"De puesto de avanzada a centro comercial: Tráfico y comercio en el Buenos Aires colonial."
Lo que hoy conocemos como
Buenos Aires –la ciudad más grande del cono sur americano, el
centro cultural, la capital nacional de Argentina, y el gran foco comercial- surge de
comienzos muy modestos. En el siglo XVI, los primeros intentos para
lograr un mayor asentamiento, fracasaron; en 1541,
los últimos remanentes de la expedición de Don Pedro de Mendoza –que contaba
con 1.000 hombres en 1536- abandonaron su asentamiento original
en medio del hambre, indios hostiles y discordia interna. Juan de Garay, regresó
de Paraguay, 39 años más tarde sólo con 64 hombres, entre españoles y criollos. Su modesto
asentamiento persistía, no cómo el centro administrativo del dominio español de
la región, sino como una avanzada.
Buenos
Aires, último de los pueblos establecidos durante el siglo XVI en la
región del Río de la Plata, no ocupaba un lugar preponderante en el mapa
colonial; ciertamente, no se
intentaba que fuera una futura capital virreinal. Sin embargo, la
ventaja particular de este asentamiento residía en su ubicación con respecto al
Perú, dado que este último poseía las minas de plata más productivas del mundo
colonial, así como las costas del Atlántico Sur, desde donde las rutas
marítimas conducían a Europa. Consecuentemente,
el tráfico y comercio hicieron de la villa-estuario llamada Ciudad de la
Santísima Trinidad y Puerto Santa María de los Buenos Ayres- una importante
ciudad colonial.
Durante su
vida colonial, Buenos Aires luchó en contra de las políticas económicas
proteccionistas y mercantilistas. Por otro lado, el tráfico
oficial fluía a través de Lima y Panamá, de modo, que esta modesta avanzada en
la ribera del Río de la Plata, prosperó gradualmente con el contrabando; así su experiencia como puerto cosmopolita comenzó muy
tempranamente. Durante
los siglos XVII y XVIII sus
pobladores comerciaron con diversos países extranjeros portugueses,
holandeses, ingleses, franceses y norteamericanos, además
de los españoles. Las autoridades reconocieron el fracaso del
proteccionismo mediante concesiones irregulares, permitiendo un intercambio
portuario legal más libre, pero estas concesiones sólo sirvieron para activar
más el contrabando.[1]
En 1776, habiéndose convertido, más o menos por su propio
esfuerzo, en un centro comercial y urbano importante, la Corona Española creó
el virreinato del Río de la Plata y Buenos Aires fue nombrada su capital. Este
mero status devino un triunfo para las políticas proteccionistas del imperio,
porque España se convirtió de esta manera en el socio comercial más importante
de Buenos Aires, con la exclusión de los extranjeros no autorizados. La ciudad aumentó su población
y los comerciantes se enriquecieron importando mercancías españolas y europeas
para toda la región y, aunque la plata era el producto de exportación más
importante; el tráfico secundario de productos agrícolas estimulaba la
creciente industria ganadera, impulsando con ello el auge del puerto.
La prosperidad virreinal tenía un precio: las
guerras que interrumpían el comercio, la invasión extranjera, y el agotamiento
de las minas de plata peruanas, dividieron a la comunidad mercantil porteña de
acuerdo a las divergentes tendencias políticas del comercio colonial. Un
grupo favorecía la libertad de intercambio comercial; el otro, buscaba asegurar
y proteger el tráfico porteño para España.[2]
La villa insignificante de 1580, iba a
convertirse y a crecer del comercio ilegal durante un siglo y medio, hasta
convertirse tranquilamente en uno de los grandes centros comerciales de la
América española, casi sin necesidad de sanciones imperiales. Poco
después del establecimiento del puerto,
transportistas de Córdoba y Tucumán llevaron textiles nativos de algodón y lana
para ser enviados en barcos destinados a Brasil, asegurando, a cambio, bienes
europeos que consideraban vitales para el mantenimiento de la civilización en
las Indias. Los
residentes porteños que en 1600 no sumaban más de 500, consumían muy pocos
productos del interior, pocas mercancías portuguesas y castellanas y no poseían
esclavos, sin embargo, llegarían a ser un gran centro de comerciantes y, a
menudo, de Contrabandistas.
