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Resumen como resultado de una primer lectura, lo marcado son ideas principales e importantes; las notas al pie son ejemplos de las peticiones legales indígenas a la Corona en Nueva España.
(…) Según
el pacto o convenio que hacen el reino o rey, el poder de éste es mayor o
menor.
La grandeza, i poder de Rei no está
en si mismo, sino en la voluntad de los Súbditos…
PLANTEAMIENTO
Antes de la invasión
española del Nuevo Mundo en el siglo XVI, jamás se había construido un orden
imperial fundamentado en la noción de un “pacto” entre un rey conquistador y
una población vencida.[1] Y
aunque los reyes españoles no contemplaron explícitamente desde un principio un
pacto con los indios, y mucho menos se imaginaron tal cosa los conquistadores, a lo largo de los siglos XVI y XVII, se
fue desarrollando una relación de pacto entre un rey lejano y un vasallo
conquistado mediada por el sistema de justicia. Esta fue una de las grandes
novedades de la matriz política en la América española.
Discernir esta novedad no ha sido
fácil para los historiadores. Presos de una
visión ilustrada de las formaciones políticas, hemos asumido que la falta de
una constitución explícita y reconocida como tal señala la ausencia de una
práctica política viable y legitima en relación con los súbditos indígenas, y
que por esta razón la política imperial para con los indios no llegó más allá
de un martirio de indefensos. Por otra
parte, cautivos de la idea de una monarquía absoluta que proyectaba su poder
uniforme y consistentemente sobre la realidad americana, no hemos percibido el
frágil andamiaje de alianzas tácitas que sostenían el poder real y las tenues
conexiones ideológicas y políticas que ligaron al rey con los indios durante
los siglos XVI al XVIII. En breve, no hemos sabido dibujar, más que
en pinceladas crudas, una política entre el rey y sus súbditos indios.
Un cuadro más pormenorizado de esta
política debe empezar con una investigación de lo que Francisco Suarez proponía
al aludir a un “pacto” entre rey y reino. Al comienzo de la sección quitada,
invocando la Sagrada Escritura, Suárez nota que “el
reino está por encima del rey” (“regnum
esse supra regem”) porque así lo ha determinado Dios. Es decir, el rey, por
el mero hecho de serlo, no tiene poder de negarle al pueblo su participación en
el conjunto político llamado civitas.
El monarca que lo pretende se vuelve tirano.[2] Al
tirano le parece forzoso el mantener los Súbditos con el miedo, porque su
Imperio es violento, y no puede durar sin medios violentos”. Dicho de
otra manera, los súbditos, como parte de su sujeción a la autoridad real,
consentían ser regidos por un rey justo que gobernaba con leyes en vez de con
violencia.
El “pacto” aludido
encarnaba este consentimiento, no por representación directa, sino por un
encuentro de ánimos expresados en los arreglos jurídicos y cotidianos del
imperio real, las leyes y sus procedimientos, los tributos y sus obligaciones.
Por “pacto” se entendía “concierto y asiento”.[3]
“Concertar”[4],
y giraba en torno de otros conceptos tales
como acordar, concordar, conformar y
convenir. Un “acuerdo”,
según Covarrubias, era “la resulta de la junta
de una congregación en que todos de un corazón han venido”, y “concordia” tenía
el sentido de “componer voluntades discordes”. “Conformar” o estar conformes
significaba “ser de un acuerdo y de una voluntad”. “Convenir” se define como
“ser de un mismo parecer y dictamen, conformarse con el de otros y sentir y
seguir lo propio de ellos”. Es decir, la
teoría política española de la época sostenía la idea de que el rey y sus
súbditos se relacionaban mediante un “pacto” o “convenio” expresado por medio
de la totalidad de vínculos legales entre partidos. O como concluye
Suárez, “la ley ni procede de los súbditos en
cuanto tales, sino que es el consentimiento del rey a la elaboración de la
ley”, y de esta manera, el “legislador soberano lo es no sólo el rey sino con
el reino”.
Claro está que el pacto
suareciano ni se plasmó automáticamente por la bondad real, ni fue concretizado
o explícitamente enunciado como tal. El imperio español no estuvo, como tampoco lo
estuvieron las contemporáneas monarquías europeas hasta fines del XVIII, basado
en una estrecha noción constitucional, lo cual no significa que el rey gozara
de completa libertad de acción, en particular en el Nuevo Mundo. Más bien, el
imperio español se sostuvo a partir de la década de
1520 sobre tres sólidos pilares.
Una intrincada estructura institucional
articulaba el poder municipal con la autoridad real y permitía un marco de
control legal sobre las operaciones gubernamentales. Un cuerpo discursivo
formado por juristas, tratadistas, teólogos, burócratas eclesiásticos,
consejeros, jueces y oficiales reales generaba divergencias de opinión y
desacuerdos políticos, asegurando que la ideología y el ejercicio del poder
desde los más altos niveles no fueran monolíticos. Finalmente, el acceso de los vasallos
a la justicia real garantizó que hasta los más vulnerables pudieran expresar
sus quejas y ser oídos, incluso los indios. De hecho, la conocida
máxima de Ulpiano –“El soberano no est[tá] obligado por las leyes” (“Princeps legibus solutus est”) – se
halla, sin más, lejos de describir la realidad política americana. Aunque un
rey tuviera aspiraciones absolutistas, la corona nunca fue absoluta sino que su
poder dimanó de las múltiples negociaciones a las cuales se vio obligada por el
sistema gubernamental, las circunstancias locales y la cultura política que
formaban el telón de fondo para todas sus acciones.
Esto no significa
que el Nuevo Mundo fuera un paraíso para los indios. Sabemos que fueron
explotados, a menudo abusivamente por los encomenderos, mineros y hacendados
españoles que dominaron los circuitos económicos y políticos locales. Sabemos
también que los corregidores y otros oficiales a cuyo cargo estaba la defensa
de los indios muchas veces actuaron más bien como expoliadores. Por esta razón, no se puede tomar a “los indios” por
una simple sinécdoque del “reino”, ya que los españoles y las castas, en sus
múltiples fracciones, también influyeron en el disputado “consentimiento” que
fundamentaba la cultura política novohispana. En este ensayo me limito a los indios
porque en la historiografía son los que por ser víctimas de la conquista se
supone tuvieron menos influencia en la vida política, fuera de excepcionales
rebeliones. Mediante un examen de la situación en Nueva España y un
análisis de las ideas suarecianas, propongo que la óptica del “pacto” proporciona una
manera de entender cómo, a pesar de las pesadumbres de sus vidas, los indios
lograron a lo largo de los siglos XVI y XVIII establecer un vínculo político
con el monarca español.
LA INCORPORACION DE LOS
INDIOS AL SISTEMA LEGAL HASTA 1600
Entre 1519 y 1521, mientras Cortés sitiaba Tenochtitlan, la
capital de los aztecas, en el reino de Castilla se desató una guerra civil
conocida hoy como la revuelta comunera. Al cabo de la rebelión, Carlos V
promulgó una serie de reformas- parlamentarias, fiscales, administrativas y
judiciales- que buscaban responder a las quejas de los sublevados y asegurar el
reino contra semejantes alzamientos. Según recientes investigaciones, estas reformas
crearon una nueva base para el ejercicio del poder real y la expansión del
imperio español. Insiste
Aurelio Espinosa en que después de la revuelta, el gobierno español se
transformó en un instrumento para regir un imperio de municipios autónomos,
encabezados por un monarca obligado a administrar por el bien común y juzgar
según criterios de justicia. Es decir, al momento en que nacía el imperio de
ultramar, las estructuras de gobierno y leyes españolas pasaron por profundas
transformaciones.
