lunes, 26 de julio de 2021

Resumen: Theda Skocpol Los Estados y las revoluciones sociales.(Primera parte)

 

Theda Skocpol

Los Estados y las revoluciones sociales.

Argumento: las revoluciones sociales pueden ser mejor explicadas por su relación con las estructuras específicas de las sociedades agrícolas y sus respectivos estados..

Resumen enfocado en la Revolución Francesa, primera parte desde página 85 a 116 del libro.


 

II los estados del antiguo régimen en crisis

La revolución social en Francia, surgió a partir de crisis específicamente políticas, centradas en las estructuras y situaciones del Estado del antiguo régimen. Se socavaron los regímenes monárquicos autocráticos, y se desorganizaron los controles administrativos y coactivos, centralmente coordinados, sobre las potencialmente rebeldes clases bajas. La crisis revolucionaria se desarrolló cuando el Estado del antiguo régimen resultó incapaz de enfrentarse a los desafíos de situaciones internacionales en franca evolución: competición intensificada de potencias del exterior, y más desarrolladas en el aspecto económico. Se vieron coaccionadas o contenidas en sus reacciones por las relaciones institucionalizadas de las organizaciones de Estado autocrático de las clases superiores de terratenientes y de las economías agrarias. Entre presiones opuestas de las estructuras de clases internas y las exigencias internacionales, la autocracia y su gobierno y ejército centralizados se disgregaron, abriendo el camino a unas transformaciones social-revolucionarias encabezadas por revueltas desde abajo.

 

Para comprender la naturaleza y las causas de la crisis política, necesitamos un sentido de la estructura del Antiguo régimen francés y de los conflictos a que estaban sometidos en los tiempos anteriores al estallido de la revolución. Francia fue una monarquía autocrática que se enfocaba en mantener el orden interno y del enfrentamiento con sus enemigos del exterior. Un Estado imperial perfectamente establecido; con jerarquías diferenciadas, administrativas y militares, coordinadas desde el centro, que funcionaban bajo la égida de la monarquía absoluta. (Proto-burocrático: algunos cargos superiores, eran funcionalmente especializados; y algunos deberes oficiales estaban sometidos a reglas y supervisión jerárquica explicitas; y la separación de los cargos y deberes del Estado de la propiedad privada y de los intereses privados estaba parcialmente institucionalizada) Sin embargo, no era un Estado imperial plenamente burocrático. De manera concomitante, tampoco era plenamente centralizado o poderoso dentro de la sociedad, como lo sería un moderno Estado nacional. En particular, no se encontraba en posición de controlar directamente, y se veía  limitado a variaciones o extensiones de las funciones que, para desempeñarlas, por decirlo así, habían sido construidas: entablar la guerra en el exterior, supervisar la sociedad en el interior para mantener alguna semejanza con el orden general, y asignar recursos socioeconómicos mediante el reclutamiento militar y los impuestos sobre la tierra, la población o el comercio (pero no sobre algo tan difícil de evaluar como el ingreso personal).

El Estado imperial de la Francia de los Borbones, se encontraba sobrepuesto en una economía en gran escala, básicamente agraria en que las pretensiones a tierras y a los productos agrícolas se hallaban divididas entre una masa de familias campesinas y una clase superior terrateniente. La clase dominante más importante (es decir, que se apropiaba de los excedentes), era, básicamente, una clase superior terrateniente. Las relaciones mercantiles se hallaban muy desarrolladas, y había clases laborales basadas en las ciudades, y clases que controlaban el comercio y la industria. La mayor parte del comercio se hallaba local o regionalmente enfocado (no nacionalmente), la agricultura seguía teniendo mayor importancia económica que el comercio o la industria, y las relaciones capitalistas de producción no predominaban en interés agrícolas o no agrícolas. Las clases superiores comerciales e industriales se hallaban simbióticamente relacionadas con las clases superiores terratenientes y/o muy dependientes de los Estados imperiales. Las fundamentales tensiones políticas no eran entre clases comercial-industriales y aristocracias terratenientes. En cambio, se hallaban centradas en las relaciones de clases productoras con las clases y el Estado dominante, y en las relaciones de las clases terratenientes dominantes con un Estado autocrático imperial.

El potencial para las revueltas campesinas (y populares urbanas) eran endémico en la Francia del antiguo régimen.  En este punto, sólo necesitamos enfocar las relaciones entre el Estado imperial y las clases superiores terratenientes, y los posibles conflictos a que podían dar motivo estas relaciones.

El Estado Imperial y las clases superiores terratenientes de la Francia prerrevolucionaria simplemente eran socios en el control y en la explotación del campesinado. La existencia de administraciones y ejércitos centralizados no estaba siendo desafiada por las clases terratenientes en los tiempos anteriores a las revoluciones. Las clases dominantes no podían defenderse de las rebeliones campesinas, todas ellas habían llegado a depender, aunque en diversos grados, de la centralidad del Estado monárquico para apoyar sus posiciones y prerrogativas de clase. Más aún: las clases dominantes se habían acostumbrado a tener oportunidades de edificar fortunas privadas mediante los servicios al Estado. Y, en realidad, tal apropiación de excedentes indirectamente por los cargos del Estado se había vuelto de gran importancia en la Francia del antiguo régimen.

Pero si en un sentido, el Estado imperial y las clases terratenientes eran socios en la explotación, también eran competidores en el control de fuerza de trabajo del campesinado y en la asignación de excedentes tomados de las economías comerciales agrarias. El rey estaba interesado en las riquezas crecientes de la sociedad y canalizarlas eficazmente hacia el engrandecimiento militar y el desarrollo económico centralmente controlado y fomentado por el Estado. Así los intereses económicos de las clases terratenientes superiores en parte eran obstáculos que había que superar, porque estaban básicamente interesadas, o bien en impedir que aumentaran las asignaciones al Estado, o en aprovechar los cargos oficiales para acaparar ingresos, de tal manera que reforzaran el statu quo socioeconómico interno.