La política española había
prohibido el comercio directo en Buenos Aires debido a que carecía del poder
marítimo suficiente para controlarlo. El tráfico oficial de plata del pueblo
minero de Potosí descendía de las montañas andinas a Lima, iba por barco a
Panamá, cruzaba el el itsmo hasta la
feria comercial de Portobelo y pasaba después a Cádiz y a Sevilla en galeones
españoles, de esta manera los oficiales españoles podían proteger el transporte
de metales preciosos y de mercancías, de los piratas y de los enemigos
nacionales, mientras recolectaban impuestos a lo largo de su travesía. Mientras
tanto, en los márgenes del imperio, la escasez de estos productos y sus altos
precios condujeron al contrabando en gran escala, Buenos Aires era sólo una
avanzada.
Los primeros porteños, residentes del Puerto
de Buenos Aires, expresaron la necesidad de incrementar el comercio en su
pueblo. Privados de los bienes europeos, los porteños se quejaban de que los
comerciantes de Lima rara vez enviaban cargas a las tierras altas y, cuando la
ropa, vino, aceite, armas,etc, llegaban de Perú, sus precios eran prohibitivos
y de pésima calidad. La misma
ropa de lana que en España costaba 2,50 pesos, en Buenos Aires era vendida en
20; además, los porteños lamentaban tener que exportar sus pieles y carne seca
por los Andes, cuando los cargamentos directos de productos nativos para Brasil
venían al doble de su costo original. En carta a oficiales de la corona,
los porteños señalaban las ventajas del puerto, sugerían, la conveniencia de una escala en Angola para
traer un cargamento de esclavos en el viaje de regreso. Ciertamente, estas quejas ocultaban el interés de
los porteños de vender más que de consumir la mayoría de los artículos de su
amplio comercio, para los mercados de Córdoba, Tucumán y Potosí.
Las autoridades reales, bajo la influencia de
los intereses comerciales de Sevilla y Lima, prefirieron responder autorizando
sólo unos cuantos barcos registrados en los muelles. Al principio, se permitió
a los porteños comerciar con Brasil y España siempre y cuando no exportaran
metales preciosos. La actividad de estos barcos
registrados continuó hasta mediados siglo XVII. Las
autoridades también reconocían el derecho de los buques “en apuros” de
detenerse en Buenos Aires para efectuar reparaciones, pero el comercio estaba
vedado a su tripulación. Al carecer de buques mercantes, la corona
garantizaba contratos de comercio esclavista a compañías extranjeras,
comenzando con los portugueses; esto dio pie para que los comerciantes porteños
y sus socios comerciales internacionales abusaran de ambas concesiones. Al
final se comprobó que la corona española fue incapaz de frenar el contrabando.[3]
Aún sin datos confiables para el comercio
clandestino, el crecimiento de la población puede revelar su importancia para
esta ciudad comercial: 1615 tenía 1000 habitantes- en 1674 4.607 – en 1721 8.908 y en
1770 22.551. La ciudad porteña se permitía recibir de dos a cuatro barcos
oficiales anualmente, pero de cualquier forma, tenía una población que se
duplicaba cada 31 años.
Los portugueses fueron los primeros de una larga lista de
extranjeros que comerciaban y fueron absorbidos por Buenos Aires; en fechas tan
tempranas como 1586, pasaron vendiendo sus productos en Santiago del Estero, su
línea comercial favorita eran los esclavos africanos de las costas de Guinea. En
1595, la concesión real del asiento
(contrato exclusivo para vender esclavos en las colonias) ayudó a los comerciantes portugueses en sus negocios legales e
ilegales. Intercambiaban esclavos por harina,
ropa, cecina de res, cueros y cebo; pero el contrabando de plata consumía la
mayor parte de sus esfuerzos. En los primeros
años del siglo XVII sus barcos aparecían con bastante
frecuencia en el puerto de Buenos Aires.[4]
Los comerciantes portugueses y las
autoridades locales colaboraban amigablemente en este puerto colonial español:
regularmente las autoridades de la ciudad confiscaban importaciones de
mercancías y esclavos sin licencia, sólo para venderlos nuevamente a sus
propietarios originales en subastas fraudulentas. Estos engaños hicieron que los importadores llevaran la documentación
correcta para transportar carga hacia el interior que de otra manera sería
ilegal. La mayoría de los esclavos
enviados hacia el interior trabajaban como sirvientes, artesanos, granjeros,
pastores y mineros. Los barcos que traían africanos encadenados partían de
regreso con plata ilegal mezclada con el trigo y carne seca, que entregaban en
Portugal. Los miembros del clero también tuvieron injerencia
en el comercio de contrabando: los novicios portugueses podían viajar a Buenos
Aires para ordenarse y regresar con barras de plata en su equipaje.