Un
cambio que tuvo mayor impacto en México fue el traslado de un renovado sistema
jurídico. En 1522, apenas cumplida la conquista de Tecnochtitlan, Carlos V emprendió
una reforma judicial en España reconociendo las demandas que habían hecho
estallar la revuelta comunera. Creó un sistema de apelación administrado por
letrados escogidos por sus méritos y letras y mandó que las justicias locales en
cualquier parte del imperio estuvieran sujetas a residencias para combatir la
corrupción. Con la derrota de los mexicas y la subordinación de los
demás indios, tanto enemigos como aliados, la
gran cuestión política para el imperio español fue decidir si estos indígenas
serían o no vasallos del rey de España, con
pleno acceso a la justicia. Ya en 1518
esta pregunta se había resuelto, por lo menos en teoría, en lo tocante a los
indios del Caribe. En instrucción dirigida al juez de residencia de La
Española, Carlos V mandó que todos los indios que “tienen tanta capacidad y
habilidad que podrán vivir por sí en pueblos políticamente” fueran reconocidos
como “nuestros vasallos sin estar encomendados a cristianos españoles”.
Claro, mucho se escondía tras las palabras
capacidad y habilidad, ambigüedades que permitieron abusos por parte de los
encomenderos que se apoderaron de las vidas indígenas.
Desde
la perspectiva del rey, esta manifestación de solicitud tenía perfecta razón
ideológica y política: si los encomenderos lograban dominar a la población
india por completo, no habría vasallos en el lejano Nuevo Mundo más que los
pocos y codiciosos conquistadores. Nada parecía más
propicio a la formación de una aristocracia con pretensiones de autonomía. Como
bien se sabe, esta instrucción les valió poco a los naturales antillanos. Los
encomenderos reconocían escasos límites en su tratamiento de los indios, a
pesar de las Leyes de Burgos promulgadas en 1512. Igual que éstas, el pronunciamiento de 1518 no se hizo cumplir por
falta de un mecanismo legal. Sin
protección jurídica o práctica y sujetos a presiones despiadadas de los
encomenderos y mineros, y víctimas de la ineludible mortandad de las epidemias,
los indios isleños fueron exterminados hacia mediados de la década de 1520.
A
partir de la conquista de Tenochtitlan en 1521, la cuestión del estado legal de
los indios se presentó de nuevo, ahora con la experiencia antillana como piedra
de toque. Cortés, por su parte, en vista de la devastación en
las islas, dudaba en extender la encomienda a México. Temía que los
conquistadores acabaran con los indios tal como lo habían hecho en La Española.
No obstante, cedió ante una realidad política
insólita, recomendando al rey que los conquistadores recibieran indios en
encomienda. Si no hubo mayores bajas
durante los primeros años de la ocupación de Nueva España, fue porque la
población autóctona era enorme comparada con la española: unos
20.000.000 contra unas centenas y luego unos miles de españoles y negros
importados de Africa. Pero a medida que los
encomenderos subyugaron los principados o señoríos indígenas, iba subiendo el
número de muertos por motivos de violencia, sobreexplotación y enfermedad.
Con
plena conciencia de la hecatombe antillana, Carlos V respondió con legislación
protectora a la creciente amenaza a los indios mesoamericanos. En 1530, promulgó reglamentos para gobernadores
provinciales, insistiendo en que los indios gozaran de procesos breves en sus
pleitos privados y que así tuvieran aliciente para litigar contra los peores
excesos de los caciques, que respondían a los encomenderos. También ordenó
quienes se nombrarían regidores indios, tanto en México como en todos los
pueblos, y que alguaciles indios participarían en las investigaciones
judiciales. [5]
Estas
medidas y sus secuelas produjeron un enorme e imprevisto impacto sobre las
comunidades indígenas. Según Borah[6], el acceso
al aparato legal contribuyó poderosamente al trastorno de las sociedades
indígenas. Estructuras de poder y
relaciones sociales con profundas raíces históricas comenzaron a disputarse
entre las elites indígenas de antaño y capas sociales antes subordinadas,
principalmente ante justicias españoles. Los
pueblos de indios litigaron entre sí sobre tierra, tributo y privilegio, los
caciques se vieron desafiados no sólo por españoles, sino también por oficiales
indios inferiores y, con el avance de las décadas, por macehuales, la gente del
común entre los indios. Aquellos que
aprendieron castellano y absorbieron ciertas costumbres españolas abrieron un
espacio de maniobra en relación con la antigua nobleza indígena, porque el
dominio del castellano les proporcionaba ciertas ventajas en los procedimientos
legales. Así, las peticiones y el
litigio ante jueces españoles ayudaron a disolver las articulaciones políticas
del mundo indígena, dejando no tanto un caos, sino una situación desquiciada e
híbrida de nuevas posibilidades, resultado de la combinación del sistema legal
español con elementos y expectativas desmontados de sistemas indígenas
preexistentes.
La
contienda sobre el estado de los indios en el nuevo orden no se dio en un vacío
ideológico. [7] A
finales de la década de 1520 se había formado un consenso oficial según el cual
los indios eran “hombres libres, no esclavos”. Esta postura fue crucial en la formación de una
ideología y definió la relación entre la corona y los indios conquistados.
En 1534 el teólogo Francisco de Vitoria, asesor del rey para asuntos indianos, no sólo estableció los límites de la ambición
imperial. También dejó claro que los indios no eran ni extranjeros ni bárbaros,
sino “verdaderos vasallos del emperador, como si hubiesen nacido en Sevilla”.
Como vasallos, les tocaba la misma
solicitud real de que gozaban los españoles y así el mismo derecho de buscar
justicia. [8]
Hacia mediados del siglo XVI el tono de la disputa sobre el
estado de los indios se agudizó una última vez. El debate entre Bartolomé de
Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda ante un grupo de juristas y teólogos
nombrados por el Consejo de Indias enfocó el punto clave que definiría el
futuro de los indios: si poseían o no la capacidad para vivir políticamente y
gobernarse dentro de una misma sociedad junto con los españoles. La historia de la
controversia es ya bien conocida y no precisamos exponer los detalles. Basta
notar que contra el argumento de Sepúlveda, que aseveró la inferioridad
inherente de los indios, y por ende la necesidad de que fueran gobernados como
“esclavos naturales”, Las Casas insistió en que aquellos indios
habían nacido iguales a los demás hombres, con las mismas capacidades para
gobernarse y participar en la vida colectiva cristiana y política. Como bien
se sabe, nunca se dio una resolución oficial al debate. Pero el argumento de
Las Casas resultó el que más influencia tuvo durante las siguientes décadas,
por lo menos en círculos oficiales de poder real y burocrático. Es
decir, si los encomenderos y muchos otros españoles en el Nuevo Mundo
persistieron en cuestionar la capacidad de los indios de vivir políticamente,
la corona, a partir más o menos de 1560, llegó a la conclusión definitiva de que los indios participarían en la
sociedad novohispana como vasallos del rey, con las obligaciones de súbditos
tributarios, el derecho de gobernar sus propias comunidades y la libertad de
litigar sus quejas ante jueces españoles.
