Theda Skocpol
Los Estados y las
revoluciones sociales.
Argumento: las revoluciones
sociales pueden ser mejor explicadas por su relación con las estructuras
específicas de las sociedades agrícolas y sus respectivos estados..
Resumen enfocado en la Revolución Francesa, primera parte desde página 85 a 116 del libro.
II los estados del
antiguo régimen en crisis
La revolución social en Francia, surgió a partir de crisis
específicamente políticas, centradas en las estructuras y situaciones del
Estado del antiguo régimen. Se socavaron los regímenes monárquicos
autocráticos, y se desorganizaron los controles administrativos y coactivos,
centralmente coordinados, sobre las potencialmente rebeldes clases bajas. La
crisis revolucionaria se desarrolló cuando el Estado del antiguo régimen
resultó incapaz de enfrentarse a los desafíos de situaciones internacionales en
franca evolución: competición intensificada de potencias del exterior, y más
desarrolladas en el aspecto económico. Se vieron coaccionadas o contenidas en
sus reacciones por las relaciones institucionalizadas de las organizaciones de
Estado autocrático de las clases superiores de terratenientes y de las
economías agrarias. Entre presiones opuestas de las estructuras de clases
internas y las exigencias internacionales, la autocracia y su gobierno y
ejército centralizados se disgregaron, abriendo el camino a unas
transformaciones social-revolucionarias encabezadas por revueltas desde abajo.
Para comprender la naturaleza y las causas de la crisis
política, necesitamos un sentido de la estructura del Antiguo régimen francés y
de los conflictos a que estaban sometidos en los tiempos anteriores al
estallido de la revolución. Francia fue una monarquía autocrática que se enfocaba
en mantener el orden interno y del enfrentamiento con sus enemigos del
exterior. Un Estado imperial perfectamente
establecido; con jerarquías diferenciadas, administrativas y militares,
coordinadas desde el centro, que funcionaban bajo la égida de la monarquía
absoluta. (Proto-burocrático: algunos
cargos superiores, eran funcionalmente especializados; y algunos deberes oficiales estaban sometidos a reglas y supervisión
jerárquica explicitas; y la separación de los cargos y deberes del Estado de la
propiedad privada y de los intereses privados estaba parcialmente
institucionalizada) Sin embargo, no era
un Estado imperial plenamente burocrático. De manera concomitante, tampoco era
plenamente centralizado o poderoso dentro de la sociedad, como lo sería un
moderno Estado nacional. En particular, no se encontraba en posición de controlar
directamente, y se veía limitado a
variaciones o extensiones de las funciones que, para desempeñarlas, por decirlo
así, habían sido construidas: entablar la guerra en el exterior, supervisar la
sociedad en el interior para mantener alguna semejanza con el orden general, y
asignar recursos socioeconómicos mediante el reclutamiento militar y los
impuestos sobre la tierra, la población o el comercio (pero no sobre algo tan
difícil de evaluar como el ingreso personal).
El Estado imperial de la Francia de los Borbones, se
encontraba sobrepuesto en una economía en gran escala, básicamente agraria en
que las pretensiones a tierras y a los productos agrícolas se hallaban
divididas entre una masa de familias campesinas y una clase superior
terrateniente. La clase dominante más importante (es decir, que se apropiaba de
los excedentes), era, básicamente, una clase superior terrateniente. Las
relaciones mercantiles se hallaban muy desarrolladas, y había clases laborales
basadas en las ciudades, y clases que controlaban el comercio y la industria. La
mayor parte del comercio se hallaba local o regionalmente enfocado (no
nacionalmente), la agricultura seguía teniendo mayor importancia económica que
el comercio o la industria, y las relaciones capitalistas de producción no
predominaban en interés agrícolas o no agrícolas. Las clases superiores
comerciales e industriales se hallaban simbióticamente relacionadas con las
clases superiores terratenientes y/o muy dependientes de los Estados
imperiales. Las fundamentales tensiones
políticas no eran entre clases comercial-industriales y aristocracias
terratenientes. En cambio, se hallaban centradas en las relaciones de clases
productoras con las clases y el Estado dominante, y en las relaciones de las
clases terratenientes dominantes con un Estado autocrático imperial.
El potencial para las revueltas campesinas (y populares
urbanas) eran endémico en la Francia del antiguo régimen. En este punto, sólo necesitamos enfocar las
relaciones entre el Estado imperial y las clases superiores terratenientes, y
los posibles conflictos a que podían dar motivo estas relaciones.
El Estado Imperial y las
clases superiores terratenientes de la Francia prerrevolucionaria simplemente
eran socios en el control y en la explotación del campesinado. La existencia de
administraciones y ejércitos centralizados
no estaba siendo desafiada por las clases terratenientes en los tiempos
anteriores a las revoluciones. Las
clases dominantes no podían defenderse de las rebeliones campesinas, todas
ellas habían llegado a depender, aunque en diversos grados, de la centralidad
del Estado monárquico para apoyar sus posiciones y prerrogativas de clase. Más
aún: las clases dominantes se habían acostumbrado a tener oportunidades de
edificar fortunas privadas mediante los servicios al Estado. Y, en realidad,
tal apropiación de excedentes indirectamente por los cargos del Estado se había
vuelto de gran importancia en la Francia del antiguo régimen.
Pero si en un sentido,
el Estado imperial y las clases terratenientes eran socios en la explotación,
también eran competidores en el control de fuerza de trabajo del campesinado y
en la asignación de excedentes tomados de las economías comerciales agrarias. El rey estaba interesado
en las riquezas crecientes de la sociedad y canalizarlas eficazmente hacia el
engrandecimiento militar y el desarrollo económico centralmente controlado y
fomentado por el Estado. Así los intereses
económicos de las clases terratenientes superiores en parte eran obstáculos que
había que superar, porque estaban básicamente interesadas, o bien en impedir
que aumentaran las asignaciones al Estado, o en aprovechar los cargos oficiales
para acaparar ingresos, de tal manera que reforzaran el statu quo
socioeconómico interno.