Aparentemente, tales métodos fueron tan exitosos que permitieron a los
comerciantes usar los edificios de los jesuitas como bodegas para sus
mercancías y su plata.
A principios del siglo XVII, los esclavos y la plata eran los principales rubros de este
comercio clandestino; los comerciantes de Córdoba y Tucumán sumaban a la
exportación cueros, trigo, carnes secas, sebo, lana cruda y ropa. Por su parte,
los comerciantes portugueses traían vino, productos de hierro, azúcar, lana
alemana y castellana, pescado seco y membrillos en conserva.
Hacia mediados del siglo XVII, sin embargo, los portugueses habían cedido su hegemonía
comercial en el puerto de Buenos Aires a los comerciantes holandeses.
Portugal y Brasil se habían salido de
control de la corona castellana,
mientras que España luchaba contra Gran Bretaña. Bajo estas circunstancias
los transportistas holandeses encontraron una rápida acogida para sus
mercancías –incluyendo a los esclavos- por parte de los oficiales patriotas de
Buenos Aires. Las pieles vacunas
también se estaban convirtiendo en mercancías valiosas en Buenos Aires; los
barcos holandeses cargaban, además de plata, varios cientos de pieles que
compraban por el equivalente de un peso. Mismas que vendían en Europa en 6
pesos. Los comerciantes extranjeros habían encontrado un punto débil en el
sistema mercantil español.
Como sus predecesores portugueses, los
holandeses y otros extranjeros, demostraron su capacidad para practicar
ampliamente el comercio clandestino; antes de echar ancla en el puerto,
desembarcaban sus mercancías más valiosas en las costas cercanas a Buenos
Aires, de modo que en las aduanas portuarias pagaban impuestos sólo por las
mercancías de menor valor.[5]
En suma, los barcos registrados oficialmente en el Consejo de Comercio español,
abusaban de sus privilegios en cada escala. El monarca castellano, Carlos II, al saber de la magnitud
del contrabando en Buenos Aires, advirtió a sus ciudadanos que el comercio
ilegal con extranjeros debilitaba a España y ayudaba a sus enemigos; castigó a
los oficiales porteños que se habían enriquecido con el contrabando y a los
comerciantes del interior, quienes preferían los artículos más baratos
desembarcados en el puerto atlántico en vez de los despachados en Lima. Sin embargo, a pesar de estas medidas, el
comercio ilícito en Buenos Aires continuó a lo largo del siglo
XVIII.
A
principios del Siglo XVIII, los comerciantes británicos lograron la supremacía
comercial en el Río de la Plata; el Tratado de Utrecht, que dio fin a la guerra española de
sucesión, concedió a la British South Sea Company, el derecho exclusivo de introducir esclavos a los dominios españoles y
la compañía estableció una bodega en Buenos Aires que surtía el cargamento
humano que debía ser vendido en mercados tan lejanos como el Potosí y Chile.[6] El
asiento estipulaba únicamente las importaciones de esclavos, pero no regulaba
el comercio de otros productos ni de la plata española, por este motivo, la
South Sea Company no mantuvo el trato. Los comerciantes ingleses importaban
mercancías bajo el rubro de “provisiones de las compañías”, o simplemente
vendían sus bienes a los porteños a bordo de los barcos y dejaban que ellos los
desembarcaran sin pagar derechos aduanales. Pretextando falsas averías en sus
barcos, los ingleses tenían oportunidad de descargar mercancías ilegales, en
tanto sus barcos eran “reajustados”. Para reducir sanciones por el comercio
ilegal, compartían sus ganancias ilícitas con los oficiales locales, así que
era el mercado, y no el trato suscrito, lo que determinaba el comercio
británico.