El dilema subyacente
a este compromiso está claro. A final de cuentas, la gran riqueza de Nueva
España no fue ni el oro ni la plata, ni aun la tierra, sino los propios indios. A la luz de esta
realidad se puede vislumbrar la cuestión definidora de la posconquista:¿quién iba a controlar a los indios macehuales? Los encomenderos y
mineros querían mano de obra barata. Los oficiales y otros deseaban siervos
dóciles. Los caciques indígenas anhelaban el poder que dimanaba del control
directo sobre la distribución del trabajo de los indios. La corona buscaba una
base tributaria para suministrar al proyecto de colonización. Los macehuales
querían sobrevivir en una situación difícil. Para los
reyes el desafío político consistía en calibrar múltiples demandas que pesaban
sobre la gente común, para que no se repitiera el desastre de La Española, es
decir, tenían que encontrar una manera de equilibrar la explotación y la
protección de los macehuales.
La corona estaba mal
equipada para enfrentar esta tarea. El rey no tenía cómo ejercer el poder
directo, por ser pocos los oficiales reales, muchos los indios y muy distantes
las tierras de ultramar. Por esta razón dependía de los caciques, encomenderos
y doctrineros para gobernar una enorme agregación humana entrecortada por
profundas diferencias culturales. Pero los encomenderos apenas tenían
interés en los indios más que como trabajadores. Los doctrineros, en
gran parte, adoptaron la actitud de defensores de los indios contra los excesos
de los encomenderos, abriendo así grietas de interés entre los mismos
españoles. Por su parte, los caciques indios desde
mucho tiempo atrás habían gozado del mando sobre sus súbditos. Buscaban
continuidad de poderío en una realidad trastornada que había hecho trizas el antiguo
pacto social y político de las sociedades autóctonas. [9]
Al desafío de explotar y proteger a los indios se dio la respuesta de
someterlos a una relación tutelar, como si fueran menores permanentes con
“corta capacidad” intelectual. Legalmente eran vasallos del rey, con los
mismos derechos que otros vasallos. Como tutelares se les podía disciplinar
para su propio bien y el bien común. No se puede dudar que este
arreglo le haya convenido a la corona, pero esto no significa que haya sido una
simple hipocresía. Los tratadistas y la corona reconocieron desde
temprano que la dinámica del Nuevo Mundo ponía en peligro a los indios,
expuestos a los caprichos y la codicia de los encomenderos, los mineros y los
hacendados, quienes veían en los “naturales” simples factores de producción.
Más que nada, faltaban una doctrina y una
práctica legal para proteger a los indios contra tales excesos. El derecho español
durante mucho tiempo había reconocido que la vulnerabilidad de los menores, los
rústicos, los pobres, las viudas y los huérfanos que pasaban por el mundo sin
amparo paternal merecían la atención especial del rey. Según Las Siete Partidas, “personas coitadas”
merecían “mercet et piedat por razón de la mesquindat ó miseria en que vive[n]
y no debían sufrir “fuerza nin tuerto de los otros que son más poderosos que
ellos”. A pesar del alcance limitado de esta doctrina en la jurisprudencia
española, a lo largo del XVI la corona la
fue expandiendo, incorporando eventualmente a los indios como todo un pueblo
dentro del ámbito del término. Hasta la década de
1560, se refería a veces a ellos como “miserables”. Después de 1570, fueron aumentando las referencias
junto con una expandida conciencia de que los indios habían menester de
privilegios especiales ante la justicia.
Hasta fines del XVI, esta expansión de la
doctrina de los miserables no llegó a mucho en términos concretos. A pesar de la
gran cantidad de cédulas expedidas por el rey, los decretos que favorecían a
los indios raras veces se cumplieron y los indios quedaron con escasos recursos
para remediar la situación. Los indios, desde los más capacitados hasta
los menos favorecidos, se quejaban de las deficiencias del sistema jurídico.[10]
Según Alonso de Zurita, un indio noble criticó el sistema judicial del XVI,
diciendo que los indios “nunca alcanzan lo que pretenden, porque vosotros sois
la ley y los jueces y las partes y cortais en nosotros por donde quereis y
cuando y como se os antoja”. Tales fueron los defectos del sistema y tan
apretada la capacidad de los indios para enfrentarlos, que hacia 1580 se temía
en círculos oficiales que la incorporación de los indios a la cultura legal
española estaba a punto de fallar. Legalmente, los indios eran vasallos del rey
y podían acudir a la justicia. En la práctica su acceso era limitado e
inconsistente y a menudo, nulo.
Esta crisis de la legalidad en cuanto
a los indios no encontró remedio hasta que el virrey Luis de Velasco II
estableció el Juzgado General de los Indios en México en 1590-1592. Incumplida la promesa de integrar a los indios a un mismo orden político y
legal con los españoles, el virrey resolvió crear una jurisdicción reconociendo
institucionalmente el estado miserable de los indios. El rey ofreció su apoyo
al proyecto, concediendo ciertos privilegios legales, como procesos abreviados,
la ayuda de procuradores por cuenta del juzgado y la presencia de intérpretes,
involucrando en cualquier caso a una persona que hablara otro idioma que no
fuera el castellano. Los indios respondieron con gran entusiasmo: en los primeros
años del juzgado, centenas de comunidades e individuos presentaron peticiones.
En 1595, con aparente satisfacción, el virrey Velasco, en carta dirigida a
su sucesor, observó que donde antes la oficialidad imperial ignoraba las
peticiones de los indios, ahora “con gran facilidad y brevedad representan sus
quejas”. En las siguientes décadas, litigantes indios aprendieron a tener
acceso al juzgado y al amparo de la justicia más como condición innegable de
las posibilidades y límites de sus vidas bajo el gobierno español. He aquí
el comienzo de un gran experimento jurídico-político.
REY JUSTO Y
SUBDITOS INDIOS EN EL SIGLO XVII
La idea de un “pacto” entre rey y reino
tiene sus raíces en la visión tomista, y finalmente aristotélica de la
naturaleza humana. Para santo Tomás, como para Aristóteles, el hombre
es un “animal político”, pero un animal que organiza su vida mediante la razón,
buscando siempre el conocimiento y la virtud de acuerdo con una sociabilidad
natural.[11]
Civitas, advierten tanto Cicerón como Aristóteles, es la “perfecta congregación
de hombres, que esparcidos antes por chozas en selvas o bosques, se juntaron en
uno”. Así, una “comunidad perfecta” es la que reúne a los hombres en un
cuerpo moral gobernado de tal manera que todos los miembros de él se ayudan
“mutuamente a un fin político”. Esta mutualidad se inscribe dentro
de una jerarquía y “el bien del súbdito consiste en someterse a la
moción superior” que tiene “por oficio buscar y procurar el bien común”. El
superior no mueve al súbdito por coacción –ya que la sociedad, como un cuerpo,
no puede coercerse ni a sí misma ni a sus partes –sino por medio de la ley, y
“el súbdito –dice Suarez- se hará bueno si se somete a ella”. Esta ley,
“para ser ley, debe ser justa [y] para ser justa es preciso que tienda a un fin
bueno relacionado con el bien común”.
Desde esta perspectiva, el bien común está
muy vinculado al poder legítimo. Este poder, según
Suarez y otros escolásticos, dimana de Dios pero reside en la comunidad entera.
Por naturaleza, los hombres nacen libres; “por eso ninguno tiene jurisdicción
política sobre otro” desde un principio. Pero como ninguno tiene jurisdicción
sobre otros, lo que funda el poder político es “un deseo especial o
consentimiento general” para formar una comunidad, un deseo dado por Dios. Es
decir, el concepto autoridad no se puede desenmarañar del de comunidad; no son
dos cosas por separado, sino dos cara de la misma moneda. Esto nos da a
entender que “el reino juega el papel de un asesor del rey para el establecimiento
de la ley, y después debe seguirse la promulgación de la ley, y después la
aceptación de los súbditos”.