Y en que formas, tales conflictos de intereses, hicieron
surgir verdaderos conflictos políticos en la Francia del antiguo régimen,
dependía de las circunstancias históricas y de las formas institucionales del
Estado autocrático-imperial. El Estado Francés no era un régimen parlamentario
que diera a los representantes de la clase dominante una función rutinaria en
la política del Estado. Y, sin embargo, tampoco eran un Estado plenamente
burocrático. En varios aspectos, los
miembros de la clase dominante disfrutaban de un acceso privilegiado y de un
empleo exclusivo de los cargos de Estado. Tan sólo este hecho, ciertamente, no
bastaba para asegurar el control de la clase dominante de las actividades
imperiales del Estado. Pero hasta el
punto en que los miembros de la clase dominante obtuvieron una capacidad de
organización colectiva consciente dentro de los niveles superiores de las
estructuras existentes del Estado imperial, podían estar en posición de
obstruir las empresas monárquicas que fueran en contra de sus intereses
económicos. Esto podía culminar en desafíos deliberados a la autoridad
política autocrática; y, al mismo tiempo, podían tener el efecto, del todo
involuntario, de destruir la integridad administrativa y militar del propio
Estado imperial. (Las reformas y la política designadas para movilizar y desplegar
crecientes recursos podían aplicarse mediante los funcionarios de la burocracia
que operaban en nombre de las legitimaciones tradicionales.)
Francia de finales del siglo XVIII, la monarquía demostró
ser incapaz para poner en vigor reformas para promover un desarrollo económico
lo bastante rápido para enfrentarse y contener las amenazas militares del
exterior. Y la crisis política
revolucionaria surgió precisamente por causa de los fracasados intentos del
régimen borbónico de enfrentarse a las presiones del exterior. Existían relaciones institucionales entre
el rey y sus personales, por una parte, y entre las economías agrarias y las
clases superiores terratenientes, por la otra, que hacían imposible al Estado
imperial enfrentarse con éxito a las competiciones o intrusiones del exterior.
Por consiguiente, fue desposeído en el interior por la reacción de unas clases
superiores terratenientes, políticamente poderosas, contra los intentos
monárquicos de movilizar recursos o imponer reformas. El resultado fue la desintegración de las maquinarias administrativas
militares centralizadas, que hasta entonces habían sido el único baluarte unido
del orden social y político. Ya no
reforzadas por el prestigio y el poder coactivo de la monarquía autocrática,
las relaciones de clase existente se volvieron vulnerables a los ataques desde
abajo. Surgieron las crisis políticas socio revolucionarias. una “crisis en
la política de la clase gobernante que causó una fisura por la que brotaron el
descontento y la indignación de las clases oprimidas”.(Lenin)
La Francia del Antiguo
Régimen:
Las contradicciones del
Absolutismo Borbónico
Las explicaciones de la Revolución Francesa, desde hace
mucho tiempo se han fundamentado en uno de dos temas básicos, o en una síntesis
de ambos: el surgimiento de la burguesía y el surgimiento de una crítica
ilustrada de la autoridad arbitraria tradicional. Así, la Revolución ha sido
atribuida a causas inmanentes a la evolución de la sociedad y la cultura
francesas.
Sin embargo, lo que mucho menos frecuentemente se ha hecho
es poner de relieve la omnipresente competición militar de los Estados
europeos, y enfocar desde tal perspectiva la paradójica situación de la Francia
del antiguo régimen.
En un medio dinámico internacional, cada vez más dominado
por la comercializada Inglaterra, había aquí un país que estaba reduciéndose
pese a medio siglo de vigorosa expansión económica del casi dominio de toda
Europa a las humillaciones de las derrotas militares y de la quiebra real. La
explicación de por qué ocurrió esto hace comprensible la crisis política
específica que lanzó la Revolución francesa.
El Estado
La monarquía absoluta, que pasó por un largo proceso de creación,
llegó a ser la realidad dominante de Francia sólo durante el reinado de Luis
XIV (1643-1715). La Fronda de 1648-1653 marcó la última ocasión en que unos
sectores de la nobleza territorial empuñaron las armas contra la realeza
centralizante. También constituyó “el último intento, antes de la Revolución,
de promulgar una Carta que limitaría el absolutismo real, y su derrota aseguró
el triunfo de la doctrina”. Francia fue gobernada, en adelante, por la
administración real. Más de treinta intendants,
(intendentes generales) a los que se podía despedir en cada momento,
representaban la autoridad del rey en las provincias. Al relegar a los antes
todopoderosos gobernadores nobles hereditarios a papeles marginales, los intendants asumieron responsabilidades
de recaudación directa de impuestos, justicia real, regulación económica y
mantenimiento del orden interno. Los asuntos de los poblados quedaron bajo la
supervisión de los intendants, y los cargos municipales más importantes fueron
puestos a remate recurrentemente por la Corona.
Los más grandes de la antigua nobleza fueron atraídos a la órbita de la
nueva Corte de Versalles- símbolo último del absolutismo triunfante- sin
paralelo en su esplendor.
El absolutismo triunfó
bajo el poder de Luis XIV, y sin embargo la estructura estatal de la Francia
del antiguo régimen siguió siendo extraordinariamente compleja y, por decirlo
así, de múltiples estratos. Aun cuando fuera suprema la autoridad del gobierno absolutista, sus
estructuras distintivas –consejos reales, y las intendencias- no llegaron a
suplantar a aquellas descentralizadas instituciones medievales, como los
dominios y las cortes señoriales, las corporaciones municipales y los Estados
provinciales (asambleas representativas) localizadas en las remotas provincias
llamadas pays d’état. Tampoco las
estructuras del absolutismo reemplazaron por completo a anteriores
instituciones administrativas monárquicas, como los parlements (corporaciones judiciales), oficios y jurisdicciones que
antes habían tenido importancia, y la práctica (llamada “venalidad de cargo”)
de vender las posiciones dentro del gobierno real a hombres ricos, que después
poseían y podían vender o heredar sus cargos. Pues, por extraordinarias que
fueran sus realizaciones, Luis XIV
continuó la larga tradición francesa regia de imponer nuevos controles “sobre”
las instituciones establecidas sin abolirlas por completo. Por tanto, la autocracia triunfante tendió
a congelar, de hecho, a garantizar, las mismas formas sociopolíticas
institucionales –señoriales, corporativas, provinciales- cuyas funciones
originales reemplazaba o sobreseía.