Y en que formas, tales conflictos de intereses, hicieron surgir verdaderos conflictos políticos en la Francia del antiguo régimen, dependía de las circunstancias históricas y de las formas institucionales del Estado autocrático-imperial. El Estado Francés no era un régimen parlamentario que diera a los representantes de la clase dominante una función rutinaria en la política del Estado. Y, sin embargo, tampoco eran un Estado plenamente burocrático. En varios aspectos, los miembros de la clase dominante disfrutaban de un acceso privilegiado y de un empleo exclusivo de los cargos de Estado. Tan sólo este hecho, ciertamente, no bastaba para asegurar el control de la clase dominante de las actividades imperiales del Estado. Pero hasta el punto en que los miembros de la clase dominante obtuvieron una capacidad de organización colectiva consciente dentro de los niveles superiores de las estructuras existentes del Estado imperial, podían estar en posición de obstruir las empresas monárquicas que fueran en contra de sus intereses económicos. Esto podía culminar en desafíos deliberados a la autoridad política autocrática; y, al mismo tiempo, podían tener el efecto, del todo involuntario, de destruir la integridad administrativa y militar del propio Estado imperial. (Las reformas y la política designadas para movilizar y desplegar crecientes recursos podían aplicarse mediante los funcionarios de la burocracia que operaban en nombre de las legitimaciones tradicionales.)

Francia de finales del siglo XVIII, la monarquía demostró ser incapaz para poner en vigor reformas para promover un desarrollo económico lo bastante rápido para enfrentarse y contener las amenazas militares del exterior. Y la crisis política revolucionaria surgió precisamente por causa de los fracasados intentos del régimen borbónico de enfrentarse a las presiones del exterior. Existían relaciones institucionales entre el rey y sus personales, por una parte, y entre las economías agrarias y las clases superiores terratenientes, por la otra, que hacían imposible al Estado imperial enfrentarse con éxito a las competiciones o intrusiones del exterior. Por consiguiente, fue desposeído en el interior por la reacción de unas clases superiores terratenientes, políticamente poderosas, contra los intentos monárquicos de movilizar recursos o imponer reformas. El resultado fue la desintegración de las maquinarias administrativas militares centralizadas, que hasta entonces habían sido el único baluarte unido del orden social y político. Ya no reforzadas por el prestigio y el poder coactivo de la monarquía autocrática, las relaciones de clase existente se volvieron vulnerables a los ataques desde abajo. Surgieron las crisis políticas socio revolucionarias. una “crisis en la política de la clase gobernante que causó una fisura por la que brotaron el descontento y la indignación de las clases oprimidas”.(Lenin)

 

 

La Francia del Antiguo Régimen:

Las contradicciones del Absolutismo Borbónico

Las explicaciones de la Revolución Francesa, desde hace mucho tiempo se han fundamentado en uno de dos temas básicos, o en una síntesis de ambos: el surgimiento de la burguesía y el surgimiento de una crítica ilustrada de la autoridad arbitraria tradicional. Así, la Revolución ha sido atribuida a causas inmanentes a la evolución de la sociedad y la cultura francesas.

Sin embargo, lo que mucho menos frecuentemente se ha hecho es poner de relieve la omnipresente competición militar de los Estados europeos, y enfocar desde tal perspectiva la paradójica situación de la Francia del antiguo régimen.

En un medio dinámico internacional, cada vez más dominado por la comercializada Inglaterra, había aquí un país que estaba reduciéndose pese a medio siglo de vigorosa expansión económica del casi dominio de toda Europa a las humillaciones de las derrotas militares y de la quiebra real. La explicación de por qué ocurrió esto hace comprensible la crisis política específica que lanzó la Revolución francesa.

El Estado

La monarquía absoluta, que pasó por un largo proceso de creación, llegó a ser la realidad dominante de Francia sólo durante el reinado de Luis XIV (1643-1715). La Fronda de 1648-1653 marcó la última ocasión en que unos sectores de la nobleza territorial empuñaron las armas contra la realeza centralizante. También constituyó “el último intento, antes de la Revolución, de promulgar una Carta que limitaría el absolutismo real, y su derrota aseguró el triunfo de la doctrina”. Francia fue gobernada, en adelante, por la administración real. Más de treinta intendants, (intendentes generales) a los que se podía despedir en cada momento, representaban la autoridad del rey en las provincias. Al relegar a los antes todopoderosos gobernadores nobles hereditarios a papeles marginales, los intendants asumieron responsabilidades de recaudación directa de impuestos, justicia real, regulación económica y mantenimiento del orden interno. Los asuntos de los poblados quedaron bajo la supervisión de los intendants, y los cargos municipales más importantes fueron puestos a remate recurrentemente por la Corona.  Los más grandes de la antigua nobleza fueron atraídos a la órbita de la nueva Corte de Versalles- símbolo último del absolutismo triunfante- sin paralelo en su esplendor.

El absolutismo triunfó bajo el poder de Luis XIV, y sin embargo la estructura estatal de la Francia del antiguo régimen siguió siendo extraordinariamente compleja y, por decirlo así, de múltiples estratos. Aun cuando fuera suprema la autoridad del gobierno absolutista, sus estructuras distintivas –consejos reales, y las intendencias- no llegaron a suplantar a aquellas descentralizadas instituciones medievales, como los dominios y las cortes señoriales, las corporaciones municipales y los Estados provinciales (asambleas representativas) localizadas en las remotas provincias llamadas pays d’état. Tampoco las estructuras del absolutismo reemplazaron por completo a anteriores instituciones administrativas monárquicas, como los parlements (corporaciones judiciales), oficios y jurisdicciones que antes habían tenido importancia, y la práctica (llamada “venalidad de cargo”) de vender las posiciones dentro del gobierno real a hombres ricos, que después poseían y podían vender o heredar sus cargos. Pues, por extraordinarias que fueran sus realizaciones, Luis XIV continuó la larga tradición francesa regia de imponer nuevos controles “sobre” las instituciones establecidas sin abolirlas por completo. Por tanto, la autocracia triunfante tendió a congelar, de hecho, a garantizar, las mismas formas sociopolíticas institucionales –señoriales, corporativas, provinciales- cuyas funciones originales reemplazaba o sobreseía.