Para Suarez, estos principios no se limitaban a una sola
comunidad humana: existía una unidad humana, tanto política como moral, que
trascendía la diversidad de los pueblos. Esta unidad se extendía a todos los
hombres, fueran extranjeros o no. Esta conclusión fue la revelación más notable
de las insólitas relaciones entre mundos europeos y nativos de la América a
partir de 1492. Pero como los hombres se dividían entre varios pueblos, no
podía existir un solo “pacto” emanado del derecho natural que gobernara a
todos, sino que la unidad se expresaba a través de buenas costumbres,
compartidas con armonía. Es decir, la unidad existía en principio pero el conjunto
concreto de la diversidad, el armazón de la convivencia humana, se tenía que
construir para que existiera algo como un “pacto”. Vitoria, Suárez y muchos
otros se esforzaron en articular esta visión a lo largo del siglo XVI.
Claro está que la aceptación de un pacto por
los súbditos no es, y no puede ser, ni automática ni segura. Sólo las
leyes justas obligan. Las injustas son nulas porque, según santo Tomás,
“tales, más que leyes, son actos de violencia, y por tanto no obligan en
conciencia”. Una ley puede ser injusta por mirar por intereses
particulares en vez del bien común, por imponer una carga sobre algunos y no
otros “a quienes toca por igual la materia de la ley”, o por imponer una carga
igualmente sobre todos sin reparar en diferencias de fuerza y capacidad. La ley
justa es la que, según san Agustín, “da a cada uno lo suyo”, máxima que repite Las Siete Partidas[12].
Cada miembro de una comunidad tiene su lugar en el conjunto, y el derecho debe
tomar en cuenta la especificidad de ese lugar. La ley que opera sin reconocer
este lugar es, por ende, injusta. Para cada persona, pues, el derecho es un
espacio dentro del cual puede buscar lo que le toca según los lindes del bien
común.
Ahora bien, hablar de un “pacto” entre rey y
vasallos representa una ficción, en particular en el Nuevo Mundo; los indios no
tenían representación en las cortes (como tampoco los criollos) ni llegaron
físicamente a la corte real (con rara excepción) para presentar sus quejas o
discutir los pormenores de decretos reales y sus efectos sobre una población
tributaria. ¿En qué, pues, puede haber consistido un pacto entre un rey lejano y vasallos
indígenas? ¿Qué significa decir que tal pacto se aceptaba entre súbditos
indios? Y si la idea de un pacto está basada en la interacción entre rey y
súbditos, ¿cuál fue la vía de su comunicación? Sostengo en lo que queda de este ensayo que el derecho en acción sirvió
como principal conductor de tal intercambio, las peticiones, los pleitos, los
litigios fomentados por indios litigantes, puestos con la ayuda o no de
procuradores españoles, juzgados por jueces también españoles. Lo
fue porque estas contiendas se procesaron a través de procedimientos
establecidos y reconocidos, en vista de un gran corpus de leyes reales sobre el
tratamiento de los indios.
Para entender bien esta relación, hay que
comenzar con el papel del monarca español en la teoría política de época.[13] Según Las Siete Partidas, el rey
era “corazón et alma del pueblo”, designado por Dios para mantener la justicia
y asegurar los derechos de cada quien, “que es vida y mantenimiento del
pueblo”. Santo Tomás asemejaba el rey a un “pastor” que posibilitaba la
convivencia en una “sociedad de muchos” por su atención al “bien común”. Para
Mariana y otros tratadistas del XVI, el rey debía cuidar de los desamparados y
escuchar las quejas de todos. Felipe II concordaba.
En cédula al virrey de Nápoles, en 1558, el rey recordó que el príncipe estaba
obligado a oír al pueblo para que hubiera “buen gobierno”. El rey, antes que
todo, era un juez con obligación de administrar la justicia.
Esta obligación se expresaba a través del
derecho. Todas las leyes, según el tratadista Domingo de Soto, debían tener como
punto de referencia la comunidad como un todo. La tarea más importante del
gobierno, y el deber máximo del rey, se entendía como “adjudicar entre
intereses concurridos” para asegurar “la paz, que es el principal bien social”,
porque, como dice santo Tomás, “la justicia se trata de las relaciones de los
hombres unos con otros”. Es decir, la justicia era sinónimo de la paz social,
la circunstancia en que cada miembro de la comunidad gozaría de lo que por
derecho le tocaba. En el Nuevo Mundo, como reconoció el
jurista Juan de Solórzano y Pereira, cumplir con este deber no resultaba nada
fácil. En “provincias remotas y apartadas de sus reyes […] los mandatos de los
príncipes suelen ser vanos o llegan flojos, y se descubre ancho campo a los que
habitan o gobiernan para juzgar y tener por licito todo lo que les pide o
persuade a su antojo.” Y particularmente en “nuestras Indias”, donde los
“mandatos por apretados que sean” a menudo no son obedecidos por los oficiales
del rey y otros españoles.
No sólo la distancia explicaba esta
flojedad. La posición estructural de los naturales era tal, que para muchos españoles
los indios representaban poco más que un recurso del cual aprovecharse.[14] En el contexto del Nuevo
Mundo, Solórzano y Pereira escribía a mediados del XVIII que los españoles
buscaban “enriquecerse por solo el sudor y trabajo ajeno”, en particular el de
los indios. De la codicia de los españoles, y de muchos otros, y
de la vulnerabilidad de los macehuales, no se podía dudar. Peor aún, los
españoles se mostraban poco “atentos al amor y servicios de nuestros reyes”,
por cuyo motivo convenía “procurar por todos los medios que fueran posibles que
los súbditos estén muy dependientes de su rey”.
Hacia el comienzo del siglo XVII, las
condiciones de esta dependencia estaban ya asentadas, por lo menos en cuanto a
los vasallos indios de la corona. Innumerables cédulas reales habían proclamado el buen
tratamiento de los indios, aunque con efecto muy limitado durante el siglo XVI.
La doctrina de los miserables, al expandir su ámbito, incluía a los indios
como pueblo étnico y prometía ciertos privilegios ante la ley para contrapesar
su situación de tributarios fácilmente abusados. El establecimiento del
juzgado entre 1590-1592 creó un espacio oficial donde los afectados de toda
Nueva España podían buscar remedio si fallaba la justicia local. En cuanto a las obligaciones tributarias debidas por los indios vasallos,
se reconocía que sólo el rey gozaba de la autoridad necesaria para imponer los
tributos y que el pago de tributos se tenía que suavizar para no sobre cargar a
los indios (aunque aquí también la ley con frecuencia no se cumplía). Es
más, era principio establecido que recaudar el tributo con el único fin de
enriquecer a la corona española o, peor, a individuos aprovechados,
representaba un reto al “decoro de la justicia”. Por esta razón, el no abusar de los indios en cuestión de tributos se basaba en el
principio aceptado de que “todo tributo justo es una deuda de justicia”, y que
si la ley tributaria era injusta, no podía obligar la petición del tributo.
Es decir, tanto el tributo como los mecanismos del derecho eran instancias
de la justicia entendida como bien común y paz de la comunidad. He aquí los
términos de un pacto político entre un rey tributario y vasallos indios –el
derecho y el tributo como obligaciones reciprocas de la justicia.
