación permite una
vigilancia más eficaz.[27]
De este modo la distribución de los lucros comerciales
favorece al núcleo porteño tanto frente a la península cuanto frente a los
centros menores del Interior. Este proceso es por otra parte autoalimentado: la
posesión de un capital propio permite a los mercaderes porteños complementar la
consignación de mercaderías peninsulares con la compra directa y alcanzar así su autonomía creciente frente
al foco metropolitano originario. Inversamente
esa misma disponibilidad de capital permite en el interior la utilización del
crédito y en algún caso la compra al contado a productores, pasando por encima
del comercializador local.
De este modo el alto
comercio porteño goza de mayor libertad de movimientos. Pero tanta prosperidad
no va acompañada por el cumplimiento de una función dinámica en la economía
local; sin duda los comerciantes, establecidos en Buenos Aires no desdeñan la
exportación de cueros, a través de la cual canalizan hacia sí una parte de las
ganancias del sector más dinámico de la economía virreinal. Pero la mayor parte de su giro consiste en
la distribución de importaciones europeas cuyos retornos se hacen en metálico
en uno y otro campo los mercaderes porteños no parecen haber descubierto las
ventajas de una ampliación progresiva. Por el contrario, su arte de
comerciar, mantiene el giro comercial en niveles modestos y asegura ganancias
muy altas.
El hecho es que este
sector comercial, cuya hegemonía se afirma cada vez más sólidamente sobre la
economía virreinal, no cumple en ella un papel dinámico; su éxito se debe a que
satisface con sabia parsimonia una demanda que considera irremediablemente
estática. Este carácter poco dinámico de la economía virreinal en su conjunto
se refleja en otro hecho significativo: la relativamente baja tasa de interés
vigente en tiempos virreinales y aún durante la primera década revolucionaria.
Pero no sólo el comercio con
el interior y el Alto Perú[28]se
da en condiciones que le restan posibilidad de expansión dinámica. También en la relación
entre Buenos Aires y su inmediata zona de influencia del Litoral, aparecen
tendencias que gravitan en el mismo sentido. Sin duda la exportación de cueros
(que será el principal rubro que representará al rio de La Plata) no encuentra
en las limitaciones del consumo mundial un freno a su expansión. Pero la
producción de cueros no es la única actividad rural del Litoral; en Santa Fé,
el oeste de Entre Ríos y Buenos Aires la producción del mular reconoce un nuevo
impulso; en Buenos Aires, con la presencia de un centro urbano fuertemente
consumidor, la carne para abasto juega un papel importante en la ganadería
vacuna, que por otra parte observa un desarrollo lento en esta banda
rioplatense.
Pero aún la producción
de cueros cumple mal su papel dinamizador. Sin duda las exportaciones suben y
muy rápidamente. Pero ese ascenso no es regular – durante un período largo las
exportaciones a ultramar viven las consecuencias de la coyuntura guerrera
mundial y las alternativas de años de estagnación y breves etapas de
exportación frenética se reiteran; también en cuanto a los cueros, interesa más
a los comerciantes la búsqueda inmediata de altas ganancias aseguradas mediante
la compra a precios bajos y el almacenamiento a la espera de tiempos más
favorables, que el fomento de una producción en ascenso regular mediante un
aumento de las ganancias de los hacendados.
Aún menos favorable a una
expansión sostenida era el estilo comercial vigente para los productos de la
agricultura litoral: su comercialización escapa casi por entero, en tiempos
normales, a los grandes mercaderes de Buenos Aires: un circuito comercial más reducido en el que
los comerciantes de las zonas rurales se continúan con sectores urbanos de
nivel más modesto (acopiadores de grano,
tahoneros, panaderos) está dominado por un arte mercantil aún más apegado a la
preferencia por la escasez y carestía. Ante un mercado de capacidad de consumo
rígido cualquier sobreproducción por modesta que sea, arriesga producir
derrumbes catastróficos de precios; cualquier escasez aún no demasiado
pronunciada, repercute en violentos aumentos.
Los principios de ese arte
de comerciar que se ha resignado de antemano a la existencia de una situación
sustancialmente estática y ha aprendido a sacar partido de ella no son
afectados por esa expansión ganadera orientada a la exportación de cueros, que
aparece retrospectivamente como la novedad más rica en el futuro de la etapa
virreinal. La guerra eleva a la prosperidad a
otros dispuestos a utilizar rutas más variadas: la de Cuba, el Brasil y los
Estados Unidos; la del norte de Europa neutral, antesala a la vez de la aliada
pero semi-aislada Francia y de la enemiga Inglaterra; la del Indico, con su
reservorio de esclavos de Mozambique y sus islas del azúcar, tan ávidas de
trigo que están dispuestas a comprar el rioplatense a los altos precios que
impone el elevado costo de producción y transporte.[29]
Lo que en este grupo sustituye a la
rutinaria explotación de una ubicación privilegiada en el circuito comercial, es la tendencia
a la especulación: sin duda esta tendencia es presentada y no sin
orgullo, como un progreso respecto de la antes dominante. La nueva vía de acceso
a la prosperidad consiste en acumular golpes afortunados utilizando, con la
necesaria versatilidad, una coyuntura variable.
El ascenso comercial que
ellos aportaron a Buenos Aires fue ciertamente efímero: concluido su ciclo,
mostraron poca capacidad para sobrevivir a los cambios aportados por el
comercio libre con el extranjero y la revolución. La fragilidad de su
fortuna se vincula con la de la coyuntura de la que surge: el nacimiento de un
centro de vida comercial autónoma que Buenos Aires se debe a la disminución
simultánea del ascendiente de los centros europeos de los que Buenos Aires
dependía. En guerra primero con Francia y
luego con Inglaterra, España veía amenazada, y luego totalmente cortada, la
vinculación con sus territorios ultramarinos. Toda una legislación de
emergencia fue surgiendo para buscar paliativos a dicha situación, concediendo
libertades comerciales antes negadas; esta legislación venía a reconocer la
rápida disolución en que había entrado la unidad económica del imperio.
Estas liberalidades- autorización para importar esclavos en buques de
mercaderes porteños 1791- autorización para nacionalizar buques con ese fin
1793- autorización para el comercio activo y pasivo con las colonias
extranjeras 1795- autorización a los buques y comerciantes rioplatenses para
intervenir activamente en el comercio con la Península 1796- sin duda
significan menos para el surgimiento de un centro comercial autónomo en el
Plata que la existencia de una situación internacional que ha deshecho la estructura
comercial del mundo obligando a la metrópoli a seguir esa nueva política.
Esa coyuntura no sólo disminuye la presión
metropolitana; aleja también el escenario rioplatense a las potencias
comerciales mejor consolidadas sustituyéndolas por otras que utilizan la
situación para ellas favorable: Buenos Aires conoce barcos de Estados Unidos,
paises nórdicos, Turquía. Pero estas nuevas potencias reemplazan mal y Buenos Aires llega a tener su propia flota
mercantil[30]; con ella los porteños
alcanzan sus nuevos mercados de Europa, América del norte, Africa, las islas
azucareras del Indico.
Para la ciudad es una experiencia embriagadora. El proceso es acelerado porque
al semi-aislamiento comercial lo acompaña el financiero.; gracias a esto ha
podido surgir en Buenos Aires un centro sin duda menos importante.
Pero el desarrollo comercial autónomo
resultante de ese vacío era efímero, la reconciliación de España e Inglaterra
en 1808 debía dar a las Indias una metrópoli comercial y financiera capaz de
ejercer en pleno sus funciones; las repercusiones de esa nueva situación
llegarían al Río de La Plata ya en 1809, al ser autorizado el comercio con la
nueva aliada. Desde ese momento Buenos Aires volvía estar ubicada en los
arrabales del mundo comerciante.
Ciertas precisiones sobre aspectos fundamentales del comercio
en los últimos años virreinales:
En primer término y
pese a la expansión de la ganadería litoral, el principal rubro de exportación
sigue siendo el metal precioso. Un 80% del total exportado consistía entonces en
metales preciosos. Le siguen el cuero de
la ganadería litoral. Los demás rubros de exportación cuentan mucho menos que
los cueros. En todo caso, la industria del salado en expansión no cubre sino
una parte ínfima de las exportaciones rioplatenses y aún menos cuentan las
exportaciones agrícolas, que son propias de años excepcionales.
La primacía del metálico en las exportaciones
es entonces indudable. Parte de la plata alto-peruana escapa al camino de la
casa de la moneda, pero aun así el papel de Buenos Aires como extremo
sudamericano de un mecanismo de succión del metálico de las Indias resulta
evidente. ¿Cómo podía Buenos Aires cumplir ese papel? Sin duda una parte de la
plata que pasaba por ella se situaba al margen del proceso comercial: era la
porción de la plata extraída y la acuñada que tocaba a la corona. Pero ésta era
relativamente reducida, la mayor parte del metal alto-peruano debía ser atraída
a Buenos Aires mediante el funcionamiento de ciertos mecanismos comerciales.