Mientras tanto, el incremento en las actividades
de embarque en el estuario estimuló el crecimiento de la industria ganadera
local, exportando voluminosos cargamentos de cueros que complementaban las de
lingotes de plata en las bodegas de los barcos extranjeros[7]. Los
pobladores del campo asentados cerca de la ciudad porteña adquirían cueros
secados al sol de las vaquerías, nombre dado a una partida de hombres de a
caballo que cazaban ganado salvaje que pastaba en las fronteras de la pampa al
sur de Buenos Aires. Los ganaderos del interior también enviaban al puerto
pieles, sebo y carne salada, utilizando senderos a lomo de mula, carros de
bueyes o por vía fluvial; pero, aún así, pocos ranchos ganaderos
cercanos a Buenos Aires proveían exportaciones ganaderas en grandes cantidades.
La guerra de 1739 entre España y Gran Bretaña dio por terminado
el derecho de asiento a los británicos pero, a pesar de ello, el contrabando
inglés continuó a través del estuario en Colonia de Sacramento.
Estableciéndose en la Banda Oriental en 1680, la avanzada de comerciantes portugueses
añadió otro elemento: Colonia servía también de salida a la industria ganadera
de las praderas uruguayas y las embarcaciones transportaban fácilmente cargas ilegales
del y al puerto español. Un
ataque militar a Colonia en 1762, sorprendió a 21 buques ingleses en el puerto,
con esta acción la corona española reconoció, en contra de los deseos
imperiales, que el comercio había hecho de Buenos Aires uno de los centros
comerciales más importantes de la América española y que, por tanto, tenía que
ser protegido por España.
Con este
motivo y para consolidar su control político en el extremo sur de su imperio,
España estableció el Virreinato del Río de la Plata en 1776. Los borbones llevaron a cabo reformas
económicas con la finalidad de reorganizar el comercio en las colonias, lo que
significó para Buenos Aires –designada capital virreinal y puerto comercial
principal en la región- una nueva etapa de crecimiento comercial.
De hecho,
las reformas borbónicas representaron el esfuerzo imperial más exitoso para
regular el intercambio comercial en el estuario. De aquí en adelante,
la plata del Potosí se iba a exportar legalmente a través del puerto de Buenos
Aires, y no de Lima, debido a que el virreinato incluía dentro de sus fronteras
a la mayoría de los centros mineros del Alto Perú. El libre comercio porteño
pertenecía sólo a los barcos de registro español que hacían sus travesías entre
puertos dentro del imperio; posteriormente se estableció el consulado –una
cámara para normar a los comerciantes- a fin de proteger los intereses
comerciales españoles en el estuario, aunque, más que nada, se estableció para
obtener impuestos del comercio, ahora legal y más extenso.
Los comerciantes porteños no tuvieron que
recurrir más a las prácticas del contrabando y el comercio ilegal en gran
escala, debido a que ahora florecía el comercio legal, aunque ésta duró poco
tiempo. Por primera vez en sus dos siglos de existencia, Buenos
Aires se convirtió en el principal socio comercial de España[8].
Con certeza se puede decir que la mitad del comercio ibérico pasaba a y del
puerto de Cádiz, seguido por Barcelona, Málaga, Coruña y el puerto colonial de
la Habana. El predominio comercial del puerto de Cádiz significaba que muchas
de las mercancías embarcadas allí provenían del norte de Europa. Los buques mercantes procedentes de
Cádiz, cargaban, por lo menos, un 60 % de productos extranjeros en sus bodegas,
por lo tanto, los consumidores porteños recibían legalmente los bienes
importados a los que se habían acostumbrado desde hacía algún tiempo.
La plata,
los esclavos africanos y las mercancías europeas continuaron dominando el
comercio en Buenos Aires, mientras que, en menor medida, las exportaciones de
productos agropecuarios impulsaron el desarrollo de la industria de engorda de
ganado.[9] Las fuentes que disponemos estiman el valor de la plata
entre el 50 y el 80 % de las cargas salían de Buenos Aires y Montevideo, los
productos de granjas y ranchos sumaban cerca de un tercio del valor total de
las exportaciones. Las pequeñas embarcaciones transportaban productos
ganaderos procedentes de las provincias ribereñas y de la Banda Oriental, en
donde los compradores viajeros encontraban grandes haciendas como por ejemplo
la Estancia de las Vacas[10].
