Este resumen es el resultado de una primer lectura; lo marcado se corresponde a ideas principales, secundarias; notas al pie son aquellos fragmentos que hacen alusión a detalles, nombres, etc.
Espero que si alguien utiliza estos resúmenes y si les sirve positivamente lo comenten.
6. La
economía política de la dependencia.
El secreto de que un sistema de explotación sea duradero es, por una
parte, su capacidad para organizar la coacción a favor de los que mandan y, por
la otra, su capacidad para hacer que los explotados “necesiten” a sus
explotadores. Por una parte, la violencia coactiva equipa a los dirigentes de
la sociedad para castigar la desobediencia de las normas y las instituciones
principales. Por la otra, la dependencia promueve el consentimiento
“voluntario” en las relaciones de opresión. En la medida en que los explotados dependen de sus
opresores para la satisfacción de sus necesidades básicas, deben aceptar, o
incluso iniciar, relaciones obligatorias que los someten a la continuación de
la explotación. La sutil coerción de la dependencia complementa la coerción
descarada de la fuerza y las relaciones extractivas adquieren más complejidad.[1]
En Huamanga, en cambio, el régimen colonial consolidado por Toledo
asentaba sus premisas en la explotación de ayllus y comunidades económicamente
autónomos. Eso significaba que las compulsiones extra económicas, comprendida la
fuerza física, desempeñaban un papel destacado como activadoras indispensables
de las relaciones extractivas. Con el tiempo, naturalmente, el control del
poder y de la violencia realzó la capacidad de las elites coloniales para crear
dependencias que sometieron a los indios a una obediencia más “voluntaria”.
Los funcionarios de los pueblos indios mantuvieron puestos políticos
sometidos a la aprobación del Estado colonial: los ayllus y las comunidades
recurrieron a las instituciones jurídicas españolas como fuentes de protección;
los indios paganos aplacaron a los clérigos católicos que mediaban en las
relaciones con los poderosos dioses españoles. Esas
dependencias “extraeconómicas” incrementaron el arsenal de los colonizadores
con instrumentos más sutiles de disciplina. Pero si bien no erosionaban
la autonomía material de los campesinos, tampoco sirvieron de mucho para hacer
que el proceso económico de
explotación fuera más sutil. La dinámica esencial en la que se basaban
las instituciones de Toledo siguió siendo política; la movilización reiterada
de una fuerza superior, en forma descarada o sutil, para extraer
coercitivamente tributos y levas de mano de obra de un campesinado
económicamente independiente.
Pero también hemos visto que para principios del siglo XVII, los indios
adquirieron conocimientos cada vez mayores, que les permitieron eludir
determinadas presiones coercitivas. En un contexto de descenso demográfico, la
resistencia india –fugas, subterfugios y una hábil política judicial – invalidó
las mitas y los tributos patrocinados por el Estado, que habían alimentado la
prosperidad de fines del siglo XVI. De hecho, se hubiera podido esperar
que la rápida decadencia de los tributos y las levas de mano de obra legales
hubieran hundido en la depresión a la economía comercial de Huamanga.
Pero la economía colonial de Huamanga no cayó en una decadencia prolongada
hasta mucho más avanzado el siglo XVII. De algún modo, los empresarios de principios del
siglo XVII encontraron otros medios de explotar a la mano de obra sin depender
tanto de la generosidad ni del poder coercitivo del Estado colonial. En muchos
casos, no necesitaban aplicar ninguna coerción en absoluto para atraer
trabajadores. Para comprender el porqué de esto tendremos que considerar las
fuerzas económicas desencadenadas por reorganización de Toledo. El régimen revitalizado a fines del siglo XVI impuso al campo indio unas
exigencias muy grandes acompañadas por una comercialización creciente de las
relaciones sociales. Esa combinación tendió a debilitar la autonomía de las
economías locales, a aumentar las necesidades y las obligaciones económicas de
los indios y a estimular un cierto grado de diferenciación interna en ricos y
pobres. Para 1600 un sector cada vez mayor de ayllus y
hogares pobres no tenían más remedio que recurrir al trabajo asalariado
ocasional para cubrir sus obligaciones monetarias y para compensar las
deficiencias de la subsistencia. Además, números cada vez mayores de indios
decidían escapar totalmente de las pesadas cargas de la vida del ayllu y
emigrar a nuevos contextos de vida y de trabajo. En ambos casos, los pobres y
los emigrados solían tener pocas opciones aparte de la de presentarse
“voluntariamente” a la explotación por parte de los colonizadores más ricos,
que es de suponer, daban a sus clientelas, tierras, subsistencia, salarios y
protección. En este capítulo se estudia como surgieron
esas dependencias que permitieron eludir una crisis de la economía comercial en
los años de 1600 a 1640.
Los orígenes
del problema laboral
La crisis de las instituciones oficiales del Estado se debió a dos
elementos. En primer lugar, los indios concibieron medios de debilitar
las instituciones iniciadas por Toledo. A principios del siglo XVII, en un
contexto de demografía decadente y emigración considerable de las comunidades,
una política judicial agresiva permitió a los grupos indios reducir el fondo
legal de tributos y levas de mano de obra a una escala mucho menor. Además, los indios
tendían a dislocar los cupos restantes en cuanto podían. Los trabajadores huían del trabajo en las minas; los ayllus respaldaban el
no acatamiento con tácticas jurídicas dilatorias: los jefes conspiraban con los
corregidores para sabotear la imposición de los tributos y las mitas legales, y
las comunidades pleiteaban para cerrar los obrajes con mano de obra mitaya.