Junto con el
mantenimiento de la unidad y del orden en el interior, el engrandecimiento
militar llegó a ser propósito declarado del absolutismo borbónico. No podía dejar de
luchar, por la supremacía dentro del sistema europeo de Estados. Su triunfo
exigiría la capacidad de enfrentarse a dos tipos de enemigos a la vez: otras
monarquías basadas en la tierra, en el continente europeo, y potencias
navales-comerciales, cada vez más prósperas: los Países Bajos e Inglaterra.
Inicialmente, las perspectivas parecían bastante prometedoras. Francia estaba
unida, era territorialmente compacta, populosa y –una vez restaurado el orden
político-potencialmente próspera.
Colbert[1], creó el
ejército, se instituyó la política mercantil que fomentara la expansión de la
industria, el comercio y la colonización y se reformó las reales finanzas de
maneras que aumentaron los ingresos disponibles para las guerras.
Durante el reinado de Luis XIV, en principio triunfos
militares: guerra de Devolución (1667-1668) y en la guerra de Flandes
(1672-1678) estimularon la formación de una alianza de potencias comprometidas
a contener su expansión. Pero sufrieron serios reveses en la guerra de la Liga
de Augsburgo (1688-1697) y en la guerra de la Sucesión Española (1701-1714). Entre 1715 y 1789, Francia no sólo reveló
ser incapaz de dominar Europa, sino de mantener siquiera su situación de
indiscutida primera potencia de Europa. Las dificultades no menores
surgieron de las limitaciones del sistema absolutista completado durante el
reinado de Luis XIV y por la naturaleza de la economía y la estructura de clases
de Francia. Comparándola con Inglaterra que, en ese período, avanzó para retar
a Francia en la carrera por la hegemonía europea y, por el capitalismo universal).
La economía
En el siglo XVII y
durante todo el XVIII, Francia siguió siendo una sociedad predominantemente
agrícola, con una economía obstaculizada por una compleja red de intereses de
propietarios que impedían todo rápido avance a la agricultura capitalista o al
industrialismo.
En vísperas de la Revolución: los campesinos aún seguían
integrando 85% de la producción nacional, y la producción agrícola constituía
al menos 60% del Producto Nacional Bruto. El comercio y algunas industrias
(premecanizadas) indiscutiblemente estaban extendiéndose por la Francia del
siglo XVIII (aunque gran parte de este crecimiento estuviera centrado en las hinterlands –tierras interiores,
vertientes- de los puertos del Atlántico. Sin
embargo, por mucho que crecieran el comercio y las industrias nacientes, de
manera simbiótica continuaban atados a las estructuras sociales y políticas de
la Francia imperial agrícola, y limitados por ellas.
En esta etapa de la
historia universal, el progreso de la industria se basó en la prosperidad de la
agricultura. Pero la agricultura francesa, aun
cuando avanzaba, de acuerdo con las normas del continente, era “atrasada” en
relación con la agricultura inglesa y con el comercio y la industria de Francia.
La tierra estaba dividida en pequeñas parcelas (poseída por campesinos o
alquilada por terratenientes) Gran parte de la agricultura se basaba en el
sistema de desmonte[2], y un
tercio de las tierras y ciertas tierras comunales, quedaban en barbecho[3]
cada año. Dado el tamaño de Francia y la
escasez de transporte interno barato para bienes voluminosos, fue lenta en
desarrollarse y la especialización regional de la agricultura. En
Inglaterra y Holanda, desde el siglo XVI hasta el XVIII, una revolución de la
productividad agrícola –se introdujo el cultivo de raíces y forrajes, que
produjo un aumento de los rebaños y la creciente fertilización de las tierras,
que ya no necesitaban quedar en barbecho –avanzó notablemente. Pero tales
transformaciones sólo lograron un progreso limitado en Francia.
La implantación de las
nuevas técnicas agrícolas dependía de la abolición de muchas costumbres
comunales y derechos señoriales, para permitir la consolidación y la
administración unificada de considerables extensiones. Pero en Francia existía un precario equilibrio de derechos entre un
numeroso campesinado de pequeños propietarios, que poseía aproximadamente un
tercio de las tierras, y una clase superior terrateniente, que tenía
considerables propiedades en la tierra y que poseía sobrevivientes derechos
señoriales que podían explotarse comercialmente. Así, ninguno de los dos grupos
se hallaba en la situación en que revolucionar la producción agrícola fuese
simultáneamente en favor de sus intereses y dentro de su capacidad. La innovación
también obstaculizada por la pesada carga que significaban los irracionales
modos de recaudar los reales impuestos, que recaían principalmente sobre el
campesinado.
Por último, hubo otra
razón, más irónica, debido a más de cuarenta años de buen tiempo, orden interno
y crecimiento de la población, la producción agrícola bruta se extendió
enormemente dentro de sus límites estructurales tradicionales, a mediados del
siglo XVIII (1730-1770). Este crecimiento, acompañado por los precios y rentas
cada vez mayores, llevó a la prosperidad a los grandes y pequeños
terratenientes, y así, probablemente, ayudó a confinar la necesidad percibida
de unos cambios estructurales fundamentales a los pocos funcionarios
gubernamentales y terratenientes progresistas que tenían mayor conciencia del
contraste con Inglaterra.