Junto con el mantenimiento de la unidad y del orden en el interior, el engrandecimiento militar llegó a ser propósito declarado del absolutismo borbónico. No podía dejar de luchar, por la supremacía dentro del sistema europeo de Estados. Su triunfo exigiría la capacidad de enfrentarse a dos tipos de enemigos a la vez: otras monarquías basadas en la tierra, en el continente europeo, y potencias navales-comerciales, cada vez más prósperas: los Países Bajos e Inglaterra. Inicialmente, las perspectivas parecían bastante prometedoras. Francia estaba unida, era territorialmente compacta, populosa y –una vez restaurado el orden político-potencialmente próspera.  Colbert[1], creó el ejército, se instituyó la política mercantil que fomentara la expansión de la industria, el comercio y la colonización y se reformó las reales finanzas de maneras que aumentaron los ingresos disponibles para las guerras.

Durante el reinado de Luis XIV, en principio triunfos militares: guerra de Devolución (1667-1668) y en la guerra de Flandes (1672-1678) estimularon la formación de una alianza de potencias comprometidas a contener su expansión. Pero sufrieron serios reveses en la guerra de la Liga de Augsburgo (1688-1697) y en la guerra de la Sucesión Española (1701-1714). Entre 1715 y 1789, Francia no sólo reveló ser incapaz de dominar Europa, sino de mantener siquiera su situación de indiscutida primera potencia de Europa. Las dificultades no menores surgieron de las limitaciones del sistema absolutista completado durante el reinado de Luis XIV y por la naturaleza de la economía y la estructura de clases de Francia. Comparándola con Inglaterra que, en ese período, avanzó para retar a Francia en la carrera por la hegemonía europea y,  por el capitalismo universal).

La economía

En el siglo XVII y durante todo el XVIII, Francia siguió siendo una sociedad predominantemente agrícola, con una economía obstaculizada por una compleja red de intereses de propietarios que impedían todo rápido avance a la agricultura capitalista o al industrialismo.

En vísperas de la Revolución: los campesinos aún seguían integrando 85% de la producción nacional, y la producción agrícola constituía al menos 60% del Producto Nacional Bruto. El comercio y algunas industrias (premecanizadas) indiscutiblemente estaban extendiéndose por la Francia del siglo XVIII (aunque gran parte de este crecimiento estuviera centrado en las hinterlands –tierras interiores, vertientes- de los puertos del Atlántico. Sin embargo, por mucho que crecieran el comercio y las industrias nacientes, de manera simbiótica continuaban atados a las estructuras sociales y políticas de la Francia imperial agrícola, y limitados por ellas.

En esta etapa de la historia universal, el progreso de la industria se basó en la prosperidad de la agricultura. Pero la agricultura francesa, aun cuando avanzaba, de acuerdo con las normas del continente, era “atrasada” en relación con la agricultura inglesa y con el comercio y la industria de Francia. La tierra estaba dividida en pequeñas parcelas (poseída por campesinos o alquilada por terratenientes) Gran parte de la agricultura se basaba en el sistema de desmonte[2], y un tercio de las tierras y ciertas tierras comunales, quedaban en barbecho[3] cada año. Dado el tamaño de Francia y la escasez de transporte interno barato para bienes voluminosos, fue lenta en desarrollarse y la especialización regional de la agricultura. En Inglaterra y Holanda, desde el siglo XVI hasta el XVIII, una revolución de la productividad agrícola –se introdujo el cultivo de raíces y forrajes, que produjo un aumento de los rebaños y la creciente fertilización de las tierras, que ya no necesitaban quedar en barbecho –avanzó notablemente. Pero tales transformaciones sólo lograron un progreso limitado en Francia.

La implantación de las nuevas técnicas agrícolas dependía de la abolición de muchas costumbres comunales y derechos señoriales, para permitir la consolidación y la administración unificada de considerables extensiones. Pero en Francia existía un precario equilibrio de derechos entre un numeroso campesinado de pequeños propietarios, que poseía aproximadamente un tercio de las tierras, y una clase superior terrateniente, que tenía considerables propiedades en la tierra y que poseía sobrevivientes derechos señoriales que podían explotarse comercialmente. Así, ninguno de los dos grupos se hallaba en la situación en que revolucionar la producción agrícola fuese simultáneamente en favor de sus intereses y dentro de su capacidad. La innovación también obstaculizada por la pesada carga que significaban los irracionales modos de recaudar los reales impuestos, que recaían principalmente sobre el campesinado.

Por último, hubo otra razón, más irónica, debido a más de cuarenta años de buen tiempo, orden interno y crecimiento de la población, la producción agrícola bruta se extendió enormemente dentro de sus límites estructurales tradicionales, a mediados del siglo XVIII (1730-1770). Este crecimiento, acompañado por los precios y rentas cada vez mayores, llevó a la prosperidad a los grandes y pequeños terratenientes, y así, probablemente, ayudó a confinar la necesidad percibida de unos cambios estructurales fundamentales a los pocos funcionarios gubernamentales y terratenientes progresistas que tenían mayor conciencia del contraste con Inglaterra.


La agricultura francesa, a su vez, contuvo el desarrollo de la industria francesa. Tanto su estructura cuanto las distribuciones de sus beneficios retardaron el surgimiento de un mercado de masas que creciera continuamente para sus productos.  