EL PACTO EN LA PRACTICA
La vitalidad cotidiana de este pacto emana
de documentos que consignan detalles de encuentros legales entre indios y entre
indios y españoles en el siglo XVIII. A partir de la década de 1590, nobles y
crecientemente macehuales se acogieron con entusiasmo a los remedios legales
disponibles. Presentaron peticiones de amparo ante jueces del juzgado y de la
Audiencia. Litigaron disputas sobre tierras y posesión, libertad y condiciones
de trabajo, tributos y diezmos, gobierno pueblerino y autonomía local, y sobre
crímenes comunes y corrientes. Aprendieron las tácticas y el lenguaje del
litigio y desde la perspectiva de hechos concretos, adaptaron y ampliaron ideas
legales, como el amparo, la libertad, la posesión, la costumbre y el bien
común. Se apropiaron la idea de la justicia como principio ordenador de una
existencia profundamente marcada por la incertidumbre y la explotación. Y a
final de cuentas, articularon una respuesta política a sus circunstancias,
aceptando su dependencia en relación con el rey, no como sumisos, sino como
súbditos insistentes en sus derechos y conscientes de las mutuas obligaciones
entre monarca y vasallos.
Esa mutualidad se manifestaba en grado
molecular en la vida cotidiana de los indios. Si bien es cierto que el rey era
“invisible” –en el sentido de que la mayoría de los súbditos, tanto indios como
españoles, no conocieron el rostro del rey, o a lo más vieron su retrato
durante un acto público -, no estaba ausente. Su presencia era
virtual, hablada, aludida, simbolizada, imaginada, emblematizada, referida y
representada en todos los cantos del día a día, y en particular en lo que se
relacionaba con el derecho: en actos de posesión de tierras; en las acciones y
palabras de oficiales indios que llevaban una vara real como símbolo de su
oficio; en decretos y reales cédulas predicadas por pregones, anunciadas en
misa y fijadas en las portadas de las iglesias; en discusiones de cabildos de
indios; en peticiones, pleitos y litigios presentados ante alcaldes mayores o
llevados a México; en mandamientos amparando a un partido contra los excesos y
abusos de otro; y hasta en la horca.
Dentro del marco de este ensayo, sólo
puedo vislumbrar algunos ejemplos de los densos zarcillos que unían la corona
con sus vasallos indígenas. Principales entre ellos fueron las “infinitas
cédulas, ordenanzas y provisiones reales” sobre el buen tratamiento de los
indios, emitidas a lo largo de los siglos XVI y XVII. Estas leyes tuvieron como
premisa la existencia de una sola sociedad novohispana que consistía en dos
repúblicas, las de los españoles y la de los indios. Como legislación, los mandamientos reales delinearon las relaciones entre
indios y otros, definiendo los privilegios y obligaciones de los vasallos
autóctonos del rey y deslindando las acciones de sus vasallos españoles y
castas. Por toda Nueva España, y en particular pero no exclusivamente en las
áreas más pobladas, los indios estuvieron muy atentos a las cédulas del rey.
Muchas veces llegaron a saber de una cédula por vía oficial: en 1542, Carlos V mandó que las Nuevas Leyes se leyeran desde el púlpito
de todas las iglesias y en 1609, Felipe III ordenó que una nueva ley que
prohibía el servicio personal de los indios a los españoles se publicara por
pregón en todas las cabeceras del reino, “para que llegue a noticia de todos y
sepan lo que en su bien y utilidad he ordenado”. En otras instancias,
las cédulas aparecían en los pueblos de indios por vías inciertas.[15]
La presencia real, mediada por la ley,
también se invocó incontables veces en actos de posesión de tierras. A lo largo
del siglo XVII, grupos de indios y españoles se congregaron por toda Nueva
España para atestiguar actos públicos en que se daba a una persona la posesión
de un terreno. Con la presencia del alcalde mayor de una jurisdicción local,
testigos indios y españoles presenciaron un ritual en el cual un demandante
recorría los bordes de la parcela, arrancaba hierbas, tiraba piedras y
simbólicamente despojaba a un intruso. Si no se voceaba oposición –y muchas veces sí se
alzaba una voz contraria- el alcalde mayor u otro oficial que presidía el acto
ponía a la persona en posesión de la propiedad en nombre de Su Majestad.[16]
También en el contexto político local se
citaba la figura del rey. En pueblos de indios, los gobernadores, alcaldes, regidores,
alguaciles y otros oficiales llevaban varas de justicia como emblema de su
cargo y autoridad. [17]
Los oficiales indios se mostraban celosos de sus varas y eran agudamente
conscientes de la conexión real que señalaban. Los indios poseedores de varas a
menudo se quejaban cuando aldeanos o hasta españoles faltaban el respeto a la
vara.[18]
Esta suerte de referencia a la figura del
rey pasaba de retórica o mero simbolismo. Peticiones y pleitos comunicaban la
presencia real a través de la sustancia jurídica que fundamentaba la relación
entre rey y el súbdito unidos en un solo orden social.[19]
Esta expectativa de protección real se
reiteró innumerables veces en las peticiones y pleitos de demandantes indios.[20] Ya hacia mediados del XVII la imagen del rey encarnaba el derecho. Por ejemplo, en 1655, algunos naturales de Texcoco buscando un mandamiento
de amparo presentaron la siguiente petición al Juzgado General de
Indios:”Decimos que sin embargo de abersenos despachado la Provisión Real que
con devida solemnidad demostramos para que la justicia nos ampare”, dos
sirvientes de Lorenzo de MOnroy, “en contravención y quebrantamiento” de los
mandatos del rey, llegaron al pueblo, ataron a Francisco Matheo y posiblemente
lo llevaron a la hacienda de Monroy para trabajar. En ésta, como en muchas
otras peticiones y pleitos, confluyen la persona real, la letra de la ley, la
protección del derecho, el poder del juez y el espíritu de la justicia para
formar una sólida estructura ideológica y política desde la perspectiva de los
vasallos más vulnerables en el imperio español del XVII.
Esta visión del rey justo, vivificada en los
decretos reales, tenía como correlato una voluntad de sumisión a su autoridad.
La principal señal de esta voluntad entre los indios fue el amplio reconocimiento
de su obligación tributaria. Grandes autores, incluso Solórzano y
Pereira, comentaron sobre la importancia de los tributos, “los nervios la
república” que aseguraban “la salud y conservación de todos” y “la utilidad
común[…] la estabilidad y firmeza de la república”. Un decreto real de 1601
dejó en claro que los indios eran “útiles a todos y para todos […] pues todo
cesaría si ellos faltasen”. [21]
Claro, los indios pagaban tributo y muchos otros no, pero
esta idea de limitar el peso tributario sobre los indios era parte del pacto
viviente entre rey y súbdito: los indios debían pagar el tributo solamente
dentro de los límites del bien común definidos por la conciencia real.
No significa que faltaran abusos, pero como lo demuestran los muchos pleitos levantados
por demandantes indios, fueron abusos disputados desde una posición de
reconocimiento de ciertos derechos y sancionados protegidos por la ley.