La agricultura francesa,
a su vez, contuvo el desarrollo de la industria francesa. Tanto su estructura cuanto las distribuciones de sus beneficios
retardaron el surgimiento de un mercado de masas que creciera continuamente
para sus productos.
Al término del siglo XVI, la industria francesa probablemente
estaba por delante de la inglesa. Pero, entre 1630 y 1730, la agricultura, el
comercio y la industria de Francia sufrieron repetidos reveses por guerras,
plagas y hambre. Mientras tanto, la economía inglesa crecía con paso firme, y
las primeras etapas de la revolución de las relaciones agrarias de producción y
técnicas se consumaron. Durante el siglo
XVIII, el crecimiento económico tanto de Inglaterra como de Francia, incluyendo
la expansión del comercio exterior, fue rápido y casi equivalente. Pero Inglaterra
había estado a la cabeza en ingreso per
capita antes de que empezara el siglo, y su revolución agrícola se hizo
cada vez más profunda aun mientras la producción crecía durante el siglo XVIII. Así quedó dispuesto el escenario para la
Revolución Industrial inglesa después de 1760. La expansión económica
general fue uno de los factores del avance de Inglaterra, pero la economía
francesa en el siglo XVIII experimentó tasas comparables de desarrollo. Además de su mayor tamaño y de sus
consecuentes dificultades de transporte interno, la economía agraria francesa
ofrecía un muy inferior mercado potencial de masas a sus artículos industriales
en comparación con el inglés, porque había, proporcionalmente, menos gente con
ingresos medios. Y tampoco la estructura tradicional de la producción agraria
pudo sostener un desarrollo prolongado. Causando una enorme alza de los precios, y el hambre. Precisamente
una de tales crisis produjo una recesión industrial después de 1770, mientras
la industria inglesa estaba adoptando las nuevas tecnologías de la máquina. “La
base agrícola de la economía francesa reveló durante 1770 a 1779 y de 1780 a
1789, su incapacidad para sostener un crecimiento prolongado.
La clase dominante
Ya en el siglo XVIII,
había surgido en Francia una distintiva clase dominante. Ya no era “feudal” en el sentido político o jurídico. Pero tampoco era “capitalista”; no en
el sentido de “empresarial”, ni tampoco en el sentido marxista de una clase que
se apropia de los excedentes mediante trabajo asalariado y las rentas del
mercado y reinvierte para extender las relaciones capitalistas de producción e
industrialización. Y, sin embargo, era
una clase dominante básicamente unificada, que se apropiaba del excedente
directa e indirectamente, básicamente de la agricultura campesina. Esta
apropiación de excedentes se hacía mediante una mezcla de rentas e impuestos
aplicados, en parte, por las instituciones judiciales dominadas por
terratenientes, y por la redistribución de los ingresos recaudados bajo la
égida del Estado monárquico. En realidad, si el término “feudal” se emplea
de una posible manera marxista para indicar una relación de clase particular de
apropiación de excedentes (es decir, la apropiación de una clase terrateniente,
y por medios institucionales de coacción), entonces puede afirmarse que la
clase dominante de la Francia prerrevolucionaria, era hasta un grado considerable,
feudal. Pero más importante es llegar a un sentido claro de cuales eran –y
cuales no eran- las bases características e institucionales de esta clase
dominante.
![]() |
La riqueza y los cargos,
no sólo el pertenecer a la nobleza terrateniente, eran las claves del triunfo
en la Francia del ancien régime. Las fortunas de los
nobles variaban enormemente. Los nobles más pobres se hallaban excluidos de la
alta sociedad parisiense y del estilo de vida confortable en las ciudades de
provincia, y tenían grandes dificultades para comprar los cargos más deseables
en el ejército o en la administración civil. Por otra parte, los plebeyos que
habían conquistado gran riqueza mediante el comercio exterior o las finanzas
reales, o que avanzaban comprando sucesivos cargos del Estado, tenían acceso
tanto a la condición como a los privilegios de los nobles y a la alta sociedad.
La distinción entre
Primer Estado (eclesiástico) y el Segundo (el noble), por una parte, y el
Tercer Estado, por la otra, era ya durante el siglo XVIII, más bien una movible
zona de transición que una barrera, al menos desde la perspectiva de los grupos
dominantes. Las posesiones formaban una verdadera barrera a los niveles
intermedios del orden social basado, en gran parte, en la riqueza y en los
cargos oficiales; y sin embargo, las tensiones sociales así engendradas –que
pondrían a los nobles pobres y a los miembros plebeyos del Tercer Estado
educados, al mismo tiempo unos contra otros y todos contra los ricos
privilegiados no fueron desatadas por completo hasta haber empezado la
Revolución. No fueron ellas las que crearon la crisis revolucionaria.
Tampoco fue ninguna
contradicción de clase –basada en un choque de modos incompatibles de
producción que afectaran a todos los estratos dominantes- la que creó la crisis
revolucionaria. Como lo ha demostrado la excelente investigación de George Taylor, más
del 80% de la riqueza privada del antiguo régimen era riqueza de
“propietarios”.
Había en la economía del
antiguo régimen una distinta configuración de riqueza, de función no
capitalista, a la que podemos llamar “propietaria”. Encarnaba las inversiones
en la tierra, la propiedad urbana, los oficios venales y las pensiones
vitalicias. Los ingresos que dejaba eran modestos, pero eran bastante
constantes y variaban poco de un año a otro. No se realizaban por medio de un
esfuerzo empresarial […] sino mediante la mera propiedad.