Al término del siglo XVI, la industria francesa probablemente estaba por delante de la inglesa. Pero, entre 1630 y 1730, la agricultura, el comercio y la industria de Francia sufrieron repetidos reveses por guerras, plagas y hambre. Mientras tanto, la economía inglesa crecía con paso firme, y las primeras etapas de la revolución de las relaciones agrarias de producción y técnicas se consumaron. Durante el siglo XVIII, el crecimiento económico tanto de Inglaterra como de Francia, incluyendo la expansión del comercio exterior, fue rápido y casi equivalente. Pero Inglaterra había estado a la cabeza en ingreso per capita antes de que empezara el siglo, y su revolución agrícola se hizo cada vez más profunda aun mientras la producción crecía durante el siglo XVIII. Así quedó dispuesto el escenario para la Revolución Industrial inglesa después de 1760. La expansión económica general fue uno de los factores del avance de Inglaterra, pero la economía francesa en el siglo XVIII experimentó tasas comparables de desarrollo. Además de su mayor tamaño y de sus consecuentes dificultades de transporte interno, la economía agraria francesa ofrecía un muy inferior mercado potencial de masas a sus artículos industriales en comparación con el inglés, porque había, proporcionalmente, menos gente con ingresos medios. Y tampoco la estructura tradicional de la producción agraria pudo sostener un desarrollo prolongado. Causando una enorme alza de los precios, y el hambre. Precisamente una de tales crisis produjo una recesión industrial después de 1770, mientras la industria inglesa estaba adoptando las nuevas tecnologías de la máquina. “La base agrícola de la economía francesa reveló durante 1770 a 1779 y de 1780 a 1789, su incapacidad para sostener un crecimiento prolongado.

 

La clase dominante

Ya en el siglo XVIII, había surgido en Francia una distintiva clase dominante. Ya no era “feudal” en el sentido político o jurídico. Pero tampoco era “capitalista”; no en el sentido de “empresarial”, ni tampoco en el sentido marxista de una clase que se apropia de los excedentes mediante trabajo asalariado y las rentas del mercado y reinvierte para extender las relaciones capitalistas de producción e industrialización. Y, sin embargo, era una clase dominante básicamente unificada, que se apropiaba del excedente directa e indirectamente, básicamente de la agricultura campesina. Esta apropiación de excedentes se hacía mediante una mezcla de rentas e impuestos aplicados, en parte, por las instituciones judiciales dominadas por terratenientes, y por la redistribución de los ingresos recaudados bajo la égida del Estado monárquico. En realidad, si el término “feudal” se emplea de una posible manera marxista para indicar una relación de clase particular de apropiación de excedentes (es decir, la apropiación de una clase terrateniente, y por medios institucionales de coacción), entonces puede afirmarse que la clase dominante de la Francia prerrevolucionaria, era hasta un grado considerable, feudal. Pero más importante es llegar a un sentido claro de cuales eran –y cuales no eran- las bases características e institucionales de esta clase dominante.

Cuadro de texto: Sobre la Francia del siglo XVIII, Francois Furet,:
 […]el Estado era –junto con el dinero, al mismo tiempo que el dinero, y más aún que el dinero- la fuente decisiva de la movilidad social. Progresivamente, el Estado había socavado, invadido y destruido la solidez vertical de las heredades, especialmente la nobleza.
En suma, al convertirse en polo de atracción de la riqueza, al ser distribuidor de la promoción social, el Estado monárquico, aun conservando la herencia de la sociedad terrateniente, creó una estructura social paralela y contradictoria: una élite; una clase gobernante.
 

 

 

 

 

 


La riqueza y los cargos, no sólo el pertenecer a la nobleza terrateniente, eran las claves del triunfo en la Francia del ancien régime. Las fortunas de los nobles variaban enormemente. Los nobles más pobres se hallaban excluidos de la alta sociedad parisiense y del estilo de vida confortable en las ciudades de provincia, y tenían grandes dificultades para comprar los cargos más deseables en el ejército o en la administración civil. Por otra parte, los plebeyos que habían conquistado gran riqueza mediante el comercio exterior o las finanzas reales, o que avanzaban comprando sucesivos cargos del Estado, tenían acceso tanto a la condición como a los privilegios de los nobles y a la alta sociedad.

La distinción entre Primer Estado (eclesiástico) y el Segundo (el noble), por una parte, y el Tercer Estado, por la otra, era ya durante el siglo XVIII, más bien una movible zona de transición que una barrera, al menos desde la perspectiva de los grupos dominantes. Las posesiones formaban una verdadera barrera a los niveles intermedios del orden social basado, en gran parte, en la riqueza y en los cargos oficiales; y sin embargo, las tensiones sociales así engendradas –que pondrían a los nobles pobres y a los miembros plebeyos del Tercer Estado educados, al mismo tiempo unos contra otros y todos contra los ricos privilegiados no fueron desatadas por completo hasta haber empezado la Revolución. No fueron ellas las que crearon la crisis revolucionaria.

Tampoco fue ninguna contradicción de clase –basada en un choque de modos incompatibles de producción que afectaran a todos los estratos dominantes- la que creó la crisis revolucionaria. Como lo ha demostrado la excelente investigación de George Taylor, más del 80% de la riqueza privada del antiguo régimen era riqueza de “propietarios”.

Había en la economía del antiguo régimen una distinta configuración de riqueza, de función no capitalista, a la que podemos llamar “propietaria”. Encarnaba las inversiones en la tierra, la propiedad urbana, los oficios venales y las pensiones vitalicias. Los ingresos que dejaba eran modestos, pero eran bastante constantes y variaban poco de un año a otro. No se realizaban por medio de un esfuerzo empresarial […] sino mediante la mera propiedad.