Los habitantes de la pampa, al sur y este de
Buenos Aires, gradualmente comenzaron a engordar y domesticar ganado para
surtir los crecientes mercados de exportación. De este
modo los métodos ineficaces que utilizaban los cazadores de ganado no pudieron
enfrentar la demanda de productos agropecuarios que amenazaba con agotar muy
pronto el ganado cimarrón de las praderas. Así, las áreas fronterizas
como Chascomús y Rojas, atrajeron colonos que
emplearon los mismos sistemas de producción altamente sofisticados de las
provincias del interior y de la Banda Oriental. El
hacendado colonial vivía en su hacienda y cuidaba del ganado con sus hijos,
alquilaba trabajadores y poseía uno o dos esclavos.
Los
trabajadores con experiencia provenían de toda la región, y, el rápido
incremento de la población comprendida en el área entre Buenos Aires y el Río
Salado, reflejan los límites de la migración dentro del virreinato, por
ejemplo, el Distrito de Luján aumentó su población de 464 habitantes en 1781, a
2000 en 1798. Como culminación de la matanza, preparación de pieles y
extracción de sebo en sus estancias, los hacendados despachaban productos hacia el puerto en carretas de
bueyes, de este modo el área sur de Buenos Aires comenzó a proveer un
creciente volumen de productos ganaderos a las bodegas de la ciudad.
Aparentemente, el puerto de Buenos Aires
logró un balance favorable en su comercio exterior durante el período
virreinal. Los certificados aduanales describen
también la tendencia general del comercio exterior del puerto donde los réditos
se elevaron. Estas conclusiones reflejan el
comercio oficial y presumen una cantidad insignificante de contrabando, aunque
no fue ese el caso.
El
contrabando nunca desapareció debido a que las reformas borbónicas ni
eliminaron las altas tarifas aranceladas ni liquidaron ciertos monopolios, así
como tampoco permitieron la carga no controlada en barcos extranjeros en el
estuario.[11] Los vendedores ambulantes vendían tabaco
brasilero ilegal a lo largo y ancho de la ciudad y campo, violando abiertamente
las prerrogativas del estanco del tabaco, aunque ocasionalmente las
autoridades castigaban los abusos más notorios y organizaban cateos a bodegas
de algodón, lanas, sedas y blancos, por los que no se habían pagado derechos
aduaneros. Los oficiales sabían que la plata se exportaba bajo la misma forma
clandestina, ya que de esta manera las mercancías contrabandeadas eran más
baratas para los consumidores y las ganancias para los comerciantes se
acrecentaban.
El aumento
de la población, su importancia administrativa y su riqueza comercial, se
combinaron para hacer de Buenos Aires el mercado consumidor más grande de la
región, [12] el
gobierno virreinal gastaba más en mejoras materiales y salarios para la
burocracia en la capital, que en cualquier otra jurisdicción del virreinato.
Los importadores reservaban sus mercancías de mejor calidad para los clientes
capitalinos y enviaban pacotilla y bienes de menor calidad al interior. Más que
otros comerciantes, los porteños se convirtieron en los consumidores más
importantes de la región.
La relevancia del comercio exterior porteño,
engendró un sistema social en el que sus miembros más respetados eran ricos
comerciantes comprometidos en el sector importador-exportador, aún criollos
como Juan M. de Pueyrredón o como Gaspar de Santa Coloma, los más ricos
comerciantes, fácilmente se movían entre los administradores españoles del
virreinato[13]. Los grandes comerciantes mantenían contactos en los
puertos españoles, así como con agentes en ciudades del interior como en el
Potosí, Mendoza y Córdoba; invertían en actividades económicas auxiliares:
ventas al menudeo, embarques costeros y ribereños y, esporádicamente, plantas
de salado de carne en el área rural. Aún así, las actividades de las
haciendas no producían la clase de riqueza que atraía a los negociantes
porteños. Existía una larga cadena de bodegueros y detallistas; los
porteños detallistas de ropa y mercancías importadas sumaban alrededor de 600 y
existían cerca de 700 pulperías que se localizaban a lo largo de la ciudad,
vendían vinos, velas, sal, pan, extractos, mecheros y otros artículos de
consumo. La estructura comercial de la
ciudad cambió gradualmente desde la época del auge del contrabando.