En segundo lugar,
las tendencias económicas y demográficas aumentaban la demanda de mano de
obra explotable. La prosperidad comercial y minera de
Huamanga alentaba a los productores a ampliar las empresas agrícolas,
ganaderas, manufactureras, artesanales, mineras y comerciales. Por añadidura,
las zonas económicas dinámicas, como las ciudades de Huancavelica, Huamanga y
Castrovirreyna, y determinados distritos de Angaraes-Huanta-Vilcashuamán atraían una corriente de buscadores de fortuna y de productores
independientes. La llegada de migrantes se sumaba al
crecimiento natural de una población española y mestiza menos susceptible que
la india a la muerte causada por microbios de origen europeo o por el exceso de
trabajo y los malos tratos. Para principios del siglo XVII, una masa
creciente de miles de españoles y mestizos aspiraba a explotar la mano de obra
india y a beneficiarse de la expansión de la economía.
La disminución de la oferta patrocinada por el Estado de mano de obra y
tributos ocurría, pues, en una época en que las fuerzas económicas y
demográficas acrecentaban la sed de mano de obra del sector español y mestizo. Una diminuta elite de
30 o 40 personas se apoderaba de la mayor parte de un patrimonio regional en
descenso. Incluso para la alta elite, este patrimonio era cada vez menos
suficiente para sostener unas empresas en expansión o para aportar rentas para
la inversión, y un sector corriente de elites menores, aspirantes
y pequeños productores quedaba excluido de las mayores partes de las levas
estatales de mano de obra y de los tributos desde un principio. Una de las primeras revisitas de la región, hacia 1599, redujo la
asignación de la mita de plaza de 98 vecinos no importantes de Huamanga, muchos
de ellos agricultores, a sólo un indio cada uno. Un agricultor modesto que
dependiera del trabajo durante todo el año de 2 o 3 mitayos no podía absorber
fácilmente una reducción de 1 o 2 trabajadores. Al igual que las altas elites,
buscaría otros medios de conseguir mano de obra que le salvara de reducir sus
operaciones.
Alternativas y soluciones
Las adaptaciones disponibles para aliviar la escasez eran diversas y bien
conocidas. En tiempos de auge, las mitas y los tributos legales, complementados
por las exacciones extralegales de los corregidores y otros funcionarios,
habían aportado cantidades enormes de mano de obra, bienes y rentas en dinero a
una economía comercial en expansión. Pero los colonizadores nunca habían
confiado exclusivamente en la mita, los tributos ni las coacciones extralegales
de los funcionarios. Habían complementado su acceso a la mano de obra y los
productos excedentes con toda una gama de relaciones alternativas: la
esclavitud de los africanos y en algunos casos de indios extranjeros, la
servidumbre personal impuesta a los yanaconas y otras personas dependientes y
los contratos o acuerdos de trabajo asalariado durante períodos variables de
tiempo.
Esas relaciones habían surgido en la “sociedad civil” como expresiones de
relaciones y coacciones “privadas” relativamente exentas del patrocinio directo
de la estructura política oficial del Estado. La mita y
el tributo funcionaban como instituciones oficiales de extracción; su
dinámica misma vinculaba constantemente al explotador y los explotados a la
autoridad legal coercitiva de un Estado central fuerte. La esclavitud, el señorío personal y la mano de obra contratada, por otra
parte, vinculaban directamente a los explotadores y los explotados. El Estado colonial en diferentes momentos y en diferentes grados,
sancionaba legalmente, fomentaba e incluso pretendía regular esas relaciones.
Pero la iniciación, la dinámica interna y la importancia socioeconómica de esas
relaciones reflejaban más la iniciativa privada o extraoficial que los edictos
estatales.
Mientras la mita aportó mano de obra abundante y barata su éxito limitó a
un nivel auxiliar el atractivo de otros tipos de sistemas laborales posibles. Los africanos eran relativamente
caros y su adquisición justificable sobre todo por motivos de prestigio social
y para desempeñar puestos que requerían una capacitación, productividad o
confianza especial por parte de unos esclavos étnicamente aislados. Los
yanaconas tenían más peso económico y demográfico, especialmente en la
agricultura y la ganadería. No hacía falta dinero para comprarlos y podían
aprender a realizar las tareas que requerían conocimientos andinos o
hispánicos. Pero la posibilidad de obtener periódicamente mano de obra de
refresco durante períodos limitados de tiempo reducía la utilidad de las
relaciones a largo plazo con personas dependientes que exigían tierras, bienes
y un trato razonable por su trabajo que a juicio de los españoles muchas veces
realizaban con negligencia. Es probable que en las grandes haciendas
de propiedad de hombres y mujeres poderosos, los yanaconas residentes
representaran en el siglo XVI una fuente numéricamente modesta, aunque
indispensable, de mano de obra. La disponibilidad de
mano de obra mitaya limitaba análogamente la demanda de trabajadores
asalariados. Los centros mineros dinámicos, como Huancavelica y Castrovirreyna atraían un río de mineros expertos que
habían cortado o abandonado sus vínculos con sus comunidades de origen. Pero
esos trabajadores ganaban salarios dobles que los mitayos, y si resultaban
atractivos era fundamentalmente como complemento de la labor extractiva de los
mitayos en vetas especialmente ricas, o para realizar tareas especializadas en
otras fases del proceso de producción.
Lo que distinguía a los sistemas de trabajo en Huamanga a principios del
siglo XVII no era la existencia de la esclavitud, el yanaconaje ni el trabajo
asalariado, sino la importancia cada vez mayor de los tres sistemas de
producción. Incluso
en las empresas en las que la mita seguía aportando la mayor parte de la fuerza
de trabajo, la política judicial y los cambios en la demografía comunitaria
hacían que las levas estatales de mano de obra se hubieran convertido en
instituciones anticuadas del pasado, destinadas a declinar como fuente fiable
de mano de obra. Las relaciones alternativas organizadas en
la “sociedad civil”, que cortocircuitaban la dependencia respecto del
patrimonio estatal de mano de obra, representaban las fuerzas dinámicas y en
crecimiento del futuro. Al crear una clientela extensa y variada de
dependientes personales y trabajadores contratados, un colonizador podía
proteger la producción contra las escaseces de mano de obra y las perturbaciones
que acompañaban cada vez más a la mano de obra controlada por el Estado.