En la economía agraria, la riqueza de los propietarios tomó las formas de: a) tierra explotada indirectamente mediante rentas, por aparceros que ocupaban o explotaban partes de “dominios; granjas, metairies, ríos, campos, bosques”, etc; y de b) de “señoría, consistente en puestos, monopolios y derechos sobrevivientes del feudo, orden de propiedad sobreimpuesto a la propiedad en dominio absoluto”. La propiedad de tierras y edificios urbanos en otra fuente más de ingresos de la renta. Taylor:

La pasión por la propiedad en el cargo era casi tan poderosa como la pasión por la propiedad en la tierra. Un oficio venal era una inversión a largo plazo. Por lo general, producía un ingreso pequeño pero estable y, podía de acuerdo con restricciones aplicables a cada cargo, venderlo a un comprador, legarlo a un heredero, a aun alquilarlo a alguien en términos generales, una inversión en el cargo era una inversión fija. Lo que la hacía deseable era el status [la porción socioeconómica] la respetabilidad que confería.

Además, la riqueza propietaria se invertía en rentes. En el sentido más amplio, una rente era un ingreso anual que se recibía por haber transferido algo de valor de alguien una rente perpetuelle era una pensión de duración indefinida, que sólo terminaba cuando el deudor, por su propia iniciativa, restituía el capital y así se libraba de pagar la rente.

Aun los miembros más prósperos del Tercer Estado basaban sus fortunas en mezclas de rentes, oficios venales, bienes raíces y derechos señoriales. Taylor insiste en que “había, entre la mayor parte de la nobleza y del sector propietario de las clases medias, una continuidad de formas de inversión que hacía de ellos, económicamente, un solo grupo. En las relaciones de producción desempeñaban un papel común”. Tan sólo aquellos (en su mayoría no nobles) dedicados al comercio extranjero y aquellos (en su mayoría ennoblecidos) dedicados a las altas reales finanzas, poseían formas más fluidas y arriesgadas de riqueza circulante. Y sin embargo, también para estos grupos la riqueza propietaria era, a fin de cuentas, más atractiva. La mayoría de los mercaderes o financieros de éxito transferían sus fortunas a bienes de propiedad; asimismo, típicamente transferían sus esfuerzos, o los de sus hijos, a las de búsquedas más apropiadas a su posición social.

Por tanto, la “riqueza propietaria” era la base de propiedad de la clase dominante. Y, sin embargo, algo importante que debemos notar en la riqueza propietaria es cuán dependiente era, en sus diversas formas, de la peculiar estructura de Estado de la Francia del antiguo régimen. Los campesinos franceses, en su mayoría, seguían adhiriéndose aún a las concepciones premercantiles del orden social económico, y se habrían lanzado a la rebelión o el motín de haber visto flagrantemente violados sus ideales comunales de justicia. Así, como los terratenientes ya no controlaban los medios significativos de coacción en los niveles locales, dependían del gobierno absolutista como su protector, en última instancia. Al mismo tiempo, las diversas instituciones señoriales, corporativas y provinciales que se mantenían bajo la protección del absolutismo, también tenían un gran significado socioeconómico para la clase dominante. En general, no pusieron a la burguesía (ni al alto Tercer Estado) contra la nobleza, porque las personas ricas de todas las propiedades poseían derechos señoriales, ocupaban cargos venales y pertenecían a corporaciones privilegiadas de una u otra índole. Antes bien, estas instituciones expresaban y reforzaban las ventajas de los ricos propietarios contra los pobres en la Francia prerrevolucionaria; pues, fueran cuales fuesen sus diferentes propósitos sociales o políticos particulares, algo que todos estos derechos y cuerpos tenían en común era que entrañaban ventajas fiscales, impuestos por el Estado, y oportunidades de obtener mayores ingresos. Junto con las pretensiones de propiedad de la tierra, tales exenciones y oportunidades constituían una base importante de la riqueza de la clase dominante en general.

Esta situación, de depender del Estado, naturalmente produjo una clase dominante con intereses creados tanto en las formas institucionales más antiguas, como los derechos señoriales y cargos de propiedad, cuanto en las nuevas funciones absolutistas; principalmente, en aquellas relacionadas con la capacidad del Estado era promover el triunfo militar y para tasar la expansión económica del país (hasta el punto en que los ingresos fiscales provenían de los no privilegiados). Tal clase dominante se elevaría o caería con Francia como potencia comercial, pero no capitalista, agrario-imperial. La crisis revolucionaria sólo surgió cuando en Francia no resultó viable, dados los acontecimientos de la situación internacional existente y los conflictos de interés entre la monarquía y la clase dominante, con sus muchos pilares dentro de la estructura del Estado.

Las guerras y el dilema fiscal

Al desarrollarse los acontecimientos del siglo XVIII, se hizo cada vez más claro que la monarquía francesa no podía cumplir con su razón de ser. Las victorias en la guerra, necesarias para la vindicación del honor francés en el escenario internacional, para no mencionar siquiera la protección del comercio marítimo, estaban más allá de sus posibilidades. Francia luchó en la tierra y en el mar en las dos guerras generales de mediados del siglo XVIII –la guerra de la Sucesión austríaca (1740-1748) y la guerra de los Siete Años (1756-1763). En cada conflicto, los recursos del país fueron exprimidos al máximo, y su vital comercio colonial fue perturbado por la marina británica. A cambio, no hubo ninguna ganancia; en realidad, Francia perdió, a manos de Inglaterra, grandes tajadas de su Imperio en la América del Norte y en la India.

 

 

 

Una de las principales dificultades para Francia era la estratégica.


Como potencia comercial localizada en una isla, Inglaterra podía concentrar virtualmente todos sus recursos en el poderío naval, que, a su vez, podía emplearse para proteger y aumentar el comercio colonial, del cual llegaban los ingresos fiscales necesarios para las aventuras militares. No era necesario mantener en el interior un gran ejercito permanente, y podían emplearse limitados subsidios financieros para ayudar o incitar a los aliados en el continente europeo en contra de Francia.