Sólo la existencia de una comercialización de costos podía asegurar un
equilibrio nivelando en los centros productores lo que en Buenos Aires aparecía
tan desnivelado.
Conclusiones obtenidas del examen de la
sociedad virreinal: la hegemonía del sector comercial aparece impuesta por las
cosas mismas; es un aspecto necesario del orden colonial. La prosperidad de
Buenos Aires y la más modesta de los centros de comercio y transporte sobre la
ruta peruana, deriva básicamente de la participación (subordinada) en los
beneficios que ese orden otorgaba a los comercializadores emisarios locales de
la economía metropolitana, sobre los productores.
La hegemonía mercantil
de Cádiz no era sino un aspecto de un sistema de comercialización que incluía
también la de Buenos Aires como metrópoli secundaria para un área que le era
asegurada, más que por su gravitación propia, por decisiones políticas de la
corona. El mayor negocio mercantil rioplatense –la exportación de productos de
Castilla al Tucumán, a Cuyo, al Alto Perú, para ser vendidos a cambio de
metálico supone el mantenimiento del orden colonial; el negocio de exportación
de cueros y tasajo puede ser un complemento interesante del anterior, pero como
alternativa se presenta ruinoso.
Cuando abandonamos el metálico alto-peruano y productos de la
ganadería litoral dos núcleos dominantes de la economía virreinal y pasamos a
sus subordinados:
Tucumán como
importadora se encuentra más ligada a la metrópoli, que a las zonas limítrofes
y más pobres[31] . Como exportadora: rubro
principal es la carretería su destino es sobre todo el Litoral. Segundo lugar
el ganado en pie destinado al alto y bajo Perú. Tercer término las suelas y
cueros curtidos con consumidores en el Litoral y Córdoba. Aquí también los
rubros principales se orientan hacia las zonas económicamente hegemónicas:
Buenos Aires y el Alto Perú. Orientado hacia las zonas más prosperas el
comercio tucumano se vincula también con los sectores socialmente dominantes:
es la satisfacción de sus necesidades de consumo la que cubre la mayor parte de
las importaciones.
Dentro del interior, Tucumán
es una región privilegiada. San Juan, por el contrario es, como ya hemos visto,
la zona andina que representa con mayor pureza el modelo de monocultivo
viñatero, afectado por el comercio libre con la metrópoli. En cuanto al vino,
el primer efecto del comercio libre ha sido barrerlo del mercado; el
aislamiento posterior a 1805 le ha devuelto el acceso al centro consumidor
porteño.
San Juan no podría ostentar el mismo superávit comercial que Tucumán; las
dificultades para con el mercado de su principal producción no son el único
elemento negativos; otro no menos importante lo constituye la necesidad de
importar las cosas más esenciales. Está
menos ligado al comercio de Castilla. El
resto de la importación es sobre todo de ganados: mulas y burros, caballos,
vacunos, productos de manufactura local para consumo de los pobres: ponchillos,
picotes, cordobanes de Córdoba. San Juan es entonces un ejemplo extremo de área marginada de las
grandes corrientes comerciales locales, de sus dificultades para insertarse en
una estructura mercantil. La solución se encontraría en una disminución de los
costos de transporte y comercialización. Pero eso es inalcanzable dentro del
orden colonial.[32]
Si Buenos Aires pudo enfrentar con el corazón
ligero la crisis que la revolución necesariamente iba a traer consigo, si
renunció a las ventajas que el orden colonial le otorgaba, ello no dejaba de
estar relacionado con la convicción que la nueva coyuntura había hecho arraigar
entre no pocos de sus hijos más sagaces : colocada en el “centro del mundo
comerciante” la Tiro del Nuevo Mundo no necesitaba ya de la protección que el
ordenamiento imperial le proporcionaba: independizada de ese orden caduco
podría comenzar una nueva etapa de vida signada por una prosperidad sin
límites.
a)
UNA
SOCIEDAD MENOS RENOVADA QUE SU ECONOMIA
En los años virreinales la región rioplatense
vive el comienzo de una renovación de su economía; afecta menos en otros
aspectos de la vida virreinal. La sociedad, el estilo de vida permanecen
sustancialmente incambiados aun en Buenos Aires y más de uno de los rasgos
atribuidos a los influjos renovadores que comienzan a hacerse sentir son en
cambio rastreables hasta en las etapas más tempranas de la instalación española
en las Indias.
La sociedad rioplatense aún se ve a sí misma como dividida
por líneas étnicas. En el Litoral la esclavitud coloca a casi todos los pobladores
de origen africano dentro de un grupo sometido
a un régimen jurídico especial; en el
Buenos Aires de 1778 los negros esclavos dominan el sector de actividades que
es caracterizable como de clase baja. Pero aún aquí, donde la población negra
es de más reciente inmigración, aparecen hombres de color que han logrado
ubicarse en niveles sociales más altos; artesanos y comerciantes dueños a veces
ellos mismos de esclavos. En el Interior una parte muy importante de la
población africana ha logrado emanciparse del régimen de esclavitud.
Una vez libres son incorporados a una
estructura social que se juzga, de acuerdo con la expresión llena de sentido
que se aplicaba a sí misma, dividida en castas. Por
una parte estaban los españoles, descendientes de la sangre pura de los
conquistadores; por otra los indios descendientes de los pobladores
prehispánicos. Los unos y los otros se hallaban exentos por derecho de las
limitaciones que estaban sometidas las demás castas. El resto –negros
libres, mestizos, mulatos, zambos, clasificados en infinitas gradaciones por
una conciencia colectiva cada vez más sensible a las diferencias de sangre[33], viven
sometido a limitaciones jurídicas de gravedad variable; en escuelas, conventos,
cuerpos militares, la diferenciación de casta se hace sentir duramente: los descendientes de los
conquistadores entienden pertinente reservarse los oficios de la República.
Estas rígidas alineaciones
según castas son relativamente recientes; en el siglo XVII pesaron más que en
el XVI, y en el XVIII más que en el anterior. La consecuencia es que la
condición jurídica del español no va necesariamente acompañada de un origen
étnico tan puro, no es extraño, por ejemplo, que los viajeros de fines de siglo
XVIII encuentren en Buenos Aires una proporción de mestizos y mulatos mayor de
lo que los registros censales permitirían suponer. Otra consecuencia es que
la usurpación de la casta, y en grado menor la adquisición legal del estatuto
de español, siguen siendo posibles. La primera se alcanza por traslado a
lugares donde el origen del emigrante es desconocido; según testimonios, este
recurso era utilizado con alguna frecuencia, sobre todo por mulatos claros. La
adquisición legal del estatuto de la casta superior-mediante declaratoria
judicial- costaba principalmente dinero; por otra parte, no aseguraba al
beneficiario contra todas las acechanzas; siempre existía la posibilidad de que
nuevas denuncias quebrasen una carrera pública o profesional apoyada en una
endeble declaratoria de pureza de sangre.
Esta se confundía con la condición de hidalgo.
En el campo jurídico todos los españoles de Indias estaban exentos del tributo,
y esa exención era en la metrópoli el signo mismo de hidalguía. Un
aspecto de lo que se ha llamado la democratización de la sociedad española en
Indias. Pero esta democratización es ambigua: crea un sector socialmente alto
más extenso que el de la metrópoli, pero no disminuye la distancia social entre
este sector y los restantes. En
Hispanoamérica con más éxito que en la metrópoli, una concepción de la nobleza
apoyada sobre todo en la noción de pureza de sangre se contrapone a la que
reserva la condición de nobles a un número de linajes cuyos miembros tienen en
la economía y en la sociedad funciones precisas.
Esa concepción ubica
entonces en el nivel más alto a un sector excepcionalmente numeroso de la
población. Este sector se denomina a sí mismo noble, y se tiene por tal.
Esta línea divisoria,
teóricamente la más importante dentro de la sociedad virreinal, no parece
amenazada por la presión ascendente de los que legalmente son considerados
indios. Sin duda la división de las zonas rurales en pueblos de
indios y españoles –desde Jujuy hasta Córdoba y Cuyo- aunque rica en
consecuencias jurídicas, corresponde bastante mal a la repartición étnica de la
población campesina; en casi todos los casos reproduce diferencias culturales:
salvo en el extremo norte, los pueblos de indios, habitados por mestizos como
sus vecinos los de españoles, conservan muy poco del legado prehispánico. De
todos modos la diferenciación se mantiene muy viva en la conciencia colectiva.
Sin duda ya en el siglo
XVIII la organización de los pueblos de indios ha entrado en crisis; aquí la
presión transformadora se oponía a un régimen jurídico que intentaba mantener a
las poblaciones indígenas semi-aisladas dentro del sistema económico virreinal.