Por eso, incluso la esclavitud africana, relativamente cara en una
economía de tierras altas en la que los beneficios dependían de grandes insumos
de mano de obra barata, se convirtió en una fuerza económica importante para el
decenio de 1600. El prestigio que tenía la posesión de esclavos siempre había
garantizado una cierta demanda de negros especialmente para los servicios
doméstico y urbano. La
idoneidad de unos africanos étnicamente aislados para los trabajos muy
intensivos o especializados amplió el mercado, y en Huamanga prosperó
un comercio animado de esclavos. En el siglo XVII, en
el campo, había mano de obra esclava salpicada por los viñedos, los centrales
azucareros y las fincas de las zonas prósperas.[2]
Un censo levantado en Huancavelica en 1592 contó más de 240 esclavos en
la ciudad. En algunas minas con grandes centros de refino, los esclavos podían
alcanzar proporciones sorprendentes (aunque todavía modestas). En 1616, el
copropietario de una mina-hacienda de Castrovirreyna tenía 18 esclavos para
complementar el trabajo que hacían 52 mitayos.
Más impresionante que la difusión de la mano de obra esclava era la
creciente importancia del yanaconaje en la agricultura, la ganadería, los
obrajes e incluso la minería. Las condiciones de la servidumbre a largo plazo
variaban mucho. Incluso en el seno de cada empresa, pero normalmente implicaban una obligación por parte del amo de atender a la subsistencia y
las necesidades de los indios dependientes mediante la concesión de derechos de
los que solían formar parte tierras y un crédito salarial anual. A cambio, los
yanaconas debían determinados servicios de trabajo a sus amos, quienes
esperaban que los vínculos personales tuvieran precedencia sobre los vínculos
del ayllu. Pero en su trabajo y sus lealtades los siervos indios solían dar
muestras de “descuido” y el sabotaje normalmente relacionados con la mano de
obra dependiente. [3]
Además, si los créditos salariales acumulados por muchos yanaconas a lo largo
de años no quedaban cancelados por las deudas y las ventas de artículos
vendidos muy caros, podían constituir una carga. Los datos sugieren
que las elites y otros ciudadanos importantes no recurrían al yanaconaje en
gran escala si podían obtener levas de mano de obra por períodos de tiempo
limitados, con menos obligaciones a largo plazo, de la mita, las levas
extraoficiales organizadas por los funcionarios españoles o indios o por otros
medios.[4]
Pero, cualesquiera que fuesen las preferencias iníciales de la élite, la
credibilidad cada vez menor de la mita y la gran demanda de mano de obra
garantizaban que el yanaconaje se iría haciendo más atractivo. Claro que las personalidades
secundarias con una influencia política modesta siempre habían tenido que
buscar alternativas al patrimonio estatal de mano de obra. Para el decenio de 1600, las
familias y las instituciones poderosas se estaban lanzando a la misma búsqueda.
En 1618, la visita de una hacienda jesuita cerca de Huamanga contó 16
yanaconas, 11 de ellos cabezas de familia. Con sus parientes, los residentes
“adscriptos” de la hacienda ascendían a 44 indios, de los cuales 32 estaban en
edad de trabajar”[5] Anteriormente, las estrategias laborales rurales se habían centrado en las
levas de mano de obra para complementar un “núcleo” modesto de indios
residentes. Ahora se había desplazado un tanto el centro de importancia hacia
la ampliación del “núcleo” de trabajadores residentes y la obtención de mano de
obra externa no relacionada con la mita.
Las manufacturas de los obrajes pasaron por un desplazamiento
análogo. A fin de contrarrestar los conflictos con las comunidades, que
reducían o perturbaban las levas de mitayos, los propietarios tendían a atraer
más a los indios del ayllu a la órbita del complejo del obraje. Mediante el
asentamiento de indígenas en las tierras
del obraje y la satisfacción de las obligaciones de tributo o de mita de esos indígenas,
el empresario, de hecho, asimilaba a los indios del ayllu a una condición parecida
a la de los yanaconas como dependientes con residencia indefinida.
Para 1620, los yanaconas habían llegado a ser una parte tan integrante de
las estructuras sociales y económicas de Huamanga que no había ninguna
autoridad que pudiera revisar el nuevo mapa demográfico. Toledo había aspirado a estabilizar
la población de yanaconas mediante la legalización de vínculos formados mucho
antes de su virreinato, pero también con la prohibición de adquirir más
sirvientes, salvo que fuera con una licencia especial. Para el
decenio de 1600 un sector creciente de colonizadores secundarios y élites
poderosas había adquirido grandes
números de nuevos sirvientes indios, que ahora desempeñaban un papel más
importante en la producción de alimentos, textiles y productos artesanales para
las minas, las ciudades y las redes comerciales de Huamanga. Ese era el
contexto en el que virrey Borja trató infructuosamente de reanimar la mita de
Huancavelica en 1618. El plan de reforma consistía en neutralizar el fondo
demográfico para la mitad, en parte mediante el envío de yanaconas “nuevos” de
vuelta a sus ayllus.[6]
Borja prohibió que se siguiera ampliando el yanaconaje, pero los españoles de
Huamanga siguieron “ocultan todos los indios [de la mita] q salen de guarcau”
en estancias y haciendas…en todo este obispado.
A fin de completar sus fuerzas ampliadas de sirvientes personales, los
colonizadores de Huamanga recurrieron cada vez más a diversas formas de
contratación de mano de obra. Dado el limitado número de posibles yanaconas, la
gran competencia por conseguirlos y las obligaciones impuestas por unas
relaciones señoriales de larga data, eran pocos los colonizadores de posición
económica lo bastante alta como para utilizar esas relaciones de mano de obra.
El aumento del yanaconaje y en menor medida de la esclavitud, amplió las
fuerzas de trabajo “nucleares” adscriptas a diversos colonizadores, pero no
bastó para eliminar la necesidad de más mano de obra del exterior.