En la economía agraria, la riqueza de los propietarios tomó
las formas de: a) tierra explotada indirectamente mediante rentas, por
aparceros que ocupaban o explotaban partes de “dominios; granjas, metairies,
ríos, campos, bosques”, etc; y de b) de “señoría, consistente en puestos,
monopolios y derechos sobrevivientes del feudo, orden de propiedad
sobreimpuesto a la propiedad en dominio absoluto”. La propiedad de tierras y
edificios urbanos en otra fuente más de ingresos de la renta. Taylor:
La pasión por la
propiedad en el cargo era casi tan poderosa como la pasión por la propiedad en
la tierra. Un oficio venal era una inversión a largo plazo. Por lo general,
producía un ingreso pequeño pero estable y, podía de acuerdo con restricciones
aplicables a cada cargo, venderlo a un comprador, legarlo a un heredero, a aun
alquilarlo a alguien en términos generales, una inversión en el cargo era una
inversión fija. Lo que la hacía deseable era el status [la porción
socioeconómica] la respetabilidad que confería.
Además, la riqueza
propietaria se invertía en rentes. En el sentido más amplio, una rente era un
ingreso anual que se recibía por haber transferido algo de valor de alguien una
rente perpetuelle era una pensión de duración indefinida, que sólo terminaba
cuando el deudor, por su propia iniciativa, restituía el capital y así se
libraba de pagar la rente.
Aun los miembros más
prósperos del Tercer Estado basaban sus fortunas en mezclas de rentes, oficios
venales, bienes raíces y derechos señoriales. Taylor insiste en que “había, entre la mayor parte
de la nobleza y del sector propietario de las clases medias, una continuidad de
formas de inversión que hacía de ellos, económicamente, un solo grupo. En las
relaciones de producción desempeñaban un papel común”. Tan sólo aquellos (en su mayoría no nobles) dedicados al comercio
extranjero y aquellos (en su mayoría ennoblecidos) dedicados a las altas reales
finanzas, poseían formas más fluidas y arriesgadas de riqueza circulante. Y
sin embargo, también para estos grupos la riqueza propietaria era, a fin de
cuentas, más atractiva. La mayoría de los mercaderes o financieros de éxito
transferían sus fortunas a bienes de propiedad; asimismo, típicamente transferían
sus esfuerzos, o los de sus hijos, a las de búsquedas más apropiadas a su
posición social.
Por tanto, la “riqueza
propietaria” era la base de propiedad de la clase dominante. Y, sin embargo,
algo importante que debemos notar en la riqueza propietaria es cuán dependiente
era, en sus diversas formas, de la peculiar estructura de Estado de la Francia
del antiguo régimen. Los campesinos franceses, en su mayoría, seguían
adhiriéndose aún a las concepciones premercantiles del orden social económico,
y se habrían lanzado a la rebelión o el motín de haber visto flagrantemente
violados sus ideales comunales de justicia. Así, como los terratenientes ya no
controlaban los medios significativos de coacción en los niveles locales,
dependían del gobierno absolutista como su protector, en última instancia. Al mismo tiempo, las diversas instituciones señoriales, corporativas y
provinciales que se mantenían bajo la protección del absolutismo, también
tenían un gran significado socioeconómico para la clase dominante. En
general, no pusieron a la burguesía (ni al alto Tercer Estado) contra la
nobleza, porque las personas ricas de todas las propiedades poseían derechos
señoriales, ocupaban cargos venales y pertenecían a corporaciones privilegiadas
de una u otra índole. Antes bien, estas instituciones expresaban y reforzaban
las ventajas de los ricos propietarios contra los pobres en la Francia
prerrevolucionaria; pues, fueran cuales fuesen sus diferentes propósitos
sociales o políticos particulares, algo que todos estos derechos y cuerpos
tenían en común era que entrañaban ventajas fiscales, impuestos por el Estado,
y oportunidades de obtener mayores ingresos. Junto con las pretensiones de propiedad de la tierra, tales exenciones
y oportunidades constituían una base importante de la riqueza de la clase
dominante en general.
Esta situación, de depender del Estado, naturalmente
produjo una clase dominante con intereses creados tanto en las formas
institucionales más antiguas, como los derechos señoriales y cargos de
propiedad, cuanto en las nuevas funciones absolutistas; principalmente, en
aquellas relacionadas con la capacidad del Estado era promover el triunfo
militar y para tasar la expansión económica del país (hasta el punto en que los
ingresos fiscales provenían de los no privilegiados). Tal clase dominante se
elevaría o caería con Francia como potencia comercial, pero no capitalista,
agrario-imperial. La crisis
revolucionaria sólo surgió cuando en Francia no resultó viable, dados los
acontecimientos de la situación internacional existente y los conflictos de
interés entre la monarquía y la clase dominante, con sus muchos pilares dentro
de la estructura del Estado.
Las guerras y el dilema
fiscal
Al desarrollarse los
acontecimientos del siglo XVIII, se hizo cada vez más claro que la monarquía
francesa no podía cumplir con su razón de ser. Las victorias en la guerra, necesarias para la
vindicación del honor francés en el escenario internacional, para no mencionar
siquiera la protección del comercio marítimo, estaban más allá de sus
posibilidades. Francia luchó en la tierra y en el mar en las dos guerras
generales de mediados del siglo XVIII –la guerra de la Sucesión austríaca
(1740-1748) y la guerra de los Siete Años (1756-1763). En cada conflicto, los
recursos del país fueron exprimidos al máximo, y su vital comercio colonial fue
perturbado por la marina británica. A cambio, no hubo ninguna ganancia; en
realidad, Francia perdió, a manos de Inglaterra, grandes tajadas de su Imperio
en la América del Norte y en la India.
Una de las principales
dificultades para Francia era la estratégica.
Como potencia comercial localizada en una isla, Inglaterra
podía concentrar virtualmente todos sus recursos en el poderío naval, que, a su
vez, podía emplearse para proteger y aumentar el comercio colonial, del cual
llegaban los ingresos fiscales necesarios para las aventuras militares. No era
necesario mantener en el interior un gran ejercito permanente, y podían
emplearse limitados subsidios financieros para ayudar o incitar a los aliados
en el continente europeo en contra de Francia.