La crisis de los
pueblos de indios tiene dos etapas: su incorporación, pese a todas las
prohibiciones, a los mismos circuitos comerciales que los españoles y a menudo
la emigración de parte de sus habitantes. Pero los indios que abandonan sus
pueblos se incorporan a la sociedad española en niveles muy bajos; no tienen
posibilidades muy precisas de ascenso. La frontera de la nobleza no es
amenazada por la presión de este grupo: por el contrario, está menos distendida
contra la de los africanos emancipados. La causa es fácil de explicar: incluso
cuando se hallan sometidos a la esclavitud, los negros desarrollan un conjunto
de actividades más propicias al ascenso social que la de los indios, casi
siempre labradores en tierras marginales.
Los negros forman un grupo predominantemente urbano; aparte de la esclavitud
doméstica, sus tareas son sobre todo artesanales. La esclavitud misma no impide
que los africanos mezclen su sangre dentro de la plebe urbana; los mulatos terminan por ser, en casi todas
partes, la amenaza externa más grave para esa organización social según castas
que se consideraba vigente.
Pero la principal amenaza
contra esa organización era intrínseca al grupo superior, demasiado numeroso
para que a su superioridad social correspondiera en todos los casos una
superioridad económica y funcional. La ambigüedad de la situación se
tornaba particularmente intensa en el Interior, donde la diferenciación de
castas asumía una más firma vigencia independientemente de las diferencias
económicas. El grupo integrado por los nobles, los que se llamaban a sí mismo
gente decente, incluía un vasto sector semi indigente que afectaba su
prestigio, cuyo mantenimiento en situaciones decorosas era juzgado una
necesidad social y tendía a ser asegurado por el público y los cuerpos
eclesiásticos[34].
Pero la suerte de los pobres decentes era
particularmente dura. Dentro de la
gente decente se daba de este modo otra división no institucionalizada y basada
en puras diferencias económicas. Incluso cuando las consecuencias jurídicas de
la falta de pureza de sangre hayan desaparecido, la acusación seguirá
esgrimiéndose.
En los tiempos coloniales estas acusaciones tenían
consecuencias jurídicas; se veían suplidas por la resistencia de la gente
decente, solidaria y agresiva contra las presiones de abajo. [35]
La gente decente formaba un grupo escasamente
homogéneo; cerrado a las presiones ascendentes, se muestra en cambio muy
abierto a nuevas incorporaciones de peninsulares y extranjeros que cumplían por
hipótesis el requisito de pureza de sangre y, por otra, se ubicaban desde su
llegada por encima del sector indigente. Esto merece ser subrayado: incluso en
Salta la composición de la clase alta varió radicalmente a mediados del siglo
XVIII con la incorporación masiva de burócratas y comerciantes llegados de la
Península, cómo algunos de administración regia. Aun aquí, donde la hegemonía de la gente decente
tiene fuertes bases económicas locales, su dependencia del sistema
administrativo virreinal es visible; en otras zonas menos prósperas del
Interior el monopolio de los oficios de república tiene un papel todavía más
importante en el mantenimiento de esa hegemonía.
Consecuencia necesaria: la hegemonía de la gente decente, allí donde sus bases
económicas locales son endebles, depende sobre todo de la solidez del orden
administrativo heredado de la colonia;
no es de extrañar que resistía mal a las crisis revolucionarias. Otra
consecuencia: el signo divisorio entre las clases, superpuesto al que
proporcionan las diferencias de sangre, está dado menos por la riqueza que por
la instrucción. En ese Interior en que la vieja
riqueza ha sido desde el comienzo escasa, en que la revolución y el comercio
libre golpean duramente las estructuras económicas heredadas, en que los
sectores llamados a una nueva prosperidad suelen ser abrumadoramente rústicos,
en que el poder político sigue al militar y éste se afinca en las milicias
rurales, en ese Interior la exigencia de una vida política dominada por los
instruidos es más bien una nueva formulación de las pretensiones de esa gente
decente asegurada en su hegemonía en tiempos coloniales por la existencia de un
aparato administrativo y eclesiástico de bases más que locales y deseosa de
volver a ella luego de las tormentas revolucionarias.
Pero esta divergencia entre
las jerarquías sociales heredadas y las diferencias económicas vigentes sólo se
afirmará de modo decisivo luego de la revolución; antes de 1810, si bien no es
posible identificar al grupo de la gente decente con el sector económicamente
dominante. Este tiene el predominio dentro de aquel. En este grupo hegemónico
–minoría dentro de esa minoría que es la gente decente- las raíces locales del
poder y las derivadas de su vinculación con el aparato administrativo y
eclesiástico se complementan en grado variable. La
base del poderío de este sector se encuentra en la tierra, es fundamentalmente
la riqueza comercial la que se complementa con la participación en el poder
administrativo local. Esta última no concede prestigio; facilita el
acrecentamiento de ésta, la corrupción, multiplicada por las dificultades de
controlar desde tan lejos el funcionamiento del aparato administrativo, deja de
ser un rasgo anecdótico y exige ser considerada en un plano no exclusivamente
moral: sin duda ha facilitado a la vez el enriquecimiento de los funcionarios
peninsulares y su rápida incorporación a los sectores localmente dominantes,
con los que debía entrar de inmediato en un complejo juego de complicidades.
La inventiva desplegada para
acrecentar provechos abusando de la propia posición jurídica y social fue en
ellas desde muy temprano uno de los rasgos más alarmantes de los grupos hegemónicos. También la importancia
decisiva que la utilización del poder político tiene en estos planes de rápido
enriquecimiento mediante métodos más cercanos a la rapiña que a la especulación.
En el Litoral, por el contrario, ya antes de la revolución las innovaciones
económicas comienzan a cambiar lentamente los datos de las relaciones sociales.
La sociedad urbana del Litoral se diferencia
menos de lo que cabría esperar de la del Interior: encontramos también en ella
un sector alto de dignatarios y grandes comerciantes, muy ligados por otra
parte entre sí; hallamos sectores intermedios igualmente vinculados a la vida
administrativa y mercantil en situación dependiente. La diferenciación comienza
a ser sensible a través de la importancia numérica de ese sector dependiente
que excede lo habitual en el Interior. Otra diferencia, está dada por la
presencia de un abundante sector medio independiente formado por artesanos. –la
situación del grupo artesanal dentro de la sociedad urbana es distinta que en
el Interior-
En el interior: el
artesanado
no produce sino en mínima parte para el mercado local; sus actividades orientadas hacia un mercado consumidor más
amplio se concentran en una gama reducida
de productos, y dependen en mayor medida que en Buenos Aires de la
benevolencia de los comercializadores: éstos, que controlan el acceso a los
mercados remotos, hacen además adelantos que son imprescindibles para cerrar el
hiato entre la producción y la adquisición por el consumidor. Por una y otra
vía la independencia de esto sector artesanal es duramente cercenada. En Buenos
Aires –gracias a un mercado local más vasto y de exigencias más diferenciadas-
el sector artesanal puede subsistir mediante el contacto directo con su público
consumidor; no sólo es entonces más amplio que cuanto se conoce en el Interior,
su independencia es también menos ilusoria.
Igualmente es mayor la complejidad real de los
sectores altos: sin duda los caracteres cada vez más especulativos que la
coyuntura impone al comercio en Buenos Aires exigen la benevolencia del poder
político; esta benevolencia, no implica que los lazos entre sectores
económicamente dominantes y altas dignidades administrativas deban alcanzar
intensidad a los conocidos en ciudades del Interior. Beneficiado a partir de 1777 de la
política general de la corona, el alto comercio de Buenos Aires necesita menos
que el del Interior ese complemento de poder que el ejercicio directo del poder
político-administrativo aporta.
La alta clase comercial porteña encuentra un
modo de afirmar su presencia en otro plano menos dependiente de la estructura
administrativa: los hijos de los comerciantes ricos se vuelcan a las carreras
liberales con una frecuencia ya señalada
como rasgo notable por los observadores contemporáneos.
Pero las borlas doctorales no sólo atraen a los
hijos de las clases altas; también lo de los grupos intermedios aspiran a
ellas, como un instrumento muy eficaz de ascenso; en el Buenos Aires de los
últimos tiempos virreinales la posesión de un título académico se ha
transformado en el signo acaso más indiscutido de la incorporación a los grupos
dirigentes.[36]
Resulta también original en
Buenos Aires la estructura de los sectores bajos; la proporción de esclavos que se
dedican a las actividades propias de este sector es abrumadoramente alta. La
gravitación de la esclavitud se hace sentir también sobre los sectores medios
artesanales[37]. La presencia de esa vasta masa esclava contribuye sin duda a mantener
un sector marginal de blancos pobres y sin oficio; este rasgo, común a las
ciudades del Litoral y del Interior, acaso es aún más acusado en las primeras.[38]
Pese a una más dinámica vida económica, las ciudades litorales aparecen como
menos capaces de asegurar trabajo para toda su población; en esta región
marcada por el predominio de la ganadería la población urbana es, en términos
relativos y absolutos, demasiado abundante; el hecho, bien conocido, es
condenado por nuestros economistas ilustrados como un desperdicio de fuerza de
trabajo y por observadores peninsulares como un peligro potencial para el orden
político colonial.