Para completar la fuerza de trabajo necesaria y conseguir que en las
temporadas más activas llegaran a más trabajadores, los empresarios tendían a
“alquilar” indios por períodos limitados de tiempo a cambio de una remuneración
que solía incluir salarios en dinero. Por ejemplo, los documentos de un complejo
azucarero correspondientes al decenio de 1630 evidencian que la única forma que
tenía la hacienda de satisfacer su demanda fluctuante de mano de obra era
mediante la contratación de trabajadores asalariados procedentes de las
comunidades cercanas y de puntos más distantes. Los salarios de los indios,
especialmente para cortar, transportar y moler caña de azúcar durante la zafra,
representaban la inmensa mayoría de los gastos del administrador. Los administradores de un obraje reaccionaron al mercado en auge de
textiles en el decenio de 1590 con la contratación de trabajadores indios por
períodos que iban desde varios días hasta varias semanas o más, a fin de
complementar su fuerza de mitayos y yanaconas. En los obrajes, al igual que en la agricultura, la dependencia de la mita
realzó la importancia de los servidores personales y los trabajadores
contratados. En la minería, que era una fuente clave de
ingresos para toda la economía regional, la expansión de las relaciones
laborales asalariadas desempeñó un papel crucial. Pese a la
presencia de indios contratados, el auge minero de Huamanga en el último cuarto
del siglo XVI se había basado sobre todo en la fuerza de trabajo de grandes
contingentes de mitayos. Hacia 1630 las mitas para las minas habían
bajado mucho, y se estaba ampliando el mercado de trabajadores especializados
que cobraban sueldos dobles que los de los mitayos. A mediados de siglo, la
producción en Huancavelica continuaba a buen ritmo, pero la demanda de mano de
obra había hecho que los salarios de los trabajadores voluntarios subieran
todavía más, hasta ser el 350 por 100 del salario diario de los mitayos.
En la ciudad de Huamanga, los escribanos dejaron constancia de una serie
de asientos, o contratos de trabajo, entre indios individuales y sus futuros
amos que proliferaron a partir del decenio de 1590. Un estudio de 78 de esos asientos en
el período de 1570 a 1640 revela que normalmente constituían algo más que un
simple intercambio de fuerza de trabajo por dinero o productos. El indio (y en
raras ocasiones la india) se entregaba a un patrono por un período considerable
de tiempo, habitualmente por un año, tanto como fuente de fuerza de trabajo
como, en términos más generales, ser humano cliente. El indígena
prometía quedarse con su patrono durante todo el tiempo que durase el contrato,
y a menudo hacer “todo lo que le mandare”. El patrono no sólo se comprometía a
pagar el dinero del salario, sino que también se comprometía con que su cliente
tuviera bienestar en general. Le daría una cantidad especificada de artículos
de subsistencia, especialmente comida y ropa, devolvería la buena salud al
indio en épocas de enfermedad e incluso podía encargarse de la instrucción
religiosa del indígena. El contrato podía especificar una promesa de enseñar un
oficio al indígena o de protegerlo contra la mita. Por el trabajo general en la
agricultura, la ganadería o el servicio doméstico, el componente monetario del
intercambio solía ser modesto (de 12 a 24 pesos de 8 a 9 reales al año), y
podía no representar sino una varias obligaciones mutuas. En dos de cada tres
aprendizajes, el aprendiz indio no tenía derecho alguno a compensación
monetaria por su trabajo. Los casos de trabajo especializado de artesanos, y
arrieros indios, y otros parecidos, eran los únicos en los que los aspectos
monetarios tenían más importancia. Los artesanos ganaban de 40 a 60 pesos al
año, y los arrieros de 80 a 130 pesos. Además, sus contratos especificaban a
veces derechos especiales que incrementaban los ingresos o la capacidad
económica del indio contratado. Un arriero tenía derecho a utilizar los
animales de su patrón para hacer “todos los viajes que quiere…desta ciudad a
otras partes”.
En realidad, la gama de las relaciones generadas mediante los asientos de
trabajo variaba considerablemente, y el equipararlas a la mano de obra
asalariada moderna sería una deformación de su carácter. Tras algunos de los “acuerdos” se hallaban
diversos grados de coacción que a su vez enmascaraban unas relaciones más
coercitivas. La percepción de salarios no era en absoluto automática, y un obrero
contratado cuya subsistencia estuviera asegurada podía tener que trabajar seis
meses antes de que pudiera reclamar un salario. Algunos de los contratos, en particular los de trabajo a domicilio o de
temporada agrícola, representaban ventas colectivas de fuerza de trabajo por
ayllus y grupos étnicos más bien que contratos individuales y directos.
Incluso en los casos de personas contratadas libre e individualmente, que
fueron adquiriendo más importancia a partir de 1600 aproximadamente, hallamos
un amplio espectro de relaciones. A un extremo estaban las relaciones que
constituían formas primitivas de trabajo asalariado. La característica
predominante del vínculo era que el trabajador vendía servicios de trabajo a
cambio de un salario en dinero o, en algunos casos, de una parte de los bienes
que produjera. La continuación de la relación dependía de acuerdos a
corto plazo y de decisiones personales. En la minería, la
producción textil y la agricultura, ese tipo de relación permitía a los
empresarios contratar indios con carácter temporal sin asumir demasiadas
responsabilidades a la larga para con las personas a su cargo. Al otro extremo del espectro estaban
los acuerdos que incorporaban la “venta” de fuerza de trabajo en un
conjunto mucho más amplio de vínculos humanos aplicable durante un año o más.
Ese tipo de relación, de características muchos más señoriales, permitía a los
colonizadores contratar obreros indios que ampliaban temporalmente las
clientelas de los colonizadores de trabajadores dependientes “adscriptos” a
ellos. En la medida en que un patrono pudiera imponer
deudas a un indio contratado, podía eliminar los créditos salariales del
trabajador o la trabajadora, prolongar el plazo de servicio necesario para
“amortizar” las deudas y con el tiempo enredar al indio contratado en una
relación a largo plazo, de tipo yanacona. En cierto
sentido, muchos de los asientos representaban una especie de alquiler de
yanaconas. El indio arrendaba al patrón una gran autoridad sobre la vida
y el trabajo del indígena durante un año o más, a cambio de la subsistencia, de
créditos salariales, protección y otros servicios. Los colonizadores
calificaban a veces a esos indios contratados de “yanaconas conforme a los
contratos y asientos que con ellos se hicieron”.