En cambio, Francia sufría las penalidades de su “geografía
anfibia”, aspiraba ser, “al mismo tiempo la mayor potencia terrestre y una gran
potencia marítima […] Parcialmente continental, parcialmente marítima, no
podía, como Inglaterra (o Prusia y Austria), concentrar todas sus energías en
una u otra dirección; quisiera o no, tenía que intentar ser ambas cosas”.
Francia sólo podía tener esperanzas de derrotar a la que iba convirtiéndose en
su principal enemiga, Inglaterra, si se mantenía fuera de toda guerra general
simultánea en el continente y concentraba sus recursos en la guerra naval.
Una dificultad aún más
fundamental para Francia era lo inadecuado de los recursos financieros del
Estado. En parte por el bajo nivel de la riqueza
nacional per cápita en Francia, comparada con Inglaterra, y en parte porque el
sistema de tasación estaba viciado por las exenciones o deducciones de
incontables élites privilegiadas –que incluían a funcionarios, aparceros,
grupos comerciantes, e industriales así como a los clérigos y a la nobleza, la Corona francesa tuvo dificultades en
conseguir suficientes ingresos para mantener prolongadas y repetidas guerras
generales, especialmente contra coaliciones enemigas que incluían a Inglaterra.
Antes que abandonar sus ambiciones marciales, la monarquía borbónica
simplemente pidió prestado, con grandes tasas de interés, a financieros
particulares, y aún más regularmente a los propios empleados de la monarquía.
Además, la Corona continuamente pedía prestado, a corto término, y con
intereses de sus incontables agentes financieros (pues no existía un tesoro
unificado), simplemente ordenándoles pagar por adelantado, o en cantidad excedente
a los ingresos que cobraban por virtud de sus cargos venales.
Conforme las repetidas
guerras y derrotas empeoraron la situación financiera de la monarquía francesa,
toda una sucesión de ministros de finanzas intentó reformar el sistema fiscal
aboliendo la mayoría de las exenciones de los grupos privilegiados e igualando
la carga a través de las distintas provincias y localidades. Los impuestos directos
existentes a la agricultura y los impuestos indirectos a los artículos de
consumo necesariamente continuarían en vigor, probablemente a tasas superiores
para todos, ya que la Corona necesitaba, en último análisis, un mayor ingreso. Naturalmente, todos los grupos sociales
ofrecieron resistencia a tales reformas. Sin embargo, la resistencia que más importó
provino de los grupos prósperos y privilegiados que eran, a la vez, socialmente
destacados y estaban estratégicamente colocados dentro de la maquinaria del
Estado.
Los que más tercamente se resistieron a los intentos de la
Corona por exprimir mayores ingresos fueron, indudablemente, los parlements. No siendo, nominalmente, más
que una parte de la real administración, estas corporaciones jurídicas,
situadas en París y en las principales ciudades de provincia, eran ante todo
cortes de apelación para todos los casos civiles y penales; sin embargo,
tenían, además, varias características que se combinaban para hacer de ellos la sede clave de la presión de la clase
superior contra el poder real. Por una parte, los magistrados poseían sus
cargos y por tanto no era fácil suprimirlos. Más aún: como cuerpos comunes, los
parlements controlaban el acceso a sus propias filas. En segundo lugar, los
magistrados invariablemente eran ricos; la mayoría, en formas asociadas con la
exención de impuestos (sus fortunas no sólo incluían sus cargos, sino también
una acumulación de bonos, propiedades urbanas y señoríos rurales). Además,
desempeñaban un papel fundamental en la protección de la propiedad de los
señoríos, en particular; pues, como tribunales de apelación para las disputas
acerca de derechos señoriales, los parlements defendían esta “extraña forma de
propiedad” sostenida tanto por nobles como por burgueses. Escribe Alfred Cobban
“En realidad, sin el apoyo jurídico de los parlements todo el sistema de
derechos señoriales se habría desplomado”.
En tercer lugar, por virtud de sus diversas fortunas,
estilos de vida y residencia en los grandes centros urbanos (incluso los
importantes centros regionales), los magistrados estaban notablemente “bien
conectados”. Se casaban y se codeaban con miembros de la antigua nobleza (de
“Estado”) y con quienes vivían de propiedades señoriales, así como con familias
de nuevos ricos (y recientemente ennoblecidas mediante el comercio y las
finanzas) Asimismo, “mantenían contacto con otros funcionarios, que aún no
habían sido ascendidos a la nobleza y mantenían nexos con un grupo de menor
prestigio social; a saber, los abogados.
Por último, los parlements poseían, por tradición, el
derecho de argüir contra los edictos reales, los que consideraban como
violaciones de las prácticas consuetudinarias del reino. En la práctica, esto
significaba que, podían aplazar la puesta en vigor de las medidas políticas
reales que les disgustaran, y en el proceso provocaban el debate público (sobre
todo de la clase superior) al respecto. Su efecto fue, a menudo, hacer que el
rey perdiera confianza en los ministros responsables de tratar de poner en
vigor las medidas políticas objetables”.
Repetidas veces durante el siglo XVIII, los parlaments se
opusieron a los intentos ministeriales de reforma fiscal. La resistencia era
una causa generalmente popular y, además, las reformas propuestas habrían
puesto fin a los privilegios de los grupos de propietarios ricos, como ellos
mismos y de los señores, rentistas y otros funcionarios, a quienes estaban
vinculados. Finalmente, en 1787-1788, los parlaments “abrieron la puerta a la
revolución”, al reunir a la clase superior y obtener apoyo popular, una vez
más, contra las propuestas ministeriales de reforma, y al vocear su exigencia
de que se reunieran los Estados Generales”.