En cambio, Francia sufría las penalidades de su “geografía anfibia”, aspiraba ser, “al mismo tiempo la mayor potencia terrestre y una gran potencia marítima […] Parcialmente continental, parcialmente marítima, no podía, como Inglaterra (o Prusia y Austria), concentrar todas sus energías en una u otra dirección; quisiera o no, tenía que intentar ser ambas cosas”. Francia sólo podía tener esperanzas de derrotar a la que iba convirtiéndose en su principal enemiga, Inglaterra, si se mantenía fuera de toda guerra general simultánea en el continente y concentraba sus recursos en la guerra naval.


Una dificultad aún más fundamental para Francia era lo inadecuado de los recursos financieros del Estado. En parte por el bajo nivel de la riqueza nacional per cápita en Francia, comparada con Inglaterra, y en parte porque el sistema de tasación estaba viciado por las exenciones o deducciones de incontables élites privilegiadas –que incluían a funcionarios, aparceros, grupos comerciantes, e industriales así como a los clérigos y a la nobleza, la Corona francesa tuvo dificultades en conseguir suficientes ingresos para mantener prolongadas y repetidas guerras generales, especialmente contra coaliciones enemigas que incluían a Inglaterra. Antes que abandonar sus ambiciones marciales, la monarquía borbónica simplemente pidió prestado, con grandes tasas de interés, a financieros particulares, y aún más regularmente a los propios empleados de la monarquía. Además, la Corona continuamente pedía prestado, a corto término, y con intereses de sus incontables agentes financieros (pues no existía un tesoro unificado), simplemente ordenándoles pagar por adelantado, o en cantidad excedente a los ingresos que cobraban por virtud de sus cargos venales.

Conforme las repetidas guerras y derrotas empeoraron la situación financiera de la monarquía francesa, toda una sucesión de ministros de finanzas intentó reformar el sistema fiscal aboliendo la mayoría de las exenciones de los grupos privilegiados e igualando la carga a través de las distintas provincias y localidades. Los impuestos directos existentes a la agricultura y los impuestos indirectos a los artículos de consumo necesariamente continuarían en vigor, probablemente a tasas superiores para todos, ya que la Corona necesitaba, en último análisis, un mayor ingreso. Naturalmente, todos los grupos sociales ofrecieron resistencia a tales reformas. Sin embargo, la resistencia que más importó provino de los grupos prósperos y privilegiados que eran, a la vez, socialmente destacados y estaban estratégicamente colocados dentro de la maquinaria del Estado.

Los que más tercamente se resistieron a los intentos de la Corona por exprimir mayores ingresos fueron, indudablemente, los parlements. No siendo, nominalmente, más que una parte de la real administración, estas corporaciones jurídicas, situadas en París y en las principales ciudades de provincia, eran ante todo cortes de apelación para todos los casos civiles y penales; sin embargo, tenían, además, varias características que se combinaban para hacer de ellos la sede clave de la presión de la clase superior contra el poder real. Por una parte, los magistrados poseían sus cargos y por tanto no era fácil suprimirlos. Más aún: como cuerpos comunes, los parlements controlaban el acceso a sus propias filas. En segundo lugar, los magistrados invariablemente eran ricos; la mayoría, en formas asociadas con la exención de impuestos (sus fortunas no sólo incluían sus cargos, sino también una acumulación de bonos, propiedades urbanas y señoríos rurales). Además, desempeñaban un papel fundamental en la protección de la propiedad de los señoríos, en particular; pues, como tribunales de apelación para las disputas acerca de derechos señoriales, los parlements defendían esta “extraña forma de propiedad” sostenida tanto por nobles como por burgueses. Escribe Alfred Cobban “En realidad, sin el apoyo jurídico de los parlements todo el sistema de derechos señoriales se habría desplomado”.

En tercer lugar, por virtud de sus diversas fortunas, estilos de vida y residencia en los grandes centros urbanos (incluso los importantes centros regionales), los magistrados estaban notablemente “bien conectados”. Se casaban y se codeaban con miembros de la antigua nobleza (de “Estado”) y con quienes vivían de propiedades señoriales, así como con familias de nuevos ricos (y recientemente ennoblecidas mediante el comercio y las finanzas) Asimismo, “mantenían contacto con otros funcionarios, que aún no habían sido ascendidos a la nobleza y mantenían nexos con un grupo de menor prestigio social; a saber, los abogados.

Por último, los parlements poseían, por tradición, el derecho de argüir contra los edictos reales, los que consideraban como violaciones de las prácticas consuetudinarias del reino. En la práctica, esto significaba que, podían aplazar la puesta en vigor de las medidas políticas reales que les disgustaran, y en el proceso provocaban el debate público (sobre todo de la clase superior) al respecto. Su efecto fue, a menudo, hacer que el rey perdiera confianza en los ministros responsables de tratar de poner en vigor las medidas políticas objetables”.

Repetidas veces durante el siglo XVIII, los parlaments se opusieron a los intentos ministeriales de reforma fiscal. La resistencia era una causa generalmente popular y, además, las reformas propuestas habrían puesto fin a los privilegios de los grupos de propietarios ricos, como ellos mismos y de los señores, rentistas y otros funcionarios, a quienes estaban vinculados.  Finalmente, en 1787-1788, los parlaments “abrieron la puerta a la revolución”, al reunir a la clase superior y obtener apoyo popular, una vez más, contra las propuestas ministeriales de reforma, y al vocear su exigencia de que se reunieran los Estados Generales”.