Por esta razón, en sus peticiones y pleitos,
los demandantes indios recurrieron a la obligación tributaria como base sólida
para su protección y como signo de su relación con la corona. Peticiones de
amparo y pleitos que buscaban un remedio legal en cuestión de tierras, libertad
o gobierno local, insistían en que una parcela de tierra o la capacidad de trabajar
les permitían sostenerse y pagar sus reales tributos y servicios a Su Majestad
como era su obligación.[22]
Ser tributario significaba ser vasallo, un
estado que los demandantes indios reclamaban con cristalina conciencia de
reciprocidad política para con el rey. Covarrubias, citando Las Siete
Partidas, ofreció como definición de “vasallo” una persona sujeta a un
señor, afirmando que estas dos palabras eran “correlativas”:”Porque no habría
señor sin vasallos, ni vasallos sin señor”. No hay nada
de sorprendente en que los indios hayan adoptado la retórica del vasallaje:
querían aventajar a la oficialidad y más valía demostrar su sumisión al orden
establecido. Sostengo, no obstante, que las frecuentes referencias a la
persona y autoridad del rey fueron más que una mera expresión de interés. Desde
muy temprano, los indios dominaron el lenguaje y protocolo con que se dirigían
a la corona.[23]
Al pasar de las décadas, esta retórica
florida fue desplazada por un sentido más contractual y legalista, basado en la
reciprocidad entre rey protector e indios tributarios. Hacia mediados del
siglo XVII, las peticiones y pleitos hablaban más de decretos reales, de la
justicia real y de los tributos como piedras angulares del vasallaje que de los
pies del rey. Una carta escrita por los principales del
pueblo de San Pedro de Tlapalcatepec al obispo de Oaxaca durante la rebelión de
Tehuantepec entre 1661-1662, enfatizó que los indios se gobernaban bien,
asistían a misa, obedecían la ley, pagaban el tributo y no estaban alzados
contra el rey, como algunos decían. Más bien, eran “quietos y pacificos, sin
cambio o alteración […] humildes, como leales vasallos de su Magestad”. No cabe
duda que estos indios buscaban urgentemente convencer a la oficialidad de que
no representaban un peligro para el reino, y de que entendían que la mejor
manera de hacerlo era honrar al rey. Pero lo hicieron a través del lenguaje de
la reciprocidad y del vasallaje, indicando que veían en esa relación una manta
de protección contra los que abusaban de ellos por motivos privados, en vez de
hacer mejorar el bien común.
Fue ésta una duradera y pujante
fórmula política. En 1714, el gobernador indio de Anenecuilco, Cuautla,
presentó una relación al virrey, acusando a un hacendado español de haber
robado tierra dada “por su magestad”. Al cerrar la carta, invocando el pacto de
protección-lealtad que fundaba su relación con el rey a través del virrey, se
declararon “leales vasallos de su Magestad y deseosos de que sus vasallos
permanezcan suplicamos a la grandeca de V.Ex nos mande restituir en pasifica y
segura posesión nuestras tierras”. Y así lo mandó amonestando a la justicia de
Cuautla que lo hiciera “sin causarles vexaciones”.
CONCLUSION
“Hermanos míos no muero por traidor
al Rey Nro.
Señor ni por inobediencia ni por
haver hecho
Alboroto sino por los repartimientos”
Fabián Martín, 17 de Octubre de 1661.
Fabián Martín era gobernador del
pueblo indio de Lachixila cuando estallaron los tumultos de Oaxaca en 1660. Los
indios del pueblo de Tehuantepec habían asesinado a su alcalde mayor por abusar
del repartimiento de bienes que formaba
parte integral de la economía oaxaqueña en el siglo XVII. Muchos pueblos luego
se unieron a la protesta contra tales abusos. Martín, como algunos otros, había
sido juzgado sumariamente y sentenciado a muerte por el oidor Francisco
Montemayor de Cuenca de la ciudad de México, por orden del virrey para
investigar los hechos. Martín pronunció en lengua zapoteca y en voz alta las
palabras arriba citadas a un gentío de indios y españoles momentos antes de
morir ahorcado.
Su declaración nos deja un enigma.
¿Se puede ignorar por tratarse de las últimas palabras de un hombre condenado?
¿Le advirtieron los padres que lo atendieron en sus últimos momentos por el
bien de su alma, que dejara en claro su lealtad al rey? ¿Será que Martín
buscaba con sus palabras apaciguar a la muchedumbre india, temiendo violencia
contra ellos si se alzaban? El oidor había exagerado en las condenas, y aunque
no hubo ataques contra gente del común, la sombra de la violencia pendía sobre
los procedimientos. Dado que la única documentación que tenemos sobre la muerte
de Fabián Martín fue escrita por un testigo español, ¿no debemos sospechar que
una declaración de lealtad al rey fuera inventada por el testigo de acuerdo con
los dictámenes retóricos de una relación que se proponía poner fin a un
amotinamiento contra la autoridad del rey?. Ninguna de estas
posibilidades se puede descartar, pero hay que destacar la que es quizás la más
natural: que Martín se expresó tal como lo concebía su posición en el imperio
español, un leal vasallo explicando que no se alzaba contra el rey, ni se
rebelaba contra la ley, sino que moría protestando contra las injusticias del
repartimiento de bienes.
Solemos olvidar que los indios del Nuevo
Mundo no fueron simples victimas del imperio español. Fueron explotados,
robados de sus vidas en muchas instancias, expuestos a las peores bajezas
humanas. Pero también fueron actores atentos a las fisuras, presiones y
oportunidades inherentes en un vasto experimento jurídico, político y
administrativo cuyo marco fue definido por la corona española, en sí misma
nunca monolítica. Desde muy temprano, los reyes entendieron que
abandonar a los indios a las tiernas misericordias de los conquistadores y
encomenderos no sólo acabaría con ellos, sino que le negaría a la corona una
eficaz influencia sobre sus vasallos españoles en el Nuevo Mundo. No había
suficiente personal para controlar directamente tierras tan lejanas, tan
pobladas y tan diferentes. De esta preocupación, a lo largo de los siglos XVI y
XVII, tomó forma el cuerpo legislativo sobre el buen tratamiento de los indios.
No fueron leyes perfectas. Algunos reyes y virreyes fueron más
concienzudos que otros para cuidar de los indios. Todos sufrían la necesidad de
simultáneamente explotar y proteger a sus súbditos indios y, como se ha
demostrado, la relación entre rey y virrey nunca fue de cumplimiento
automático. Por su parte, los demandantes indios que acudían a
la ley no necesitaban tratados de jurisprudencia para entender su situación.
Vivían las ambigüedades del imperio en carne y hueso, respondiendo a su manera
desde una perspectiva a la vez local y global. Así se convirtieron en fiscales
informales de la corona, en defensores de las leyes que formaban la única
barrera contra los abusos de vasallos aprovechando, poco entregados a la letra
de la ley y al espíritu de la justicia.
La justicia, pues, simbolizada por el rey
–juez fue la fuente que alimentó la nueva relación jurídico-política entre
enemigos íntimos y aliados renuentes que brotó inesperadamente sobre las ruinas
de la victoria de algunos y la derrota de otros. No la justicia como mera
abstracción, sino la justicia como ideal viviente, una aspiración
definidora, ni menos genuina ni más frecuente que cualquier otra, incluso la
proclamada igualdad ilustrada de una época posterior. La gran ironía de la solicitud real para con los indios fue que el monarca
español carecía de sostén constitucional para su gobierno en el Nuevo Mundo: de facto, las tierras tomadas por los
conquistadores se consideraban Estado privado del rey de Castilla; de iure, al rey le faltaba una base legal
para fundar su dominio, como aclaró Vitoria. No obstante, fue la corona la que
se propuso defender a los indios de la codicia burla leyes de tantos pobladores
españoles.