De manera irónica, el comienzo de la crisis política
revolucionaria llegó en la secuela de la única guerra del siglo XVIII de la que
Francia salió indiscutiblemente victoriosa. Habiendo evitado dificultades en el
continente, Francia obstaculizó a la marina británica en la guerra de independencia
norteamericana. Pero “el precio que habría que pagar por la independencia
norteamericana era una Revolución francesa”. Pues para financiar la guerra, sus
tesoreros reales (1774 y 1778) finalmente llegaron al límite de sus capacidades
de obtener nuevos préstamos, al mismo tiempo que aumentaban grandemente los
gastos y la deuda reales. Los impuestos “fueron sobrecargados por última vez en
1780 y en 1781. Dentro de los términos del sistema existente de fiscalidad
corroída por los privilegios, la economía no pudo soportar más”. Asimismo, como
ya hemos indicado, después de 1770,
Francia fue cayendo en una recesión económica cíclica general, circunstancia
que redujo sus ingresos fiscales y los fondos de inversión y produjo
bancarrotas entre los agentes financieros del Estado”.
“¿Por qué se desarrollaron las dificultades financieras de
Luis XVI hasta llegar a una crisis general?”. ¿Por qué lanzaron una Revolución?
Bosher responde que los acontecimientos de la sociedad francesa del siglo XVIII
habían cerrado ya una vieja vía de escape:
Una de cada dos crisis
financieras de la monarquía borbónica había culminado en una Cámara de Justicia
que dirigía la atención pública hacia los contadores, recaudadores de impuestos
y otros financieros (todos ellos funcionarios venales de la monarquía, de los
que habitualmente tomaba prestado, en anticipación de los ingresos fiscales)
como prevaricadores, y por tanto responsables de las dificultades. Pero durante
el siglo XVIII, los recaudadores generales, recibidores generales, tesoreros
generales, pagadores de las rentas y otros altos funcionarios se habían
ennoblecido en tan grandes números, y se habían mezclado hasta tal punto con
las clases gobernantes, que la Corona no estuvo en posición de establecer
contra ellos una Cámara de Justicia. La larga serie de Cámaras de Justicia
llegó a su fin en 1717. Los ministros de finanzas que intentaron algo similar a
un ataque a los financieros, especialmente Terray, Turgot y Necker, sufrieron
una derrota política y se vieron obligados a retirarse. En estas
circunstancias, las dificultades financieras maduraron en una gran crisis.
En suma, cuando su
incontrolable tendencia a la guerra llevó a la monarquía borbónica del siglo
XVIII a una aguda crisis financiera, se encontró ante una clase dominante
sólidamente consolidada. Esta clase dependía del Estado Absolutista, y estaba implicada en su
misión internacional. Sin embargo, también tenía intereses económicos en
minimizar los impuestos reales a su riqueza, y era capaz de ejercer presión política
contra la monarquía absolutista por medio de los medios institucionales que
controlaba dentro del aparato del Estado.
La crisis política
revolucionaria
En 1787, las noticias
del peligro financiero de la monarquía precipitaron una crisis general de confianza
dentro de la clase dominante. En un esfuerzo por adelantarse a los parlements, el
ministro de finanzas Calonne, convocó a la Asamblea de Notables (representantes
de la clase dominante, de los tres órdenes) y les expuso un análisis de la
situación financiera, y propósitos de reformas jurídicas y fiscales. Las propuestas claves exigían un nuevo
impuesto a todas las tierras, sin que importara el que sus propietarios fuesen
nobles o plebeyos, y el establecimiento de asambleas de distrito que
representaran a todos los terratenientes, fuera cual fuese su posición jurídica.
No es de extrañar que los Notables rechazaran estas ideas;
Calonne cayó, y fue reemplazado por Brienne, quien envió unos edictos que
constituían una versión modificada de las mismas ideas, a los parlements. El
Parlement de París se negó a registrar los decretos de Brienne y, con gran
apoyo general, exigió la convocación de los durante largo tiempo disueltos
Estados Generales. Ya no confiaba en que el absolutismo pudiese resolver los
problemas del Estado y, temerosa por sus privilegios, la clase dominante quiso
tener un cuerpo representativo que asesorara al rey y diera su aprobación a
todo nuevo impuesto.
Al principio, el rey se negó, y procedió a pasar por encima
de los parlements. Pero la resistencia cundió, especialmente en las provincias.
Los parlements, provinciales, los Estados provinciales en los alejados pays
d´état, y cuerpos extraordinarios creados por los nobles y/o el alto Tercer
Estado, formaron un clamor contra el “despotismo” y en pro de los Estados
Generales. Manifestaciones populares, especialmente de partidarios de los
parlements, defendieron a los privilegies en contra de la Corona. Y no pudo
contarse con todos los intendants, gobernadores militares y oficiales del
ejército para suprimir la resistencia.
La renuencia de muchos oficiales
a suprimir la resistencia fue un factor, junto con la continuada crisis
financiera, de la final capitulación real, al convocar a los Estados Generales. Y la renuencia de los
oficiales ayudó a difundir el caos administrativo y el desplome militar. Reclutados
entre diferentes capas sociales privilegiadas –nobles ricos, no nobles ricos y
nobles campesinos pobres- los oficiales tenían toda una serie de quejas ya de
larga data. Es probable que la
explicación decisiva del comportamiento de los oficiales se encuentre en el
hecho de que virtualmente todos ellos eran privilegiados, social y/o
económicamente. Por tanto, muchos se identificaron durante 1787-1788 con los
parlements. (Estudios históricos comparativos concluyen: que en las
sociedades preindustriales los oficiales de ejército por lo general se
identifican con los intereses de los estratos privilegiados entre los cuales se
les reclutó, y actúan para protegerlos) La predecible renuencia de los
oficiales a reprimir la resistencia durante el período exacerbó las crisis de
autoridad del gobierno, que a su vez desencadenó divisiones políticas y
sociales, que finalmente hicieron imposible, fuese para el rey o para las
facciones conservadoras de la clase dominante, el recurrir a la simple
represión.
Convocar a los Estados
Generales no sólo sirvió para resolver la crisis financiera, sino también para
lanzar la Revolución. Muchos historiadores de la Revolución francesa afirman que la
convocatoria a los Estados Generales condujo a la Revolución, porque hizo surgir
a la burguesía capitalista, o bien al alto Tercer Estado, en el escenario
político nacional.