Pero, en todos estos casos, la contratación de mano de obra era prueba de
la creciente importancia de un cierto tipo de mercado para los servicios de
indios que contrataban individualmente su fuerza de trabajo. En algunos casos, el
artículo vendido era la fuerza de trabajo pura y simple, sin otras
limitaciones, intercambiada libremente por dinero o metales preciosos. A
menudo, la venta de la fuerza de trabajo estaba enredada en un conjunto más
amplio de obligaciones mutuas que vinculaba a los patronos y los trabajadores
dependientes y tendía a reducir la importancia práctica del elemento monetario
de la transacción. El hablar de un tipo de mercado generalizado
de mano de obra como el del capitalismo industrial decimonónico sería, pues, interpretar
erróneamente el carácter relativamente limitado y embrionario del trabajo
asalariado voluntario en Huamanga. El “mercado” de mano
de obra libre era, en el mejor de los casos, primitivo: de escala somera, de
oferta irregular, vulnerable al control político y coloreado por coacciones del
pago de salarios y vinculaban a algunos trabajadores a relaciones de largo
plazo y coercitivas.
Sin embargo, y pese a todas estas limitaciones, los contratos brindan
algunas pruebas de la existencia de un mecanismo de mercado de trabajo. Los campesinos que bajaban de
Huamanga a trabajar en los viñedos y las haciendas de Ica, en la costa, donde
la mano de obra india era relativamente escasa, ganaban de 5 a 10 pesos más al
año que sus homólogos de Huamanga. A medida –que iba avanzando el siglo XVII la
demanda de mano de obra contratada tendió a hacer que subieran los salarios.
En la ciudad de Huamanga el salario medio anual prometido a los indios
contratados por asiento para realizar tareas no especializadas, además de la
subsistencia, era de unos 15 pesos en el período 1596 a 1602 (16 contratos).
Para 1609 el promedio había subido a unos 20 pesos al año (8) contratos; de
diez a quince años después, la media de los salarios era de unos 24 pesos (10
contratos). En Huancavelica, el salario diario pagadero a los trabajadores no
mitayos pasó de unos 7 reales hacia 1600 a nada menos que 12 reales a mediados
de siglo. Los colonizadores que no tenían acceso suficiente
a la mita y otras formas de trabajo forzoso se veían cada vez más obligados a
ofrecer salarios y otras remuneraciones a los indios que iban “voluntariamente”
a trabajar.
El papel del consentimiento indio
De hecho, el aspecto más notable del auge del
yanaconaje y de los contratos de trabajo fue el grado de consentimiento
voluntario de los indios en esas relaciones. Claro que los
colonizadores seguían usando la fuerza para reclutar trabajadores. Y, como ya
hemos visto, una vez que se iniciaba un vínculo, fuera voluntario o forzoso,
las presiones coercitivas solían configurar la textura y la evolución ulterior
de la relación.
Pero los datos sugieren que, para el siglo XVII, muchos productores habían
llegado a depender de la voluntad de los indios de trabajar para los
colonizadores. Los
españoles de Huamanga “prometen montes de otro”, denunciaba un observador
informado, para atraer a los indios del ayllu a convertirse en yanaconas
residentes en haciendas rurales. Los colonizadores prometían salarios mayores a
los trabajadores contratados precisamente porque no les bastaba con la fuerza
exclusivamente para contrarrestar la escasez de mano de obra. En muchos casos, los indios se desplazaban largas distancias para trabajar
con patronos con los que era improbable que hubieran tenido vínculos previos
importantes, coactivos o no. Dos tercios de los indios “no especializados” que
celebraban contratos de asiento con europeos en la ciudad de Huamanga procedían
de provincias rurales no pertenecientes al campo que rodeaba inmediatamente la
ciudad; ésta contribuía menos del 10 por 100 de los indios. Parece que la mayor
parte de los migrantes iban a encontrarse con patronos relativamente
desconocidos, que no habían gozado de gran influencia ni posición en los
lugares de origen de los indios.
Naturalmente, los patronos coloniales se enfrentaban con la necesidad de
contar con la obediencia voluntaria de los indios migrantes. Muchas veces los
empresarios trataban de “atar” por igual a los trabajadores contratados y los
yanaconas en relaciones a largo plazo de
endeudamiento, dependencia mutua y señorío personal. O se negaban a
pagar el salario completo para aumentar las probabilidades de que un trabajador
temporero volviese más adelante. Para cobrar el trabajo que ya había
realizado, un indio podía tener que someterse a otra temporada de trabajo.
Esas medidas eran frecuentes y difundidas, pero no debemos exagerar su
éxito. Muchos indios tenían suficientes fuerzas u opciones –comprendida
la de la fuga- para cobrar algún salario
y marcharse tras períodos limitados de servicios. Un colonizador que tratase de
atraer y mantener el acceso a los trabajadores contratados y, en menor medida,
a los yanaconas, tenía que aceptar esa realidad. El colonizador o la
colonizadora tenia que contar con un cierto grado de consentimiento por parte
del indio, por mucho que le desagradara. De vez en cuando, las empresas que
pagaban salarios considerables para obtener trabajadores temporeros o
contratados tenían que detener la producción “porque no ubo gente” para
trabajar.