Sin embargo, esta fue la mejor época para el
puerto colonial, y, al mismo tiempo, la peor, debido a que las interrupciones e
inseguridad del comercio internacional durante esta etapa virreinal, opacaron
este período de prosperidad. Los conflictos napoleónicos en Europa
después de 1797, significaron para Buenos Aires una década de retraso comercial
además, dos invasiones de tropas británicas provocaron una repentina saturación
de productos importados en los mercados locales y, finalmente, se aunó a todo
esto el colapso de la producción de plata del Potosí. España, aliada de Francia
desde el comienzo de las guerras europeas, fue desplazada por el mayor poder
marítimo de la época: Gran Bretaña que bloqueando las posesiones de España, la
obligó a reducir el comercio con sus colonias;[14].
En respuesta, España cerró sus puertos a las mercancías británicas
provocando con ello malestar entre los comerciantes porteños, quienes habían
prosperado con la venta de productos de Liverpool y Bristol.
Los conflictos europeos llevaron a España a
renunciar a su breve liderazgo comercial en Buenos Aires y cederlo a
comerciantes de otras naciones que regresaban al puerto sin la intermediación
española. De esta manera, resurgió el comercio
portugués proveniente de Brasil, y, por primera vez, anclaron en el estuario
buques norteamericanos.[15] Mientras tanto, Gran Bretaña también resentía en sus
puertos americanos la interrupción comercial provocada por la guerra. Los comerciantes británicos ya no navegaban al
estuario ni comerciaban con los contrabandistas hispanoamericanos.
Después de una década de interrupción comercial, un
líder militar británico buscó, unilateralmente, la oportunidad de reabrir los
viejos mercados en el Río de La Plata; sir Popham al mando de fuerzas
terrestres y navales, capturó Montevideo y Buenos Aires en 1806; a pesar de
haber actuado sin la autorización de su gobierno, la invasión excitó la
imaginación comercial de los comerciantes británicos, quienes de inmediato
enviaron 100 barcos a Buenos Aires, esto dio como resultado la caída de los
precios debido al exceso de mercancías importadas y, por lo tanto, los comerciantes
porteños así como los ingleses, sufrieron pérdidas, de cualquier forma, el
comercio ingles había regresado a Buenos Aires para quedarse. Hacia 1808, los españoles e ingleses se
habían aliado contra los franceses y, al año siguiente, marinos británicos
desembarcaron más de 1 millón de libras esterlinas en mercancías en Buenos
Aires. La España ocupada por los franceses era
incapaz de proteger ya su comercio colonial.
Este disturbio comercial dividió a la
influyente comunidad mercantil porteña y contribuyó a los sucesos políticos de 1810. El
partido, del que los contrabandistas habían sido precursores en el siglo XVII,
favoreció el comercio con barcos de todas las nacionalidades y alentó la venta
de productos en la cantidad y con la calidad que determinara el mercado local. Los criollos Mariano Moreno y Manuel
Belgrano, argumentaban que el libre comercio reducía los precios al consumidor
y ensanchaba los mercados de exportación para los productos agropecuarios de la
región. Los intereses
opuestos, preferían la estabilidad comercial, los contactos españoles, y la
vigilancia de la Corona; estos comerciantes, quienes tenían fuertes ligas con
España, como el español Martín de Alzaga, pedían el retorno a la época dorada
del comercio virreinal, cuando los barcos de Cádiz dominaban el comercio de
Buenos Aires. Esta última
posición, que había sido legitimizada por la prosperidad comercial platera del
siglo XVIII, fue minada por un suceso económico
que escapaba al control de todos: para 1810 las minas de plata del Alto
Perú se habían agotado. De aquí en adelante, los librecambistas se
beneficiarían del comercio de cueros- rubro que ocupó el lugar de la plata- y
del comercio con cargueros no españoles.
Muchas de las tendencias comerciales que son
evidentes en la experiencia comercial del puerto de Buenos Aires, continuaron
durante el siglo XIX aunque con algunas modificaciones; el comercio extranjero
se incrementó dramáticamente, los barcos extranjeros que anteriormente llegaban
al puerto en busca de plata, ahora lo hacían buscando cueros, sebo y lana
cruda, que eran los productos que demandaba la pujante revolución industrial de
los países del norte del Atlántico. Los comerciantes extranjeros se asentaban en Buenos Aires
para organizar el comercio de importación y exportación, como lo habían hecho
los traficantes de esclavos, portugueses e ingleses, de los siglos anteriores;
los trenes de carga y barcos ribereños continuaron llegando de las provincias
con exportaciones y productos de consumo y regresaban con mercancías
importadas.