Esta ironía fue la premisa del “pacto o
convenio” que se dio entre el rey y esa parte del reino compuesta por los
indios subyugados al dominio imperial. En el contexto insólito del Nuevo Mundo, la corona española combinó un arreglo medieval –la relación entre señor y
vasallo fundada en derechos y obligaciones recíprocas definidas por ley y
animadas por una conciencia de justicia y amparo- con reformas jurídicas que
respondían a las inesperadas circunstancias políticas generadas por la revuelta
comunera, para responder al desafío de unir pueblos de distintas culturas e
historias en una misma civitas. Esto lo hizo, claro está, por intereses
económicos y políticos, pero también de acuerdo con una filosofía basada en la
idea de que una “sociedad perfecta” debía incluir a todos. Y aunque muchos
españoles se opusieron a esta teoría, o simplemente la desconocieron, los vasallos indios, a través de sus peticiones y litigios, supieron
aprovecharse de las leyes a medida que se iban promulgando. Se volvieron así
amparados del rey, adeptos del derecho, súbditos de la justicia y defensores de
la legalidad porque les tocaba, porque les convenía y porque al fin y al cabo
la ley representaba un recurso para personas moral y políticamente
desprovistas.
No hubo nada de automático en el proceso
histórico que dio este resultado. En 1563, Pedro de Quiroga, en su Libro intitulado coloquios de la verdad, concluyó que los indios
mostraron escaso interés en los procedimientos jurídicos o en el amparo real.
“El rey está tan lejos –se imaginaba Quiroga decir a los indios- que no lo
podemos ver y por eso no podemos esperar de él un remedio”. Como bien sabemos, esta visión de una población indígena pasiva y
resignada es incorrecta. Es cierto que los circuitos legales fueron bastante
estrechos hasta fines del siglo XVI, pero sabemos que a partir del primer
decenio de la conquista, individuos y grupos autóctonos acudieron a la justicia
real para animar y resolver pleitos y que de 1600 en adelante al ámbito del
derecho se fue expandiendo. La prueba de la profundidad de un sentido
legalista entre los indios se puede ver en una carta que mandó un grupo de
caciques durante los disturbios de Tehuantepec en 1660. Contradiciendo a
Quiroga, estos suplicantes dejaron en claro su esperanza y su expectativa: “Su
majestad nunca es tan distante para el amparo de sus vasallos y más desta
qualidad, pues inmediatamente después de Dios corremos por quenta Vra”, escribieron desde Oaxaca a finales de 1662, recordando su obediencia al
rey y la obligación del rey para con ellos.
Claro, mucho más falta saber de los
contratiempos y desacuerdos entre rey y virrey, de las maniobras de los
oficiales locales y de las estrategias de los indios para enfrentarse a la
explotación que fue simultáneamente la condición de su incorporación a la
sociedad novohispana. Es decir, mucho más hay que conocer de la política y de
la cultura política del siglo XVII. Como han indicado recientes estudios, ya no
basta concluir que por falta de un “estado modernizante”, por falta de una
institución representativa, por falta de una “esfera pública burguesa” no había
política. Esta posición representa una simple falta de imaginación histórica y
un error de perspectiva. No me detendré en este punto, pero vale
subrayar que nos toca recuperar una noción de la política como
principio organizador de la época colonial. Esto
significa hablar de la “ideologización de la muchedumbre”, de una “esfera
pública barroca”, de la base patronal del poder, del “perfomance” y del
espectáculo, de los rumores y de los complejos circuitos locales del poder y,
claro está del derecho y el litigio como una forma de política.
Ahora bien, recurrir a la palabra “política”
para describir el papel de las leyes y el litigio en los siglos XVI y XVII con
lleva el peligro de anacronizar. Por el vocablo política no se entendería sino hasta mucho
más tarde del sentido de competencia interesada y desconectada del bien común
que hoy domina nuestra usanza. Pero tampoco podemos eludir la necesidad de
acudir a esta palabra para entender algo de la relación entre españoles e
indios. Como ha dicho William Taylor, una de las ventajas
del estudio histórico “de la operación del derecho en relaciones de
desigualdad” es que nos permite “examinar la política sin […] excluir la
mayoría de la población por ser “no político”. Es decir, el derecho, las leyes
y sus procedimientos y la justicia son, desde nuestra perspectiva, política con
otro nombre. Pero la política no se puede entender como un simple presagio de
lo que hoy entendemos por esta palabra. Esto sería olvidarnos del marco dentro
del cual tanto indios como españoles y castas dibujaban sus destinos. Por
esta razón he insistido en hablar de un pacto entre rey y súbditos, y de la justicia como punto focal de la
relaciones entre los hombres y la sociedad. Estos fueron términos de la época.
A partir del siglo XVII, reclamantes y litigantes indios parecen no haber
dudado de que las dos repúblicas, de españoles y de indios, se hallaban “unidas
y hacen un cuerpo en estas provincias”, como dijo Solórzano y Pereira a
mediados del siglo XVII. Reconocían en las leyes un recurso tan vital como
moral, y se entregaban como mejor podían a los decretos y al amparo del rey,
quien se había comprometido legalmente con sus vasallos tributarios en el Nuevo
Mundo. He aquí el origen de la calidad demótica de la cultura de petición y
litigio que figuraba con tanta insistencia en las vidas indígenas.
En suma, un nuevo examen detenido y
detallado del funcionamiento del derecho – desde sus premisas filosóficas hasta
su concreta práctica- nos permite entender no sólo cómo los colonizadores
controlaron a los colonizados, sino cómo la corona ejerció cierto control sobre
sus vasallos españoles que tan a menudo se mofaban de los decretos reales, en
especial aquellos que tocaban al tratamiento de los indios. De igual
importancia, nos permite vislumbrar algo más del proceso por el cual los
súbditos indios aprendieron el uso y el refugio de la legalidad como base de un
verdadero pacto político con el rey lejano.
[1] Durante el auge de la Roma imperial, romanos y extranjeros
estuvieron regidos por una misma ley, pero sin que los derrotados jugaran un
papel activo en el arreglo político, y mucho menos que se vieran como pactantes
con el emperador.
[2] Así también entendía el asunto Diego de Saavedra Fajardo en la
empresa citada. Es más, según Saavedra, no había “mayor infelicidad, que mandar
a los que por temor obedecen, i dominar a los cuerpos, i no a los animos: Esta
diferencia ai entre el Principe Justo, i el tirano (…)
[3] Según Diego de Covarrubias, en el diccionario elaborado
contemporáneamente al De legibus.
[4] a su vez, derivaba del latín componere
.
[5] En 1535 estableció el virreinato de Nueva España, mandando a
Antonio de Mendoza, el primer virrey, para que administrara la justicia y
produjera una relación de las comunidades novohispanas, incluso los pueblos de
indios
[6] Woodrow
Wilson Borah
historiador estadounidense del México colonial, cuyas contribuciones de
investigación sobre demografía, economía y estructura social lo convirtieron en
un destacado latinoamericanista. Llevó a cabo proyectos para recopilar datos de
archivos sobre poblaciones indígenas, empresas coloniales y relaciones de
"vida terrestre" que revolucionaron el estudio de la historia de
América Latina
[7] Aunque los monarcas católicos habían discordado en un inicio sobre
la libertad de los indios –en 1503 la reina Isabel declaró que los indios eran
libres y no siervos, y en el mismo año el rey Fernando mandó que se dieran en
encomienda a los españoles-
[8] Lejos de ser un árido ejercicio escolástico, las intervenciones
teológicas y legales de Vitoria y otros influyeron en las vidas de los indios.