Pero, afortunadamente para los colonizadores, los dependientes y los
trabajadores parecían gravitar hacia ellos. Las zonas y las empresas dinámicas actuaban como
polos o imanes económicos que llevaban a los indios a trabajar en la minería,
la agricultura, la ganadería, las artesanías y otros oficios especializados,
las manufacturas, los transportes y el servicio doméstico. Hasta cierto punto, los centros prósperos siempre habían ejercido esa
atracción para el campesinado de los ayllus. Pero los
productores coloniales habían dependido antes de la capacidad coercitiva del
Estado para hacer incursiones en los ayllus al objeto de buscar mano de obra
para las minas, los obrajes, las plantaciones de azúcar o de coca y las estancias o las ganaderías
comerciales. Para el decenio de 1600, a medida que la riada
de campesinos y vagabundos en busca de trabajo
o de nuevos patronos alcanzaba nuevos niveles, muchos colonizadores se
encontraron con que ya no tenían que confiar tanto en la coacción para
conseguir y conservar trabajadores. Una persona con medios siempre podía
utilizar la corriente de trabajadores indios que iban a Huancavelica, Huamanga,
Castrovirreyna. Vilcashuaman (el centro comercial) y otras zonas comercialmente
prósperas. El centro de los agravios de los indios empezó a cambiar sutilmente.
Ahora, muchos indios no se quejaban de que se los hubiera obligado a
trabajar, sino de que los empresarios habían incumplido su promesa de pagar un
salario justo.
Las opciones a disposición de los empresarios coloniales habían cambiado
mucho. En 1570, la autonomía económica de la sociedad del ayllu constituía una
barrera a la extracción de mano de obra excedente. Lo único que podía espolear el
desarrollo de la economía colonial, especialmente en la minería, era la
aplicación reiterada de la fuerza, bajo la égida de un Estado poderoso. 50 años después, los colonizadores seguían sin poder prescindir de la
fuerza para explotar la mano de obra indígena. Pero la
coacción era de carácter más privado o extraoficial, estaba menos vinculada a
las instituciones jurídicas oficiales del Estado. Además, la coacción
muchas veces no podía satisfacer las necesidades de los grandes y los pequeños
empresarios. Los acuerdos voluntarios entre los indios y sus
patronos o amos llegaron a desempeñar un papel crucial en la continuación de la
producción, sobre todo en la minería. El acceso del ayllu a la tierra, y a la
mano de obra seguía imponiendo limitaciones a la explotación de los indios,
pero ya no era de la misma forma ¿Qué había cambiado?
La
decadencia de la autonomía económica del ayllu
Lo que había cambiado era la capacidad de los indios para satisfacer con
independencia las obligaciones y las necesidades económicas. Para los
colonizadores, el capital minero y comercial constituía la punta de lanza de la
empresa y el desarrollo económico. Para los indios del ayllu, el desarrollo de
una economía minera y comercial próspera controlada por los colonizadores
generaba fuerzas que, a lo largo del tiempo, destruían su autonomía económica.
La prosperidad creada por el régimen de Toledo imponía una pesada carga a los
indios y, al mismo tiempo, inducía una cierta monetarización de las
obligaciones. El resultado era que los indios del ayllu sufrían con unas
necesidades cada vez mayores de dinero o su equivalente, igual que las
relaciones coloniales tendían a socavar su capacidad para ganar dinero
independientemente mediante la comercialización de sus productos excedentes.
Además, el comercio local tendía a exacerbar la diferenciación interna en ricos
y pobres que distribuía las cargas económicas, y los recursos para
satisfacerlas o eludirlas, de modo muy desigual. Para el siglo XVII,
una nueva población de indios pobres necesitaba trabajar para los colonizadores
a fin de atender a las necesidades o las obligaciones económicas o de escapar
totalmente a las cargas de la vida del ayllu. Inicialmente,
las instituciones de Toledo se basaban en la superioridad del poder político
para explotar las economías independientes del ayllu; con el tiempo, esas
mismas instituciones generaron unas circunstancias económicas que limitaban la
independencia del ayllu, y por consiguiente reducían la necesidad de coacción
política.
Naturalmente, una cierta parte de la “necesidad” de dinero de los indios
no era más que una expresión directa de las relaciones coactivas. El Estado
exigía periódicamente tributos en plata u oro; los corregidores, los clérigos y
sus aliados utilizaban su posición para “vender” productos a mercados cautivos
de indios a precios inflados; las normas jurídicas obligaban a las comunidades
autóctonas a pagar los sueldos de los maestros, o sus honorarios a los jueces
visitadores. Los
colonizadores utilizaban equivalencias monetarias para recaudar los tributos o
las mitas que no se habían satisfecho, o para imponer nuevas cargas. Si a un indio se le acusaba de la muerte o la pérdida de una bestia de
carga, contraía con el propietario una deuda que representaba por los menos el
salario de un año. Esas obligaciones impuestas políticamente
–tributos, ventas forzosas, sueldos y honorarios, deudas- obligaban a los
indios a ganar sumas considerables de dinero o su equivalente.
Pero el régimen colonial también promovía necesidades más sutiles y
voluntarias de dinero, o de bienes y servicios que costaban dinero. Desde un
principio, las comunidades indias se habían adaptado agresivamente a las
oportunidades comerciales disponibles en una economía colonial en
expansión. No sólo utilizaban los
ingresos para satisfacer las exigencias de los colonizadores, sino también para
financiar nuevas necesidades o preferencias. En una economía próspera y mercantilizada
casi cualquier obligación se convertía en una mercancía con un precio de
mercado, y muchas veces los indios preferían conmutar el tributo y la mita en
equivalentes monetarios. Mediante el pago en
dinero en lugar de la parte de los tributos que inicialmente se había designado
en especie, los ayllus protegían las cosechas y los rebaños asignados a la
subsistencia. Mediante el pago a los beneficiarios de la
mita del dinero necesario para contratar a trabajadores sustitutos, los ayllus
reservaban a más de sus gentes para la vida y el trabajo locales. Mediante el soborno de los jefes y los notables locales que supervisaban
la distribución de las cargas de la mita, había indios que escapaban
individualmente a la designación de mitayos. Y si se designaba como tal a un
campesino, éste podía evitar el cruel régimen de trabajo mediante el “alquiler”
de un indio que lo sustituyera en la mita. El precio que costaba un
sustituto en la mita llegó hasta los 36 pesos
(de ocho reales) o sea, casi el 600 por 100 del tributo pagadero
anualmente al Estado. A fin de proteger sus intereses, los indios,
como ya hemos visto, llegaron a dominar el arte de la política judicial. Pero
los pleitos costaban sumas considerables de dinero en honorarios, sobornos,
viajes, vida en la ciudad, etc.