De manera irónica, el comienzo de la crisis política revolucionaria llegó en la secuela de la única guerra del siglo XVIII de la que Francia salió indiscutiblemente victoriosa. Habiendo evitado dificultades en el continente, Francia obstaculizó a la marina británica en la guerra de independencia norteamericana. Pero “el precio que habría que pagar por la independencia norteamericana era una Revolución francesa”. Pues para financiar la guerra, sus tesoreros reales (1774 y 1778) finalmente llegaron al límite de sus capacidades de obtener nuevos préstamos, al mismo tiempo que aumentaban grandemente los gastos y la deuda reales. Los impuestos “fueron sobrecargados por última vez en 1780 y en 1781. Dentro de los términos del sistema existente de fiscalidad corroída por los privilegios, la economía no pudo soportar más”. Asimismo, como ya hemos indicado, después de 1770, Francia fue cayendo en una recesión económica cíclica general, circunstancia que redujo sus ingresos fiscales y los fondos de inversión y produjo bancarrotas entre los agentes financieros del Estado”.

“¿Por qué se desarrollaron las dificultades financieras de Luis XVI hasta llegar a una crisis general?”. ¿Por qué lanzaron una Revolución? Bosher responde que los acontecimientos de la sociedad francesa del siglo XVIII habían cerrado ya una vieja vía de escape:

Una de cada dos crisis financieras de la monarquía borbónica había culminado en una Cámara de Justicia que dirigía la atención pública hacia los contadores, recaudadores de impuestos y otros financieros (todos ellos funcionarios venales de la monarquía, de los que habitualmente tomaba prestado, en anticipación de los ingresos fiscales) como prevaricadores, y por tanto responsables de las dificultades. Pero durante el siglo XVIII, los recaudadores generales, recibidores generales, tesoreros generales, pagadores de las rentas y otros altos funcionarios se habían ennoblecido en tan grandes números, y se habían mezclado hasta tal punto con las clases gobernantes, que la Corona no estuvo en posición de establecer contra ellos una Cámara de Justicia. La larga serie de Cámaras de Justicia llegó a su fin en 1717. Los ministros de finanzas que intentaron algo similar a un ataque a los financieros, especialmente Terray, Turgot y Necker, sufrieron una derrota política y se vieron obligados a retirarse. En estas circunstancias, las dificultades financieras maduraron en una gran crisis.

En suma, cuando su incontrolable tendencia a la guerra llevó a la monarquía borbónica del siglo XVIII a una aguda crisis financiera, se encontró ante una clase dominante sólidamente consolidada. Esta clase dependía del Estado Absolutista, y estaba implicada en su misión internacional. Sin embargo, también tenía intereses económicos en minimizar los impuestos reales a su riqueza, y era capaz de ejercer presión política contra la monarquía absolutista por medio de los medios institucionales que controlaba dentro del aparato del Estado.

La crisis política revolucionaria

En 1787, las noticias del peligro financiero de la monarquía precipitaron una crisis general de confianza dentro de la clase dominante. En un esfuerzo por adelantarse a los parlements, el ministro de finanzas Calonne, convocó a la Asamblea de Notables (representantes de la clase dominante, de los tres órdenes) y les expuso un análisis de la situación financiera, y propósitos de reformas jurídicas y fiscales. Las propuestas claves exigían un nuevo impuesto a todas las tierras, sin que importara el que sus propietarios fuesen nobles o plebeyos, y el establecimiento de asambleas de distrito que representaran a todos los terratenientes, fuera cual fuese su posición jurídica.

No es de extrañar que los Notables rechazaran estas ideas; Calonne cayó, y fue reemplazado por Brienne, quien envió unos edictos que constituían una versión modificada de las mismas ideas, a los parlements. El Parlement de París se negó a registrar los decretos de Brienne y, con gran apoyo general, exigió la convocación de los durante largo tiempo disueltos Estados Generales. Ya no confiaba en que el absolutismo pudiese resolver los problemas del Estado y, temerosa por sus privilegios, la clase dominante quiso tener un cuerpo representativo que asesorara al rey y diera su aprobación a todo nuevo impuesto.

Al principio, el rey se negó, y procedió a pasar por encima de los parlements. Pero la resistencia cundió, especialmente en las provincias. Los parlements, provinciales, los Estados provinciales en los alejados pays d´état, y cuerpos extraordinarios creados por los nobles y/o el alto Tercer Estado, formaron un clamor contra el “despotismo” y en pro de los Estados Generales. Manifestaciones populares, especialmente de partidarios de los parlements, defendieron a los privilegies en contra de la Corona. Y no pudo contarse con todos los intendants, gobernadores militares y oficiales del ejército para suprimir la resistencia.

La renuencia de muchos oficiales a suprimir la resistencia fue un factor, junto con la continuada crisis financiera, de la final capitulación real, al convocar a los Estados Generales. Y la renuencia de los oficiales ayudó a difundir el caos administrativo y el desplome militar. Reclutados entre diferentes capas sociales privilegiadas –nobles ricos, no nobles ricos y nobles campesinos pobres- los oficiales tenían toda una serie de quejas ya de larga data. Es probable que la explicación decisiva del comportamiento de los oficiales se encuentre en el hecho de que virtualmente todos ellos eran privilegiados, social y/o económicamente. Por tanto, muchos se identificaron durante 1787-1788 con los parlements. (Estudios históricos comparativos concluyen: que en las sociedades preindustriales los oficiales de ejército por lo general se identifican con los intereses de los estratos privilegiados entre los cuales se les reclutó, y actúan para protegerlos) La predecible renuencia de los oficiales a reprimir la resistencia durante el período exacerbó las crisis de autoridad del gobierno, que a su vez desencadenó divisiones políticas y sociales, que finalmente hicieron imposible, fuese para el rey o para las facciones conservadoras de la clase dominante, el recurrir a la simple represión.

Convocar a los Estados Generales no sólo sirvió para resolver la crisis financiera, sino también para lanzar la Revolución. Muchos historiadores de la Revolución francesa afirman que la convocatoria a los Estados Generales condujo a la Revolución, porque hizo surgir a la burguesía capitalista, o bien al alto Tercer Estado, en el escenario político nacional.