Por ejemplo, las Nuevas Leyes, promulgadas por Carlos V en 1542 con el
propósito de abolir las encomiendas, siguieron estrechamente las reelecciones
dictadas por Vitoria en Salamanca en 1539. Y si no llegaron a cumplirse por la
oposición de los encomenderos, se puede decir que pusieron los cimientos de la
legislación protectora que a lo largo del siglo XVI buscó proteger a los indios
de los abusos más notorios.
[9] Además, como ha observado Alejandro Cañeque, los oficiales reales y
en particular los corregidores y alcaldes mayores encargados de administrar y
defender las comunidades indígenas, eran “menos que fidedignos instrumentos de
la autoridad real”.
[10] Pedro de Gante, en carta dirigida al rey en 1552, comentó que los
macehuales sufrían más que nadie porque los caciques indios les robaban para
litigar en México.
[11] La razón se manifestaba sobre todo en la capacidad lingüística.
Como observa Suarez, “el hombre es un animal social y de una manera natural y
recta tiende a vivir en comunidad”: “No es bien que el hombre esté solo”.
Porque, como dice Cicerón, “[n]ada de lo humano le es más grato a Dios […] que
el que los hombres tengan entre sí una sociedad ordenada y perfecta, la cual se
llama ciudad [civitas]”.
[12] Las Siete Partidas (o
simplemente Partidas) es un cuerpo normativo redactado en la Corona
de Castilla, durante el
reinado de Alfonso
X (1252-1284), con
el objetivo de conseguir una cierta uniformidad jurídica del Reino. Su nombre original
era Libro de las Leyes, y hacia el siglo xiv recibió su actual denominación,
por las secciones en que se encontraba dividida.
[13] Tanto Las Siete Partidas como
santo Tomás y los escolásticos del XVI expresaron claras ideas sobre los
deberes y poderes del rey.
[14] Testimonios de la codicia española abundan en las fuentes de la
época. Juan de Mariana observó en 1599 que los ricos “acaparan todo y no queda
nada para los pobres” y por esta razón “para el hombre que busca el poder, le
es importunismo el pobre”. O como aseveró Hevia Bolaños en su manual de
práctica legal, escrito en el Perú en 1602, “es natural de los potentes oprimir
a los pobres”.
[15] Por ejemplo, los vecinos de San Francisco Ystaquimastitlán en una
petición dirigida al Juzgado General de Indios, en 1655, citaron “sedulas y
mandamientos tocantes a nuestro amparo” recién llegados al pueblo, para que
“nadie nos maltrate ni moleste a los naturales indios”. Que no se publicara una
ley a veces suscitaba pleitos y hasta protestas entre los indios. En 1633, los
naturales de Tistlantzingo, un pueblo cercano a Acapulco, pidieron y recibieron
del virrey una copia del decreto que abolía los repartimientos y “en nombre de
su majestad” […] dejando los indios en su libertad para que sirvan a quien
mejor partido y tratamiento les hiziere o se ocuparen en los que les fuere mas
combiniente y la justicia los anparen en esto”. También en 1633 en Xochimilco,
en las afueras de México, 200 indios llegaron a la casa de Francisco Ponce,
teniente del alclade mayor, con una copia del nuevo decreto del rey que
prohibía el servicio personal de los indios a los españoles. Con “muchas voces”
alzadas, el gentío insistió en que se debía fijar el decreto en el tianguis
para que todo mundo verificara su contenido y supiera que los indios ya no
estaban sujetos a servicio personal.
[16] En un caso de 1660, los residentes de Santa Ana, cerca de Sultepec,
pidieron al alcalde mayor una parcela de tierra, “como manda nuestro Rey y
señor que se nos diera a entender que los españoles no tienen tierras
ningunas”. El alcalde mayor estuvo de acuerdo y leyó el siguiente texto en
náhuatl a los naturales del pueblo, en nombre del rey:”Venid aca hijos, saved
que su magestad me manda en su decreto real que os dé la posesión: la qual os
doy de todas vuestras tierras, para que las repartéis a los naturales para que
las siembren y busquen su sustento y paguen los reales tributos”.
[17] Según el Tesoro de la lengua
castellana de Diego Covarrubias, la vara servía de “signo y animadvertencia
al pueblo, que cada uno de los susodichos [oficiales] en su tanto representa la
autoridad real y así el más ínfimo destos ministros dice en las ocasiones:
Teneos al rey”.
[18] En las afueras del pueblo de Guautitlán, en 1643, un mestizo asaltó
al tequilato, el cobrador de tributos. El oficial le rogó varias veces a su
asaltante que se fuera “con Dios” y que respetara “la vara de la real justicia”
y que mirara “a la vara del rey”. En 1650 en San Mateo , Coyoacán, el
gobernador mestizo acusó a un macehual del pueblo de haber “echole pedasos la
bara de la justicia que tal gobernador tenía en las manos, en presencia de
mucha gente, asi españoles como naturales”. Testigos corroboraron el
testimonio, diciendo que era cierto que el acusado “hico pedasos la bara del
rey que llevaba en la mano y que esto es público y notorio porque lo vieron
muchas personas”.
[19] Por ejemplo, una banda de residentes de Tepetlixpa llegó a la
capital en agosto de 1629 con una copia de un decreto real de 1604. Este
documento, que habían guardado en la caja de comunidad del pueblo durante
muchos años, comienza con las palabras “Su Majestad el Rey”, y sigue
describiendo la política real sobre las reducciones de indios. Según el
decreto, las reducciones existían para que los indios “participen de la
política christiana espiritual y temporal con la menos descomodidad suya que
fuese posible”, porque no era natural que fueran “demarrados en las quebradas
montes soledades y sin poblaciones”. Si algunos se vieran forzados a dejar sus
tierras para congregarse en otro pueblo, podrían volver en el futuro y
reclamarlas sin impedimento. Y si a su retorno “algunas personas” habían
ocupado el terreno, el alcalde mayor las echaría y pondría en posesión a los
“miserables indios”, para que “no queden en ninguna manera en poder de los
españoles”.
[20] En 1641, Juan Agustín de Coyotepeque, Guautitlán, lejos de México,
presentó una petición pidiendo su libertad, porque Francisco Gómez, minero
español, tenía presos a su esposa e hijo menor para que trabajaran en la mina.
La situación, insistió la petición, contravenía “su libertad y derecho natural
y decretos de sus Majestad”. Pedía que el alcalde mayor libertara a su esposa e
hijo y que los dejaran vivir y trabajar donde quisieran, de acuerdo con “el
gran número de reales decretos” que protegían a los indios.
[21] Solórzano y Pereira reconoció el peligro para los indios inherente
en esta utilidad y amonestó que “el bien y utilidad común […] no debe gravar
más a los indios” que a otros vasallos del rey.
[22] Una petición de 1687 presentada por los indios de Cuernavaca
observó que “somos unos pobres tributarios y que no tenemos donde buscar el
tributo” porque un hacendado español les había quitado la tierra. “Nos socorra
y ampare –le pidieron al virrey- como nuestro amparo protector que es su
Excelentísimo señor de todo este reino y de los pobres más que de otros porque
nuestro señor lo trajo para eso”.
[23] En carta de 1570, los caciques y noble de “México, Tezcuco,
Tlacupan y de otras provincias y pueblos de Nueva España” se quejaron de
excesivas imposiciones tributarias e invasiones de tierras por parte de los
españoles, encomenderos como cleros. Refiriéndose al rey como un pastor y un
padre, y “besando los pies reales”, pidieron el cumplimiento de los decretos
contra los abusos de los indios”.
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