De manera que la situación colonial generaba nuevas necesidades; de hecho,
el mercado indio de bienes y servicios de tipo hispánico no era totalmente
artificial. Había artículos como tijeras, cuchillos y velas que servían para fines
útiles; las baratijas, los juegos y los rompecabezas ejercían un atractivo más
exótico. Los símbolos y las ropas hispánicos tenían el
prestigio relacionado con el poder. Atraían a una cantidad de gente superior al
número de indios ricos que podían comprarlas con facilidad.[7]
Los indios tenían que respetar más que nunca el poder de los dioses cristianos,
incluidos los santos, después de la derrota del Taki Onqoy. Ese respeto
significaba un mercado de artículos religiosos, cera y velas, pintores de
iglesias y otros bienes y servicios ofrecidos a las deidades. Cuando los mitayos estaban lejos de sus tierras, especialmente en las
minas, tenían que soportar grandes presiones para que comprasen en el mercado.
Esas experiencias les llevaban a adquirir gustos y dependencias que creaban un
cierto mercado para el aguardiente y el vino.
Ahora bien, mientras los ayllus produjeran bienes suficientes para la
subsistencia y la venta en el mercado, la necesidad de ingresos no llevaba en
absoluto a grandes números de indios a trabajar voluntariamente en empresas
coloniales. Mediante la venta de un excedente de coca, ganado, lana, textiles,
alimentos, productos artesanales españoles o indios; y otros productos, los
indios podían adquirir los fondos que necesitaban. Eso fue precisamente
lo que ocurrió en los decenios de 1570 y 1580, cuando muchos grupos acumularon
unas reservas impresionantes en metálico. El problema era que,
con el tiempo, las relaciones coloniales iban despojando a los ayllus de la
capacidad de producir y controlar un excedente, y ni siquiera lo suficiente
para la subsistencia. Los funcionarios reales absorbían el
metálico de la comunidad con fraudes descarados, o mediante la petición de
préstamos a largo plazo que nunca devolvían. Los empresarios españoles e indios
reivindicaban precisamente las tierras y los recursos más adecuados para el
comercio o la explotación lucrativos. La expropiación de recursos estratégicos
–tierras regables, plantaciones de coca, rebaños valiosos, hermosos textiles cumbi y para diario- constituía un
doble golpe. Las expropiaciones no sólo afectaban a la capacidad
del ayllu para producir ingresos, sino también a la producción de bienes
necesarios para la subsistencia y los rituales. La necesidad de compras esos productos
esenciales ampliaba más la necesidad de ingresos. Cuando los del ayllu empezaron a ser insuficientes, los jefes vendían
tierras excedentes no trabajadas por unas poblaciones comunitarias en
disminución. Pero esos expedientes restringían todavía más el potencial a largo
plazo de las economías de subsistencia.
De hecho, el efecto acumulado de la extracción colonial y la decadencia
demográfica de los indios dejó a la propia economía de subsistencia en
situación precaria. El tributo y la mita se llevaban bienes y tiempo de trabajo
necesarios, y dislocaban las
expectativas y las reciprocidades esenciales para la producción local. El efecto combinado de las pérdidas de población, el
tributo y la mita reducían la cantidad de energía humana normalmente a disposición
de las economías del ayllu y de los hogares. El descenso de la
productividad podía resultar desastroso para unas sociedades cuyos grupos de
parentesco siempre habían contado con tener grandes reservas con las que capear
los años de malas cosechas. A medida que los pueblos locales perdían su
capacidad para llenar los almacenes en los años “buenos”, las malas cosechas
que habitualmente sufre la agricultura de la sierra cada pocos años adquirieron
nueva importancia. Para sobrevivir, los campesinos tendrían que comprar
alimentos. Y a medida que los recursos, el tiempo de trabajo y la capacidad de
almacenamiento de las economías de subsistencia de deterioraban, se ampliaba el
ámbito del intercambio local de mercancías. Es probable
que los mercados fluctuaran mucho según los años y los sitios. Pero lo que es
importante es que los indios del campo empezaron a necesitar dinero o crédito
para cosas indispensables que antes producían o distribuían ellos
independientemente: coca, sal, maíz, ají e incluso paños burdos para uso
diario.
No todos los indios compartían esa carga por igual, ni tenían que hacerlo.
Por el contrario, dada una distribución desigual de poder, riqueza, recursos y
cargas en la sociedad autóctona, el régimen colonial tendía a estimular una
mayor diferenciación entre ricos y pobres. Los kurakas principales, los
funcionarios municipales, los ayudantes seglares de los clérigos, los artesanos
de las aldeas, las mujeres que eran cabezas de familia y los migrantes
forasteros gozaban de la exención legal de la mita y, en casi todos los casos,
del tributo. No es de sorprender que los indios que acumulaban excedentes tendieran a
proceder de esos grupos privilegiados. En cambio, las familias de los
tributarios corrientes tenían que utilizar los recursos adicionales que
pudieran conseguir para sobornar a los funcionarios o para “alquilar”
trabajadores que los sustituyeran. Los tributarios más pobres podían tener muy
poca opción al endeudamiento para pagar un sustituto y, si no, servir la mita.
Pero si la servían, su escasa base económica reducía las probabilidades de
ahorrar un salario apreciable o de movilizar a sus parientes para que les
labrasen los campos durante su ausencia. Naturalmente, el deterioro de sus
campos los dejaba en situación más vulnerable que nunca a las relaciones
comerciales. A medida que la circulación de productos y una
cierta monetarización de las obligaciones iban penetrando en la vida local,
quienes tenían ventajas políticas o económicas avanzaban, mientras que los
demás se hundían en un mar de tributos, servidumbres deudas y problemas de
subsistencia. El proceso de diferenciación era
incompleto conforme a criterios modernos, ya que hasta el campesino más pobre
del ayllu conservaba invariablemente el acceso a algunas tierras, mano de obra y derechos redistributivos. Pero, lo
que es igual de importante, la propia tierra empezó a circular como mercancía,
incluso entre los indios. En las zonas comercialmente activas, los forasteros,
los indios locales y ayllus enteros compraban tierras a personas físicas y a
ayllus escasos de fondos.