Esto ocurrió cuando surgieron disputas sobre si los Estados
Generales habían de actuar a la manera tradicional, votando por orden, o de una
manera más unificada, votando por cabeza. Ciertamente
esta disputa fue de importancia decisiva. La disputa intensificó la
parálisis y condujo a la disolución del sistema administrativo del antiguo
régimen, dejando así vulnerable a la clase dominante ante las implicaciones verdaderamente
sociorrevolucionarias de las revueltas desde abajo.
En 1788 y a comienzos de 1789, la clase dominante francesa
se hallaba virtualmente unida en su deseo de un gobierno nacional menos
absolutista, más representativo. Pero no había ningún consenso acerca de qué
principios habían de determinar exactamente quién estaba representado, y con
qué poder institucionalizado. La
convocatoria de los Estados Generales inevitablemente planteó preguntas antes
las cuales la clase dominante se encontraría, potencialmente, más dividida.
Los Estados habían de constituirse tomando representantes de toda la suma de
comunidades, grupos y cuerpos comunes que formaban la sociedad francesa de 1789.
El proceso mismo de constituir los Estados Generales desencadenó incontables
conflictos de intereses y principios. Esto puede decirse especialmente de los
estratos ricos y privilegiados que se hallaban complejamente divididos por
pertenencia a Estados, grados de nobleza, tipos de propiedad, nexos regionales,
afiliaciones a ciudades o al país, intereses ocupacionales, y así
sucesivamente.
Además, no sólo incluía a los representantes del Tercer
Estado, sino también a una sólida minoría de la nobleza, aclimatados por
nacimiento y/o residencia regular, a la vida y a la cultura urbanas. En realidad, algunos de los principales
dirigentes del Tercer Estado/burguesía “revolucionarios” eran aristócratas.
Esto no debe
asombrarnos, pues lo que en realidad estaba en juego en la primera fase de la
Revolución no era la estructura de clases o social y del Estado, sino la
estructura del gobierno. Y un sistema representativo que
subrayara la riqueza, la educación y el prestigio público en general,
indudablemente tenía más sentido precisamente para los nobles, con sus
antecedentes urbanos y sus nexos cosmopolitas. Así pues, compresiblemente,
estaban más alejados de los nobles rurales, provincianos, resueltos a revivir
una constitución política feudal, que de los representantes del Tercer Estado
que, casi invariablemente, procedían de ciudades y poblados.
Pero, por lo demás, no
se requerían contradicciones de clase o divisiones tan sólo de acuerdo con las
líneas de los Estados Generales para lanzar la Revolución; las pugnas políticas
multifacéticas dentro de la clase gobernante eran más que suficientes. Estos conflictos al
principio paralizaron y luego desmantelaron el sistema administrativo del
antiguo régimen, que, después, de todo, nunca se había basado más que en el
desempeño rutinario de diversos cuerpos gubernamentales comunes y funcionarios
venales, bajo la coordinación del rey, los ministros y los intendants. Mientras estos grupos e individuos
disputaban entre sí en 1788 y 1789 sobre cómo debían constituirse los cuerpos
representativos, y sobre qué quejas habían de plantearse al rey, las puertas se
abrieron de par en par a la expresión del descontento popular. Algunos
dirigentes de la clase dominante llegaron a fomentar la creciente participación
popular, apelando a grupos populares urbanos en su ayuda en sus luchas por la
“libertad”, definida de diversas maneras. Al principio los parlements, y luego
los partidarios de la Asamblea Nacional participaron en este juego.
Ya en el verano de 1789,
el resultado fue la “Revolución municipal”, una oleada de revoluciones
políticas en todas las ciudades y en los poblados de Francia, incluyendo, desde
luego, la célebre “toma de la Bastilla en París”. En el marco de las simultaneas crisis políticas y económicas de
1788-1789, multitudes de artesanos, tenderos, jornaleros y labradores recorrían
las ciudades en busca de armas y granos, exigiendo pan y libertad. Los líderes más sagaces de la Revolución
liberal, partidarios de la Asamblea Nacional, formaron nuevos gobiernos
municipales, desplazando a los funcionarios nombrados por administración real,
o a los leales a ella, y reclutaron a los más respetables líderes populares en
milicias urbanas. A su vez, las milicias al mismo tiempo sirvieron de
contrapeso al ejército real y ayudaron a guardar la propiedad y el orden
urbano. Así, a comienzos del verano de 1789,
las disputas dentro de la clase dominante por las formas de representación
culminaron en una victoria de la Asamblea Nacional parisiense y de sus diversos
partidarios liberales y urbanos por toda Francia. Y, junto con esta victoria,
vino la devolución del control por los medios de administración y coacción, de
la administración real normalmente centralizada, a la posesión descentralizada
de las diversas ciudades y poblaciones, controladas, en su mayor parte, por
partidarios de la Asamblea Nacional.
Desde luego, la
Revolución municipal no fue más que el principio de un proceso revolucionario
en Francia que pronto se haría más profundo, pasando de unas reformas
constitucionales anti absolutistas a unas transformaciones sociales y políticas
más fundamentales. Pues las luchas de las clases
bajas y, ante todo, las de los campesinos, a quienes nadie de las clases
dominantes había invitado a participar mostrarían una dinámica y una lógica
propias. Y sin la administración
real, la nobleza rural, especialmente, se encontraría sin defensas contra las
revueltas desde abajo.
[1] Jean-Baptiste Colbert fue uno de los
principales ministros del rey de Francia Luis XIV, controlador general de
finanzas, secretario de Estado.
[2] El desmonte consiste en manipular mecánicamente el suelo para extraer
material arbóreo, arbustivo y herbáceo. Se hace con la finalidad de transformar el suelo virgen en
suelo explotable por sistemas Agrícolas
[3] Terreno de labor que no se siembra durante
uno o dos años para que la tierra descanse o se regenere.