Entre
1810 y 1850, el comercio de exportación se componía de aquellos productos
agropecuarios que antes habían sido
desdeñados por los ricos comerciantes virreinales. Para llenar las bodegas de
la ciudad con productos de exportación, los mataderos y almacenes de los
suburbios procesaban ganado en pie, mientras que los mercados acumulaban lana y
cueros traídos directamente de las estancias. Los más grandes terratenientes
argentinos- que en la mayoría de los casos eran hijos de familias comerciantes
coloniales- se convirtieron en los ciudadanos ricos mientras que los ganaderos
y ovejeros se asentaban en las praderas vírgenes de más allá del Río Salado,
antigua frontera colonial. Después de todo, el comercio colonial
porteño convirtió gradualmente la industria ganadera de un rubro secundario en
la principal actividad económica. Buenos Aires, la avanzada del imperio, hacía
mucho que se había convertido en un centro comercial.
[1] El tráfico ilegal resultó excesivamente
flexible para este puesto de avanzada, tanto, que el deterioro económico de
cualquier socio traficante –incluyendo a españoles- nunca llevo al colapso
económico de Buenos Aires.
[2]
Si el comercio había hecho de Buenos
Aires una ciudad valiosa para el imperio, la ruptura comercial contribuyó
entonces a la eventual pérdida española de su acaudalado puerto; como
escribiera el historiador argentino Juan Agustín García “Buenos Aires fue orientada comercialmente desde sus comienzos”.
[3] Debido a que el Consejo
Comercial se encontraba en Sevilla a muchos meses de viaje y las líneas
costeras del puerto y del sistema del Río Paraná eran imposibles de patrullar,
a menudo los oficiales locales preferían participar en el comercio ilegal,
garantizando libremente el permiso para que barcos extranjeros y sin licencia
pararan en Buenos Aires.
[4] los comerciantes portugueses
se asentaban permanentemente en la ciudad casándose con miembros de familias de
los consejeros más apreciados por el rey; para 1650, las más antiguas familias
de comerciantes portugueses se encontraban entre los más leales súbditos de
España.
[5] Estos mercaderes protestantes, comerciaban
también con la hermandad del colegio de los jesuitas, quienes tenían reputación
de tener la mayor bodega de plata ilegal del Alto Perú.
[6] En 1715 y 1739, los barcos esclavistas
ingleses entregaron en el puerto cerca de 18.400 africanos provenientes de las
costas de Guinea.
[7] De esos cueros los europeos sacaban las
pieles utilizadas en la ropa, muebles, equipajes, carruajes, arreos y empaques
de toda especie. El número de cueros exportados por Buenos Aires se incrementó
de 45.000 en 1716 a 60.000 en 1724.
[8]
llegaban cerca de 70 barcos anualmente; en un
buen año como el de 1796, por ejemplo, se registró la entrada de 73 buques
procedentes de la península
[9] los textiles españoles, ingleses y
franceses, predominaban en las importaciones, aunque también el hierro vizcaino
y los artículos europeos de lujo, en general, encontraban mercados en Buenos
Aires, las importaciones anuales de mercurio español cargadas a lomo de mula y
carretas de bueyes para las minas del Alto Perú, alcanzaron 273 toneladas
métricas en 1790.
[10] cerca de Colonia, que tenía más de 40.000
cabezas de ganado y empleaba cerca de 40 trabajadores permanentes en la década
de 1790, aunque también en otras áreas se estaba desarrollando la engorda de
ganado como negocio.
[11] Los capitanes de estos barcos manifestaban
únicamente pequeños cargamentos, mientras que los compradores porteños
compraban mercancías en las riberas al amparo de la oscuridad.
[12] los habitantes urbanos incrementaron su
número de aprox 24.000 en 1778 a 42.000 en 1809.
[13] Los comerciantes, mayoristas, importadores
y exportadores, que monopolizaban el comercio eran cerca de 178, controlando la
mayor parte de los capitales y de los embarques de mercancías hacia los
mercados del interior.
[14] las exportaciones de Buenos Aires, por
ejemplo, cayeron un nivel de 5 millones de pesos en 1796, a menos de medio
millón en el año siguiente.
[15]
En 1800, 43 barcos norteamericanos
llegaron con esclavos de Mozambique y con productos europeos re-exportados.
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