En el Litoral, la población
urbana no vinculada con la nueva economía de mercado no logra –tal como ocurre
en el Interior- desarrollar actividades al margen de ésta, es inútil buscar
aquí, por ejemplo, tejeduría doméstica. La plebe sin oficio, consumidora en
escala mínima, no es productora. Al lado del desprestigio de las posiciones
subalternas dentro de los oficios –identificadas con la mano de obra esclava-
pesa la relativa facilidad de la vida, que permite subsistir de expedientes si
se renuncia a satisfacer necesidades que no sean las elementales.
Esa abundancia de pobres
ociosos – característica de Buenos Aires y de casi todos los centros urbanos
del Litoral-
se continua en una mala vida densa, que se teme sobre todo podría ampliarse en
tiempos de crisis: el temor a esa plebe
urbana, por el momento más indisciplinada que levantisca, está detrás de más de
una de las medidas precaucionales del cabildo. Esta plebe es ubicada al
margen de la gente decente.
Si el sistema de casta
funciona mal en el Litoral; aquí como en el Interior los elementos nuevos que
se incorporan a los sectores altos tienen su origen principalmente en el
exterior, en la metrópoli: por el contrario, el ascenso económico y social
dentro de la estructura local es muy difícil. Y por
más que esos elementos nuevos sean aquí más independientes con respecto a la
administración virreinal, sus actitudes son conservadoras; sólo un reducido sector
del gran comercio muestra tendencias más innovadoras. Pero este sector carece
por otra parte de prestigio, y no sin motivo: está demasiado ligado a un clima
de aventurerismo comercial que ya ha atraído a Buenos Aires a más de un
mercader extranjero de poco claro pasado.
En la campaña litoral la
sociedad que surge está en cambio más tocada por las innovaciones económicas;
lleva sobre todo el sello de esta influencia la zona de la nueva ganadería. En este lugar la
unidad básica es la estancia de ganados, incompatible con la existencia de
estructuras familiares comparable a las que se dan en el Interior[39].
Menos cómodamente que
la estructura familiar, el refinado sistema de diferenciaciones sociales
–dotado de plena vigencia en el Interior – se mantiene en las ciudades del
Litoral pese a su desajuste con un estilo de economía más moderno.[40]. Pero la estancia no fija la única jerarquía social
válida en esta región en progreso; estructuras de comercialización que se
continúan con frecuencia en modos de comercio ilícito y aún en actividades de
bandidaje crean otras aún menos institucionalizadas. En esta zona que es a la
vez la más moderna y la más primitiva de la región rioplatense, la riqueza, el
prestigio personal, superan a las consideraciones de linaje.
Las zonas cerealeras y de
pequeña ganadería aparecen a la vez mucho más ordenadas y más tradicionales. La agricultura litoral
es, por su origen, derivación de la del Interior; el estilo de los cultivos,
las dimensiones de la explotación, repiten en estas vastas extensiones
desiertas el modelo elaborado en los estrechos oasis regados de las provincias
de arriba. Hay razones decisivas para ello: la primera es la dificultad de cercar los campos, la dificultad
aún mayor de defenderlos de otro modo de las devastaciones del ganado que
obligaba a reducir las dimensiones de la explotación. La carestía de la mano de
obra asalariada incidía en el mismo sentido; su costo era lo bastante alto y su
rendimiento lo bastante bajo como para que, aún pocos años antes de la revolución,
los propietarios que poseían los recursos para comprarlos prefiriesen acudir a
los esclavos; los pequeños cultivadores cerealeros sólo podían en esta
situación reducir al mínimo las necesidades de peones, reduciendo también el
tamaño de la explotación.
A esa solución se orientaban con tanta mayor
facilidad en cuanto ellos mismos traían tras de sí la experiencia de la
agricultura de oasis del interior: los
distritos cerealeros de la campaña porteña eran punto de llegada de una
constante corriente inmigratoria;[41]
Tampoco hallaban elementos nuevos en la relación en que venían a hallarse con los comercializadores: del mismo modo que en el
Interior, éstos dominaban por entero la región del cereal y la de la
explotaciones ganaderas comparativamente pequeñas, en la campaña de Buenos
Aires.
Ahora bien, la influencia de
este sector hegemónico no jugaba un papel estabilizador tan sólo en el aspecto
económico. Su hegemonía contribuía además a dar a la sociedad en estas zonas
rurales un carácter a la vez más urbano y más tradicional de lo que sería
esperable.
De los niveles más altos de esa sociedad nos ha dejado un cuadro apenas
esbozado pero suficientemente claro el inglés Alexander Gillespie
que-prisionero después de 1806- fue sucesivamente confinado en San Antonio y
Salto de Areco,[42]
Aquí, como en las ciudades del Litoral, las
jerarquías sociales se distribuyen sin seguir rigurosamente líneas de casta: no
por esto son demasiado rápidamente afectadas por un proceso de modernización
económica cuya incidencia es por otra parte muy variable: por el contrario, su
persistencia misma contribuye a mantener a esa modernización en niveles
superficiales. Tal como en las ciudades
litorales, la crisis del orden social apoyado en la hegemonía de los grupos
mercantiles sólo se dará aquí luego de que la revolución haya consolidado las
consecuencias del comercio libre.
Una división social según
castas en el Interior, una estratificación social poco sensible a los cambios
económicos en el Litoral, parecen entonces definir el entero panorama de la
comarca rioplatense. ¿Es este cuadro satisfactorio?
A primera vista coincide bastante poco con los que más de una vez se han
trazado para rastrear en la sociedad colonial no sólo las tensiones que
llevarían a la crisis revolucionaria sino ciertos rasgos que anticiparían en
ella tendencias igualitarias propias del futuro orden republicano. Y sin
duda estos rasgos aparecen confirmados por testimonios particularmente sagaces
acerca de los últimos tiempos coloniales.[43] Sin duda las nuevas tierras ganaderas conocen una
igualdad más autentica que las de colonización más antigua; sin duda en ellas
las diferenciaciones de casta no cuentan y las economías no están aún
institucionalizadas y son extremadamente fluidas. Pero no sólo esta zona
es relativamente marginal, no sólo engloba a una parte pequeña de la población
rioplatense; la igualdad que en ella rige se parece mucho a la de los parías:
sus habitantes son globalmente menospreciados por los de las tierras que
conocen un orden mejor consolidado. Luego de
la revolución, la imagen que se difunde desde Buenos Aires de los jefes rurales
del nuevo Litoral ganadero mostrará muy bien que reservas despiertan: Artigas,
hijo de un alto funcionario , heredero de tierras y ganados, es presentado como
un bandolero que gusta del saqueo porque no tiene nada que perder; el
enterriano Ramírez, hacendado, hijo de hacendado y luego hijastro de un
acaudalado comerciante es, según sus enemigos de la capital, un famélico ex
peón de carpintería que quiere llegar a más. A través de estas fantasías
denigratorias se muestra muy bien hasta qué punto las jerarquías que la riqueza
y el poder están improvisando en las zonas de nueva ganadería, todavía
relativamente accesibles para quienes sepan aprovechar las oportunidades de esas
tierras que se abren a la explotación, son recusadas por quienes pueden invocar
superioridades sociales más antiguas y arraigadas.
Pero en las zonas de más
vieja colonización el orden social está marcado por la existencia de
desigualdades que alimentan tensiones crecientes. En los últimos tiempos
coloniales estas tensiones llevan a una impaciencia igualmente creciente, se ve gravitar de modo que comienza a parecer
insoportable. Es la que opone a los españoles europeos y a los americanos; a
los primeros se los acusa muy frecuentemente de monopolizar las dignidades
administrativas y eclesiásticas, de cerrar a los hijos del país el acceso a los
niveles más altos dentro de los oficios de la República.
Estas imputaciones iban a ser reiteradas
incansablemente por los jefes de la revolución; por otra parte no es seguro
que, contra lo que esas protestas suponían, la parte de los peninsulares en la
vida administrativa y eclesiástica de las Indias haya aumentado a lo largo del
siglo XVIII. Pero el peso mismo de la iglesia y sobre todo el de la
administración el que había aumentado extraordinariamente a lo largo del siglo
XVIII; las reformas carloterceristas habían creado finalmente un verdadero
cuerpo de funcionarios para las Indias; entre ellos la parte correspondiente a
los oriundos de la metrópoli era –aunque menor de lo que iba a afirmar la
propaganda revolucionaria- preponderante.