Esto ocurrió cuando surgieron disputas sobre si los Estados Generales habían de actuar a la manera tradicional, votando por orden, o de una manera más unificada, votando por cabeza. Ciertamente esta disputa fue de importancia decisiva. La disputa intensificó la parálisis y condujo a la disolución del sistema administrativo del antiguo régimen, dejando así vulnerable a la clase dominante ante las implicaciones verdaderamente sociorrevolucionarias de las revueltas desde abajo.

En 1788 y a comienzos de 1789, la clase dominante francesa se hallaba virtualmente unida en su deseo de un gobierno nacional menos absolutista, más representativo. Pero no había ningún consenso acerca de qué principios habían de determinar exactamente quién estaba representado, y con qué poder institucionalizado. La convocatoria de los Estados Generales inevitablemente planteó preguntas antes las cuales la clase dominante se encontraría, potencialmente, más dividida. Los Estados habían de constituirse tomando representantes de toda la suma de comunidades, grupos y cuerpos comunes que formaban la sociedad francesa de 1789. El proceso mismo de constituir los Estados Generales desencadenó incontables conflictos de intereses y principios. Esto puede decirse especialmente de los estratos ricos y privilegiados que se hallaban complejamente divididos por pertenencia a Estados, grados de nobleza, tipos de propiedad, nexos regionales, afiliaciones a ciudades o al país, intereses ocupacionales, y así sucesivamente.

Además, no sólo incluía a los representantes del Tercer Estado, sino también a una sólida minoría de la nobleza, aclimatados por nacimiento y/o residencia regular, a la vida y a la cultura urbanas. En realidad, algunos de los principales dirigentes del Tercer Estado/burguesía “revolucionarios” eran aristócratas.

Esto no debe asombrarnos, pues lo que en realidad estaba en juego en la primera fase de la Revolución no era la estructura de clases o social y del Estado, sino la estructura del gobierno. Y un sistema representativo que subrayara la riqueza, la educación y el prestigio público en general, indudablemente tenía más sentido precisamente para los nobles, con sus antecedentes urbanos y sus nexos cosmopolitas. Así pues, compresiblemente, estaban más alejados de los nobles rurales, provincianos, resueltos a revivir una constitución política feudal, que de los representantes del Tercer Estado que, casi invariablemente, procedían de ciudades y poblados.

Pero, por lo demás, no se requerían contradicciones de clase o divisiones tan sólo de acuerdo con las líneas de los Estados Generales para lanzar la Revolución; las pugnas políticas multifacéticas dentro de la clase gobernante eran más que suficientes. Estos conflictos al principio paralizaron y luego desmantelaron el sistema administrativo del antiguo régimen, que, después, de todo, nunca se había basado más que en el desempeño rutinario de diversos cuerpos gubernamentales comunes y funcionarios venales, bajo la coordinación del rey, los ministros y los intendants. Mientras estos grupos e individuos disputaban entre sí en 1788 y 1789 sobre cómo debían constituirse los cuerpos representativos, y sobre qué quejas habían de plantearse al rey, las puertas se abrieron de par en par a la expresión del descontento popular. Algunos dirigentes de la clase dominante llegaron a fomentar la creciente participación popular, apelando a grupos populares urbanos en su ayuda en sus luchas por la “libertad”, definida de diversas maneras. Al principio los parlements, y luego los partidarios de la Asamblea Nacional participaron en este juego.

Ya en el verano de 1789, el resultado fue la “Revolución municipal”, una oleada de revoluciones políticas en todas las ciudades y en los poblados de Francia, incluyendo, desde luego, la célebre “toma de la Bastilla en París”. En el marco de las simultaneas crisis políticas y económicas de 1788-1789, multitudes de artesanos, tenderos, jornaleros y labradores recorrían las ciudades en busca de armas y granos, exigiendo pan y libertad. Los líderes más sagaces de la Revolución liberal, partidarios de la Asamblea Nacional, formaron nuevos gobiernos municipales, desplazando a los funcionarios nombrados por administración real, o a los leales a ella, y reclutaron a los más respetables líderes populares en milicias urbanas. A su vez, las milicias al mismo tiempo sirvieron de contrapeso al ejército real y ayudaron a guardar la propiedad y el orden urbano. Así, a comienzos del verano de 1789, las disputas dentro de la clase dominante por las formas de representación culminaron en una victoria de la Asamblea Nacional parisiense y de sus diversos partidarios liberales y urbanos por toda Francia. Y, junto con esta victoria, vino la devolución del control por los medios de administración y coacción, de la administración real normalmente centralizada, a la posesión descentralizada de las diversas ciudades y poblaciones, controladas, en su mayor parte, por partidarios de la Asamblea Nacional.

Desde luego, la Revolución municipal no fue más que el principio de un proceso revolucionario en Francia que pronto se haría más profundo, pasando de unas reformas constitucionales anti absolutistas a unas transformaciones sociales y políticas más fundamentales. Pues las luchas de las clases bajas y, ante todo, las de los campesinos, a quienes nadie de las clases dominantes había invitado a participar mostrarían una dinámica y una lógica propias. Y sin la administración real, la nobleza rural, especialmente, se encontraría sin defensas contra las revueltas desde abajo.



[1] Jean-Baptiste Colbert fue uno de los principales ministros del rey de Francia Luis XIV, controlador general de finanzas, secretario de Estado.

[2] El desmonte consiste en manipular mecánicamente el suelo para extraer material arbóreo, arbustivo y herbáceo. Se hace con la finalidad de transformar el suelo virgen en suelo explotable por sistemas Agrícolas

[3] Terreno de labor que no se siembra durante uno o dos años para que la tierra descanse o se regenere.

Theda Skocpol Los Estados y las revoluciones sociales (segunda parte)

Resumen desde pagina 194 a 209 del libro de Theda Skocpol "Los Estados y las revoluciones sociales) Como los diferentes actores sociale...