Al mismo tiempo el
resurgimiento económico de España-limitado pero indudable- tenía como eco
ultramarino el establecimiento de nuevos grupos comerciales rápidamente
enriquecidos, muy ligados en sus intereses al mantenimiento del lazo colonial y
ubicados a poco tiempo de su llegada en situaciones económicamente hegemónicas,
adquiridas y consolidadas en más de un caso gracias a los apoyos recibidos de
funcionarios de origen igualmente peninsular.
He aquí entonces muy buenos
motivos para que las clases altas locales, para que el clero criollo, los
funcionarios de nivel más modesto reclutados localmente y limitados en sus
posibilidades de ascenso, coincidan en un aborrecimiento creciente contra los
peninsulares.
Resentimiento provocado por la escasez de oportunidades que la sociedad
virreinal ofrecía para mantenerse o avanzar en niveles medios o altos.
Esta sociedad se vinculaba a
una economía que se había renovado menos
de los que se hubiese podido esperar; por otra parte la ordenación de castas en
el Interior, y una estructura social rígida en las ciudades del Litoral
ubicaban a grupos numerosos en niveles que no tenían como mantener económicamente:
la gente decente pobre del Interior, ansiosa de no perder por mezcla con las
castas del resto último de su superioridad; los libres pobres de las ciudades
litorales, acorralados por la competencia de la mano de obra esclava, son los
ejemplos más claros de una situación que se produce en forma apenas menos
evidente en las demás fronteras internas de la sociedad virreinal. Y la sucesión de las
generaciones ha de replantear, agudizado, el problema: no sólo los que se
mantienen a duras penas en los márgenes
últimos de la respetabilidad, también los comerciantes que se ubican en la cima
de la sociedad porteña deben enfrentarlo para sus hijos.
Ese odio al peninsular[44]
comulga entonces sectores sociales muy vastos; se manifiesta con particular
intensidad en los niveles más bajos, que no tienen en el mantenimiento del
vínculo colonial intereses que impulsen a callarlo o por lo menos a moderarlo. Esos sectores marginales
demasiado numerosos de las ciudades litorales; había que encontrarles trabajo;
era urgente y necesario para asegurar su vacilante lealtad. Pero precisamente
era el orden colonial el incapaz de asignarles funciones precisas.
La sociedad rioplatense está
de este modo menos tocada de lo que cabría esperar por los impulsos renovadores
que se insinúan en la economía. Aun menos lo están la cultura y el estilo de vida: la
rígida imagen que la sociedad rioplatense se forma de sí misma no es sino un
aspecto de su adhesión a un estilo de vida que sigue siendo sustancialmente
barroco. Incluso las nuevas instituciones creadas por la monarquía
reformadora se impregnan de esa concepción jerárquica de la realidad social,
trasuntada en una rígida etiqueta destinada precisamente a poner en evidencia
esas jerarquías.[45]. De este modo los
funcionarios del despotismo ilustrado se
pierden con delicia en los laberintos de precedencias, ubicaciones preferentes
en procesiones y ceremonias, derecho a usar trajes ornados, que sería erróneo
creer vacío de sentido un laberinto de
ceremonias rituales en el que se refleja aún el gusto barroco por la
representación consecuencia a su vez de una imagen muy precisa de la realidad y
de la sociedad entera.
La piedad rioplatense
permanece del todo fiel a esa tradición barroca. La Iglesia juega un papel muy
importante en la vida rioplatense; la expulsión de los jesuitas ha significado
sin duda un cambio de peso en esa situación. Pese a dicho cambio, la Iglesia y
las órdenes siguen siendo organismos poderosos; éstas últimas, gracias a la
avidez con que se lanzan sobre el vacío dejado por los expulsados logran
heredar una parte –aunque pequeña- de su poder y prestigio. [46]el tono sustancialmente
eclesiástico de toda la vida pública permanece incambiado hasta la revolución:
fiestas y procesiones siguen escandiendo el ritmo anual de la vida colectiva;
la elección de superiores en los conventos apasiona a barrios enteros; el gusto por el espectáculo suntuoso se
mantiene y las niñas vestidas de ángeles, marchan por las calles en las
procesiones, y las familias gastan en esas funciones lo que no tienen. Estos
golpes de escena son apreciados por un público educado para ello.
A este prestigio une la
iglesia un poderío económico y social nada desdeñable: propiedades rústicas
–sobre todo en el Interior pero también en Santa Fe y Buenos Aires – y fundos
urbanos y suburbanos que exigen para su mantenimiento tropas de esclavos, dan a
los cuerpos eclesiásticos un indiscutible arraigo en la realidad económica virreinal.
A él deben también una parte de su influjo social: en torno de los conventos se
mueve una densa clientela plebeya, no necesariamente indigente. La posesión por
parte de las órdenes de inmunidades mal
definidas, que son motivo de eternas disputas con el poder civil pero aseguran
protección relativamente eficaz frente a éste, mantiene la cohesión de estos
grupos.
De esto modo, en esa
sociedad rígidamente jerarquizada, la iglesia y las órdenes aseguran un
contacto estrecho entre lo más alto y lo más bajo de esa jerarquía. Esa contracara
plebeya que presenta la sociedad virreinal rioplatense es también típicamente
barroca: el desgarrado estilo de vida popular, y en primer término la
insolencia de la plebe urbana, son rasgos que la metrópoli conoce muy bien y
que en las ciudades litorales se acentúan porque la extrema facilidad de la
vida hace a la plebe menos dependiente de los grupos más prósperos y le permite
gozar más libremente del a situación. Es la abigarrada multitud sin oficio,
son las mujeres que no tejen como en Norte lanas y algodones, que viven también
ellas en la calle, es la muchedumbre de vagos y vendedores ambulantes que
pulula en los fosos secos de la fortaleza de Buenos Aires, donde el señor
virrey intenta como puede reproducir el estilo de la corte madrileña. Esa
humanidad sobrante, demasiado numerosa en ciudades ellas mismas demasiado
populosas para sus funciones, alarmó justamente tanto a los celosos
funcionarios de la corona como a nuestros primeros economistas, que deploraban
sobre todo el derroche de una fuerza de trabajo demasiado escasa. Pero la
excesiva concentración urbana, propia por otra parte de las sociedades
ganaderas, se traduce por el momento en este rincón austral en la imagen muy
hispánica de una plebe andrajosa, despreocupada y alegre.
Así, aun en esas ciudades
litorales más tocadas por la renovación económica, ésta parecía aún incapaz de
lograr transformaciones importantes en la sociedad y el estilo de vida. Sin embargo, la economía influía aún, de modo más
secreto, en esas transformaciones. El surgimiento de posibilidades económicas
cada vez más amplias, abiertas a una población incapaz de crecer con el mismo
ritmo imponía a ésta el expandirse cada vez más en un territorio demasiado
vasto, ocupándolo de modo cada vez más tenue. [47].
En una diócesis cordobesa, cuya población rural era más densa que la del
Litoral; la escasez de población y la rapidez del progreso económico se unían
para alcanzar las consecuencias más extremas.
Ya hemos visto cómo incidían
esos factores en las costumbres sexuales del Litoral ganadero; de hecho la
estructura familiar metropolitana era imposible de mantener en esos grupos
humanos reunidos de modo inestable en torno a la estancia. Una consecuencia de
ello es el carácter más masculino de la sociedad litoral respecto de la del
Interior; acaso por herencia indígena, perpetuada gracias a la participación de
las mujeres en actividades económicamente importantes (en la agricultura sobre
todo en la artesanía doméstica), la vida
del Interior estaba marcada por una gravitación femenina más intensa que en la
metrópoli: la guerra de Independencia, las guerras civiles nos mostrarán a
mujeres encabezando batallones y acaudillando a campesinos (aunque nunca
alcanzarán establemente nivel de caudillos provinciales) esta participación tan
activa en la vida pública prolonga la que tienen tradicionalmente en la vida
económica:[48]
En el Litoral no se daba
nada de eso: aquí las mujeres del pueblo no son adictas al huso y el telar;
además en la campaña, éstas son singularmente escasas. Pero esa mayor
masculinidad [49], era acaso la menos
importante de las peculiaridades visibles en el Litoral, y sobre todo en sus
zonas rurales. La estructura eclesiástica, más
aun que la familiar, sufría las consecuencias de la expansión territorial con
endeble base demográfica. Las críticas a una organización eclesiástica
que concentra los esfuerzos allí donde son más fáciles pero menos
necesarios (en torno a las catedrales y
sus prebendas; en los conventos urbanos) repiten sin duda en el Río de la Plata
otras muy usuales en la metrópoli, pero la
situación en el Litoral es en este aspecto particularmente grave: los
observadores, si bien ponderan la natural devoción de los pastores de la pampa,
subrayan que ésta sobrevive al margen de toda organización eclesiástica, y no
deja de resentirse por ello.
He aquí un rasgo destinado a
durar, pese a los esfuerzos de los sucesivos gobiernos independientes por
llevar a la iglesia a la campaña. En esa imagen tan compleja de la sociedad
ganadera hacia 1870 que nos ofrece el Martín
Fierro si bien el estado y sus agentes
están ya dominando con su siniestro poder el panorama, los eclesiásticos faltan
aún por entero.
Ese primitivismo de la zona
ganadera litoral no es –como se tenderá abusivamente a interpretarlo- una
recaída en la barbarie: fruto del contacto de una zona pobre en recursos
humanos con la Europa en avance industrial y comercial, la organización de la
campaña ganadera es a la vez primitiva y muy moderna.
Incluye también como
consecuencia de la falta de una cultura popular auténticamente vigente, una
extrema vulnerabilidad a las innovaciones. Dicha apertura a la innovación
explicará en parte la rápida politización de la zona ganadera litoral; la
facilidad para aceptar la nueva imagen
de sí mismos que la revolución les proporcionaba se vinculaba, sin duda, en los
pobladores de las tierras ganaderas del Litoral a la falta de una imagen previa
y satisfactoria.
La zona ganadera litoral nos
ofrece entonces el caso más extremo de las transformaciones que en cuanto a
estilo de vida impuso la modernización económica, ya sea directamente, ya sea a
través de la redistribución de población. Pero sería
peligroso identificar la situación en estas zonas con la vigente en toda la
campaña rioplatense: pese a una coyuntura favorable, pese a la atracción sobre las zonas pobladas
de más antiguo, sólo grupos relativamente reducidos de población se incorporan
a la vida ganadera de la llanura litoral. Aun
más riesgoso sería interpretar esa diferenciación provocada por la devastadora
presión de la nueva economía a partir de pautas culturales tradicionales como el
punto de partida de un divorcio entre ciudad civilizada y campaña bárbara[50]
Por el contrario, los grandes señores de la Pampa provendrán de la ciudad[51]
si bien se asimilan al estilo de vida rural, no por eso cortan toda relación
con la vida urbana;[52]
La propiedad de la tierra, la propiedad de esos centros de sociabilidad
pastoril que son las pulperías[53]
son hechos que no sólo cuentan en lo que toca a las relaciones estrictamente
económicas.
Esta interpretación entre
sectores se ve acelerada por la modernización económica; en rigor, data de más
antiguo. Contra lo que supone una imagen esquemática de la
sociedad tradicional, sus mismas insuficiencias técnicas imponen la existencia
de una vasto sector de población itinerante: la dificultad de mover las cosas
obliga a moverse a los hombres. El transporte consume mucho esfuerzo
humano; en Mendoza, al comenzar el siglo XIX, un décimo de la población está formada por carreteros;
en otras comarcas andinas son los arrieros los que predominan. Y los oficios
más variados incluyen, muy inesperadamente, la necesidad de largos viajes: los
curtidores tucumanos van a comprar cueros a las tierras más pobres de la zona
andina; los labradores de la huerta sanjuanina iba a buscar abono para sus
tierras en los corrales de ovejas de los Llanos riojanos.[54] La expansión ganadera, el ascenso litoral, no sólo
van a colocar en primer plano otros oficios itinerantes , bien pronto
prestigiosos –domador, herrador-, no sólo van a convocar al a zona agrícola que
sirve a las necesidades cada vez más amplias de Buenos Aires a un número en
aumento de inmigrantes temporarios de Córdoba, Santiago, San Luis. Inauguran
además un flujo que ya no ha de interrumpirse y que lleva para siempre hombres
del Interior agrícola y artesanal al Litoral en ascenso. De este modo,
la escasez de hombres se difunde al Interior y se hace sentir dentro de él en
las comarcas en que se da cierta expansión local:[55]
La avidez de hombres no se detiene en las tierras cristianas: indios paganos
del Chaco, incorporados solo temporalmente a la vida española, contribuyen a
asegurar la navegación del Paraná; algunas veces, tras varios años de servir a
cristianos, retoman su lanza que han dejado en depósito al entrar en tierras
colonizadas y se reintegran a su tribu;[56].
En Salta, en Jujuy, en las tierras bajas que se pueblan sobre la misma línea de
frontera; son indios chiriguanos y chanés los que todos los años surgen de la
selva chaqueña para participar en la zafra y en la fabricación del azúcar, y
terminado el trabajo se vuelven a sus sedes.
También ellos son paganos, e
indios paganos hay en las estancias y aun en la ciudad de Buenos Aires. Encontramos aquí una
derogación a esa misión evangelizadora que España se había fijado al conquistar
América, y que la escasez de hombres le obligaba a llevar adelante de modo más gradual y apacible; el caso más
escandaloso era sin duda el de los payaguás establecidos en Asunción[57].
Pero, aunque mejor
utilizados gracias a una redistribución interna, los recursos humanos seguían
siendo escasos. Y por otra parte esa
redistribución no seguía el ritmo de las transformaciones económicas; todavía
en 1810 el Interior mostraba una población más abundante que el Litoral en
expansión. [58]. En
el Litoral, la escasez de población sigue haciéndose sentir en él más duramente
que en el Interior; algunos rasgos diferenciales de la distribución ecológica
en el Litoral se mantienen, aunque atenuados: el
más importante es la alta proporción de
población urbana; la persistencia de este rasgo mostraba cómo el avance demográfico
litoral se vinculaba con su nueva posición mercantil, a la vez que con su
expansión ganadera.
Ese avance de población,
tenido por insuficiente, fue posible sobre todo gracias al crecimiento
vegetativo y a las migraciones internas. Intervinieron también otros factores:
la inmigración metropolitana y la importación de esclavos.
La inmigración contribuyó
indudablemente al crecimiento litoral; no es fácil medir su influjo ya que, por
una parte, los ingresos fueron en alta proporción clandestinos, y por otra los
padrones no suelen discriminar –hasta después de 1810- entre españoles europeos
y americanos.
[59]
Testimonios impresionistas nos muestran no sólo una inmigración peninsular que
se vuelca hacia los sectores mercantiles y burocráticos urbanos, sino también
otra que prefiere alejarse de la relativa vigilancia de la ciudad, y se orienta
hacia las afueras y aun hacia la plena campaña; la importancia de esta última
no es fácil de medir; por otra parte, no hace sino anticipar una corriente que
se mantendrá a lo largo del siglo XIX y habrá de inquietar a los representantes
de más de un país con comercio activo en el Plata, formada por marineros
desertores de muy variado origen. Esta corriente, sin embargo, no parece haber
influido considerablemente en el avance demográfico de la provincia.
Mayor importancia numérica
tuvo sin duda la introducción de esclavos. Ésta era la
solución habitual en las últimas etapas coloniales para el problema planteado
por la escasez de mano de obra; es usual señalar que razones impidieron, en el
Río de la Plata, que la gravitación del régimen esclavista alcanzase la
intensidad que tuvo en las colonias de plantaciones: faltaban aquí precisamente
las plantaciones, y la esclavitud fue un fenómeno más urbano que rural; por
otra parte, el tipo de actividades a las que en las ciudades se orientaban los
esclavos hacía menos interesante para sus amos el mantenimiento de la
institución misma; eso explica sin duda la abundancia de emancipaciones.
Estas observaciones no
deben, sin embargo, hacer olvidar la importancia que tuvo la entrada de
esclavos negros como medio para obtener
la mano de obra que la escasa población local no podía proporcionar. En este
sentido, el Río de la Plata estaba todavía favorecido por constituir el punto
de entrada de esclavos par todo el sur de las Indias españolas; la oferta de
negros fue aquí abundante desde comienzos siglos XVIII.
En la campaña la parte de la
población negra es más escasa, porque no hay duda de que allí donde se la usó
la mano de obra esclava resultó rendidora para los trabajos rurales
(agrícolas).
En todo caso la entrada de esclavos para el Litoral en expansión del siglo
XVIII no alcanzó a dar a éste una proporción de población negra comparable a la
de ciertas zonas del Interior, donde el período de entrada de esclavos había
sido la centuria anterior[60]:
Ahora bien, pese a que
caracterizaciones acaso excesivamente esquemáticas presentan a las actividades
económicas vinculadas con la esclavitud como propia de los sectores más
arcaicos de la economía, es indudable que la gravitación de la mano obra
esclava contribuyó a debilitar el ordenamiento tradicional en las ciudades
litorales; sí su empleo doméstico no podía influir decisivamente en este
aspecto, el artesanal era en cambio importante; ya se ha visto cómo el sector
artesanal libre resistía bastante mal la concurrencia de los esclavos; en
último término fue la presencia de éstos uno de los factores importantes para
frustrar el surgimiento de un sistema de gremios artesanales en Buenos Aires y
favorecer el triunfo precoz de la libertad de industria.
La sociedad rioplatense se
nos muestra entonces menos afectada por las corrientes renovadoras de la
economía de lo que a menudo se gusta presentar: por otra parte, el influjo
renovador es sobre todo destructivo; está lejos de haber surgido ni siquiera el
esbozo de una ordenación social más moderna. Pero a la vez, el orden tradicional aparece
asediado por todas partes; su carta de triunfo sigue siendo el mantenimiento
del pacto colonial; mientras éste subsistía, la hegemonía mercantil, que es su
expresión local, está destinada también a sobrevivir. La revolución va a significar, entre otras cosas, el
fin de ese pacto colonial. Este dato esencial bastará para poner en crisis la
ordenación social heredada de la colonia; dicha crisis será todavía
acelerada por otros aportes menos previsibles de la revolución: en 40 años se pasará de la hegemonía mercantil a la
terrateniente, de la importación de productos de lujo a la de artículos
de consumo perecedero de masas, de una exportación dominada por el metal
precioso a otra marcada por el predominio aun más exclusivo de los productos
pecuarios. Pero esa transformación no podrá darse sin cambios sociales cuyos
primeros aspectos evidentes serán los negativos; el aporte de la revolución aparecerá
como una mutilación, como un empobrecimiento del orden social de la colonia.
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[1]
Desde ese momento inicial la región rioplatense
conservaba rasgos que sólo habría de abandonar muy lentamente, y a través de
graves crisis estructurales, a los largo del siglo XIX.
[2]
A través del inventario de bines de Nicolás Severo de Isasmendi, se obtienen
datos concretos de cómo era la gran propiedad salteña principios siglo XIX.
[3] Pasaban
por allí las mulas de los viejos criaderos de Buenos Aires, las de los más
nuevos del Interior. La Tablada de Salta comienza a recuperarse hacia 1795.
Esta recuperación llevada adelante con prudente lentitud, frente a la acrecida
demanda de un Perú que ha perdido todo su stock mular, mantiene los precios
altos. La consecuencia de este hecho en el plano local es la prosperidad
creciente de los comerciantes de ganado de la ciudad, “los Saravia, los Arias,
los Castellanos, los Puch”.
[4]
Cuenta con el hombre más rico en la ruta entre BsAs y Lima, el marqués del
Valle de Tojo.
[5]
Y más de una de sus grandes familias no podría rastrear su origen más allá de
la segunda mitad del siglo XVIII, en que se dio dicha orientación.
[6] Hacia
ella se dirigen pobladores de las vecinas zonas agrícolas; de la cercana San
Juan emigra quien será uno de los mayores hacendados de la región y padre de su
máximo caudillo, Facundo Quiroga.
[7] Las
posibilidades de avance del oeste
riojano están vinculadas con su pequeño Potosí del Famatina; pero sólo
lentamente irá surgiendo a lo largo del siglo XIX un centro de actividad minera
en Chilecito, que nunca logrará justificar las esperanzas que desde la
revolución va a suscitar.
[8] San Juan
se hundía lentamente; de esa decadencia de un estilo de vida colonial
excepcionalmente maduro, agotado al contacto demasiado brusco con el vasto
mundo, nos ha dejado un cuadro inolvidable Sarmiento en sus Recuerdos de Provincia.
[9] ese
“imperio” que fascinó a tantos europeos en los siglos XVII y XVIII, misiones
guaraníticas en que se creía ver realizada la república platónica.
[10] Los
carpinteros de ribera tienen peso creciente en la vida correntina: uno de ellos
será caudillo artiguista: Pedro Campbell; otro Pedro Ferré, simbolizará durante
20 años la resistencia de Corrientes a la hegemonía porteña.
[11] de él
viven 10 o 12 tenderos españoles y algunos pulperos indios y negros. He aquí un
aspecto de la ruralización creciente de la vida santafesina; otro aspecto, los
santafesinos que son cada vez más prósperos, están cada vez menos dispuestos a
gastar dinero en la educación de sus hijos
[12]
–primero asignados a una
fracasada colonización de la Patagonia-
[13] (a
comienzos del siglo aceptaban como generalización que los cultivadores de
tierras relativamente cercanas a Buenos Aires eran arrendatarios; la
generalización parece, sin embargo excesiva)
[14] Pese a
que en su mayor parte los agricultores son inmigrantes del Interior; sus
mujeres abandonan demasiado pronto el trabajo en el telar; la producción para
el mercado, (con sus azares desfavorables) ocupa casi, toda la actividad de los
labradores.
[15] orientada
a mantener los precios a niveles tolerables para los consumidores más que a
asegurar la prosperidad de los productores)
[16] que dos
siglos habían creado la colonización en la zona de Buenos Aires.
[17] (las frenéticas exportaciones
destinadas a la apertura de la ruta oceánica, que se sabe efímera, años de
clausura: pilas de cueros desbordan las barracas engordando ejércitos de ratas,
todo esto es mejor resistido por la ganadería de tierras nuevas que por la
porteña).
[18]
he aquí algunas buenas razones para la
supervivencia de una agricultura que
condena a quienes la practican a una extrema miseria.
[19]
el de Colla, de Francisco Medina. A él siguen otros, sobre el Uruguay y el
Plata.
[20] no
recibe únicamente perjuicios: si abomina la explotación destructiva que no en
todos los casos distingue entre el ganado manso y el cimarrón, se prolonga de
modo incontrolable en el saqueo de la hacienda de rodeo
[21] dentro
del área oriental: la ciudad debía en parte su desarrollo a la instalación de
la base que concentraba allí a las
fuerzas navales españolas en el Atlántico Sur
[22] Este
hecho aísla a la ciudad de su campaña, y es el punto de partida de una
divergencia de destinos que gravitará sobre la historia oriental.
[23] Los
hacendados riograndenses con tierras en el Uruguay, contrabandistas en el
Uruguay, son un elemento que el poder portugués y luego el brasileño deberá
tomar en cuenta para su compleja política rioplatense. Un elemento determinante
en ella hasta la guerra del Paraguay.
[24] En los
últimos años del siglo Buenos Aires es ya comparable a una ciudad española de
las de segundo orden, muy distinta por lo tanto de la aldea de paja y adobe de
medio siglo antes.
[25] A lo
largo de la segunda mitad del siglo XVIII los representantes de esa España
renovada se hacen presentes en Buenos Aires: los catalanes Larrea y Matheu, los
vasconavarros Anchorena, Alzaga, Santa Coloma, Lezica, Belásutegui, Azcuenaga,
los gallegos Llavallol y Rivadavia. Su ascenso a la fortuna es relativamente
reciente: en la lista de los hombres más ricos de Buenos Aires de 1766, solo
figuran dos de ellos Lezica y Rivadavia; a fines de la centuria ya la fortuna
de Anchorena tendrá algo de fabuloso.
[26] sin
misterio ni riesgo: basta hojear la correspondencia de Anchorena para advertir
hasta que punto su papel se limita al de un intermediario entre la península y
el hinterland cada vez más amplio de Buenos Aires.
[27] Así
ocurre sobre todo en las grandes casas porteñas: los Anchorena, por ejemplo,
tienen una parte corresponsales establecidos en ciudades del interior, desde
Santa Fe hasta el Perú, y por otra: comisionistas itinerantes, que parten con
una flota de carretas a vender por cuenta de la casa porteña: unos y otros
proporcionan independientemente información sobre el estado de los mercados.
[28] ( introducción de telas finas
y medianas y alguna ferretería con retornos de metálico)
[29] Este último grupo comercial, muestra
sin duda una impaciencia creciente frente a las limitaciones legales que su
estilo mercantil encuentra; durante los años finales del dominio español
favorece, junto con los hacendados, la liberalización comercial emprendida por
la corona.
[30] (mediante nacionalizaciones de
buques sorprendidos aquí por la guerra y también mediante construcciones de los
astilleros correntinos y paraguayos
[31]
textiles cuyos consumidores son de sectores altos, sino aún en el pueblo de la
campaña, que “reserva las telas y lienzos de Castilla para los días que se
visten de gala”.
[32] Es inalcanzable porque el orden
colonial se identifica con la separación entre un sector mínimo incorporado a
una economía de ámbito amplio, y sectores más vastos cuya vida económica se
inserta en circuitos más reducidos: entre los unos y los otros el arbitraje
está en manos de quienes dominan los procesos de comercialización y los
utilizan para mantener esa estructura diferenciada, que les asegura una parte
excepcionalmente alta de los lucros.
[33]
que llegó a distinguir no menos de 32 grados intermedios, entre la sangre
española y la indígena)
[34] ( mediante los cabildos de
dotes para que las niñas pobres pero decentes pudiesen encontrar marido
mediante la exención por los conventos de dote para esas mismas niñas que
prefiriesen la vida monástica)
[35] A pesar de esa barrera interna, la
solidaridad de la gente decente en el Interior es muy intensa: el más ilustre
de los hijos del grupo de pobres decentes, el sanjuanino Sarmiento, arrastrará
durante toda su vida, a lo largo de una carrera que culminará con la
presidencia de la nueva república, la ambigüedad de sus reacciones frente a
quienes sólo a medias lo reconocen como suyo, cuyos defectos no ignora, a los
que aborrece, a los que a pesar de todo sigue considerando como indicados para
gobernar su provincia y el país entero.
[36]
Mariano Moreno, cree poder utilizar para referirse a Bernardino Rivadavia, hijo
de uno de los hombres más ricos de Buenos Aires, que comienza ya a ocupar un
lugar entre los dignatarios del cabildo, pero que no es doctor…
[37]
pone en constante crisis a la organización gremial,
que ya antes de la revolución pierde relevancia.
[38] Pese a una más dinámica vida económica, las ciudades
litorales aparecen como menos capaces de asegurar trabajo para toda su población;
en esta región marcada por el predominio de la ganadería la población urbana
es, en términos relativos y absolutos, demasiado abundante; el hecho, bien
conocido, es condenado por nuestros economistas ilustrados como un desperdicio
de fuerza de trabajo y por observadores peninsulares como un peligro potencial
para el orden político colonial.
[39] El núcleo de trabajadores agrupados en la estancia es
fuertemente masculino, su estabilidad es escasa; las relaciones entre los sexos
llevan la huella de ese clima económico; aun un solterón impío como don Feliz
de Azara se cree obligado a horrorizarse por su estilo promiscuo y por las
precoces y ricas experiencias que acumulan en la pampa las hoscas muchachas
crecidas entre hombres.
[40]
El mismo Azara descubre entre los pastores de las pampas una total indiferencia
para las variedades étnicas que están en la bases de las diferenciaciones
sociales en el resto de la comarca. No es infrecuente que
en ausencia del patrón la autoridad
máxima en la estancia de ganados sea un capataz mulato o negro
emancipado, cuando las hijas de ese capataz, son buscadas por los peones con un
afán provocado a la vez por la escasez y por el prestigio social que las rodea.
[41]
aún en 1868 Bartolomé Mitre evocaría ante los
pobladores de Chivilcoy, sabiendo que les decía algo grato, al primero que
sembró el trigo en la campaña porteña, que fue sin duda “algún pobre
santiagueño”.
[42] en el rincón noroeste de la campaña de Buenos Aires.
Alojado en su condición de oficial en las casas de un comerciante y acopiador;
en la clase alta rural era igualmente revelador: los contactos más frecuentes
los tenía con un molinero próspero y con otro comerciante portugués enriquecido
en tratos algo turbios con los indios; junto con ellos no faltaban los funcionarios
subalternos que utilizaban su situación para obtener lucros adicionales
mediante la práctica regular del comercio; también había clérigos ilustrados y
otros que no parecían serlo tanto.
[43] Azara, ha insistido en el sentimiento de igualdad vigente
entre todos los blancos del área rioplatense, al margen de sus diferencias
económicas; ha subrayado la ausencia de una aristocracia titulada y aún de una
clase terrateniente dotada de viejo prestigio. Estas observaciones, referidas
al Litoral, y en especial a sus zonas de más nueva población, pueden sin
embargo ser integradas con otros testimonios del mismo Azara, que nos muestran
las tensiones que un rígido sistema de desigualdades crea en una sociedad a
primera vista igualitaria.
[44]
cuya presencia es una de las consecuencias más
duramente sentida de la condición colonial-
[45] He aquí un pleito del señor gobernador-intendente de
Salta contra algunos oficiales, a los que exigía que todos los domingos le
presentaran, en lo que llamaba su palacio, saludos respetuosos. Al fallar, si
bien el virrey recuerda al intendente que al fin y al cabo su corte salteña no
es la de Madrid, por otra parte aconseja a los oficiales que, como acto de
subordinación sin duda no obligatorio pero sí altamente estimable, acudan a otorgar el exigido
tributo semanal de cortesías.
[46] el tono sustancialmente eclesiástico de toda la vida
pública permanece incambiado hasta la revolución: fiestas y procesiones siguen
escandiendo el ritmo anual de la vida colectiva; la elección de superiores en
los conventos apasiona a barrios enteros;
el gusto por el espectáculo suntuoso se mantiene y las niñas vestidas de
ángeles, marchan por las calles en las procesiones, y las familias gastan en
esas funciones lo que no tienen. Estos golpes de escena son apreciados por un
público educado para ello.
[47] [47]60 años de que Sarmiento propusiese la primera formulación clásica
sobre los efectos que tenía la escasez de población sobre el estilo de vida
rioplatense, el obispo de Córdoba San Alberto llegaba a conclusiones que anticipaban
en lo esencial las de Facundo: la
falta de población densa llevaba a una suerte de disolución de los lazos
sociales, cuyas consecuencias lo alarmaban sobre todo en el aspecto político y
religioso.
[48] recorriendo los libros notariales de ese rincón perdido
de Catamarca que es Santa María se advierte cómo la propiedad de la tierra se
halla (sobre todo para los pequeños propietarios pobres) en manos
predominantemente femeninas; todavía para mediados del siglo XIX ese admirable
observador que fue Martín de Moussy iba a descubrir cómo, a medida que marchaba
hacia el Interior, hallaba cada vez más frecuentemente a las mujeres atendiendo
las tiendas; desde la masculina Buenos Aires hasta Santa Fe, Córdoba y Salta la
progresión era evidente.
[49] vinculada por una parte a la incorporación más segura a
una economía de mercado, que marginaba las actividades artesanales de consumo
doméstico, y por otra a la agrupación de los pobladores de acuerdo a
necesidades inmediatas de la economía ganadera)
[50] (es ésta una consecuencia particularmente negativa de la
identificación entre la vida ganadera y la barbarie primitiva, propuesta por
Sarmiento y aceptada aún hoy implícitamente, con un mero cambio de signos
valorativos por más de uno de los que creen haber repudiado su herencia
[51] (donde se ha originado, antes de la expansión ganadera,
su riqueza, que les abrió el acceso a la tierra);
[52] esa relación es tanto más viva en cuanto al grupo de
grandes propietarios es abierto y en él ingresan constantemente nuevos hombres
adinerados de la ciudad (este proceso, nunca detenido hasta el presente,
adquiere un ritmo particularmente intenso en el primer trentenio del siglo
XIX).
[53] que, muy frecuentemente atendidas por un capataz, tienen
por dueño a un gran señor territorial)
[54] Y hay categorías enteras que no tienen sede fija:
fabricante de ladrillos de adobe, tapiador, cosechador de cereales…
[55] es el caso de las tierras ganaderas que en los Llanos de
la Rioja puebla el padre de Facundo Quiroga, con hombres de San Juan, Córdoba y
Catamarca.
[56] en algún caso, vuelven a la vida salvaje asesinando a su
contramaestre y desapareciendo con la embarcación puesta a su cargo.
[57] Estos pescadores y canoeros venidos del Chaco, utilísimos
para la navegación fluvial, se habían establecido en la capital paraguaya a
partir de 1740; hasta 1790 no se bautizaron, y mientras tanto celebraban
anualmente una sangrienta orgía, “la fiesta de junio”, que congregaba a un
público fascinado en torno de los danzarines desnudos y ensangrentados.
[58] En las décadas que siguieron hasta la revolución, el
ascenso del Litoral fue desde luego más
rápido que el del Interior; la población urbana de Buenos Aires era hacia 1810
de 40.000 habitantes, la de su campaña podía calcularse una población de
160.000 habitantes. Al mismo tiempo la población del Interior había crecido;
atribuir a la región 300.000 habitantes en el momento de la revolución no
parece excesivo.
[59] Testimonios impresionistas nos muestran no sólo una
inmigración peninsular que se vuelca hacia los sectores mercantiles y
burocráticos urbanos, sino también otra que prefiere alejarse de la relativa
vigilancia de la ciudad, y se orienta hacia las afueras y aun hacia la plena
campaña; la importancia de esta última no es fácil de medir; por otra parte, no
hace sino anticipar una corriente que se mantendrá a lo largo del siglo XIX.
Esta corriente, sin embargo, no parece haber influido considerablemente en el
avance demográfico de la provincia.
[60] en Tucumán, en 1706, la población negra cubre un 44% del
total. Pero en el Interior una alta proporción de los pobladores de color se
encuentran emancipados; en Tucumán hay 4 negros libres por cada esclavo, en
Corrientes la proporción es análoga. En Buenos Aires, en cambio, hay en 1810 un
negro libre por cada 10 esclavos.
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