De grado o por fuerza, la gente de Huamanga se había integrado en una
economía mercantil expansiva que redefinía las necesidades de los hogares y de
las personas. Los comerciantes itinerantes de todas las razas establecían
contactos personales en el campo indio. En determinadas zonas el pequeño tendero
–el vendedor de coca, maíz, sal, velas ,paños, vinos, aguardiente y otros
productos- se convirtió en una personalidad rural. Claro que los niveles superiores de la sociedad india formaban el mercado
más dispuesto del vino, la ropa, los alimentos, las armas, los caballos y otros
productos hispánicos. Pero, como ya hemos visto, el aumento de
las necesidades de ingresos pesaba sobre los niveles inferiores de la sociedad
que menos se las podían permitir. Los campesinos del ayllu financiaban las
compras de las elites, compartían la responsabilidad colectiva por los tributos
y las ventas coactivas, sufragaban costosas batallas legales, iban creándose
gustos propios de mercancías “hispánicas”, se esforzaban por obtener fondos
necesarios para eludir la mita y sufrían unos déficit de subsistencia que los
impulsaban todavía más hacia el mercado.
Para el siglo XVII, el dinero y la deuda pesaban mucho sobre la vida del
ayllu. Para una
población nueva de indios pobres, el acceso a las tierras del ayllu y a sus
recursos, mano de obra y derechos redistributivos ya no bastaba para satisfacer
las necesidades imprescindibles. Aunque los metales preciosos no cambiaban
mucho de manos, las necesidades comprendían ahora los medios de pagar las
deudas o de ganar créditos monetarios. En los testamentos de
los indios ricos empezó a quedar constancia de listas de deudas por cobrar de
otros indígenas. Las deudas, que solían ser pequeñas conforme a criterios
hispánicos, no sólo incluían préstamos directos en dinero o la venta de “lujos”
como el vino. En las listas también se mencionaban productos básicos de
subsistencia: varias fanegas de maíz acá y allá, y por lo menos en un caso chuño, las papas secadas por
congelación que se solían comer sólo en último extremo. A veces, las deudas
llevaban a los indios a la cárcel. Probablemente era más frecuente que el
aumento de la necesidad de dinero diera a los anticipos monetarios una nueva
importancia en la vida india.
Uno de cada 6 asientos de Huamanga vinculaba el contrato de trabajo a una
deuda anterior, o un anticipo en dinero. Por ejemplo, Juan Moroco recibió un anticipo de 19 pesos “que pagó a un yndio que fue por el –al- serm
de las minas de gu-guancavelica-“: Otros se contrataban
con patronos que convenían en pagar a los acreedores, con lo que el deudor no
había de ir a la cárcel. En el decenio de 1570, el corregidor de
Lucanas se basaba en la mera coacción para extraer un excedente. Medio siglo
después, su homologo utilizaba anticipos en dinero, créditos y relaciones
comerciales para edificar un repertorio más sutil de mecanismos a fin de
persuadir a los indios de que aceptasen unas exigencias poco gratas. Las crecientes necesidades monetarias, una economía de subsistencia muy
deteriorada y una diferenciación interna considerable
habían socavado las economías vitales e independientes del ayllu que habían
encontrado los primeros conquistadores de Huamanga.
Pobreza y dependencia
Con el tiempo, pues, las relaciones coloniales engendraron dependencias
económicas que llevaron a los indígenas a los brazos de los colonizadores. Por
una parte, los ayllus y los hogares empobrecidos dependían de un trabajo
asalariado ocasional para conseguir los fondos o los créditos necesarios. Los
más afortunados o los más ricos eran los únicos que podían generar suficientes
ingresos independientemente, mediante la producción de un excedente
comercializable o la realización de un trabajo relativamente autónomo como artesanos
o arrieros. De vez en cuando, el resto tenía que ofrecer su trabajo voluntario a los
empresarios que controlaban los sectores dinámicos de la economía mercantil.
Por otra parte, las cargas de la vida del ayllu eran tan pesadas que una cierta
proporción de los indios se fugaba, sin más. A fin de huir de la pesadilla de los
tributos, las mitas, las escaseces de subsistencia y las deudas, se iban en
busca de nuevas vidas como forasteros. Como veremos más
adelante, algunos por lo menos de los fugitivos dependían de los colonizadores
para obtener su sustento económico o una protección social. Al igual que los
indios pobres de los ayllus, los emigrados se encontraban muchas veces con que
“necesitaban” a sus explotadores.
Por lo que hacía a los emigrados, no debemos subestimar el trauma
inherente en sus decisiones de huir de sus antiguas vidas. La fuga significaba
un alivio respecto de las cargas de ayllu, pero también aislaba a la gente de
la sociedad en la que habían vivido sus antepasados, en la que los dioses
étnicos y del ayllu se encargaban del bienestar de sus hijos, en la que las
gentes adquirían sus identidades y sus
sustentos individuales porque vivían como miembros de un grupo social más
amplio, donde uno temía al aislamiento social y dependía de los vínculos con
los parientes locales, los ayllus, los cerros, con la naturaleza misma. No debemos suponer que la
emigración, en sentido social más que físico, fuera siempre permanente ni
absoluta desde un principio. En algunos casos, los forasteros mantenían
importantes vínculos con sus parientes de sus tierras de origen; en otros,
hacía falta tiempo para que se erosionaran esos vínculos.
Pero, cualesquiera fuesen las dificultades de la decisión de fugarse, por
grande que fuera su renuencia, la gente abandonaba la vida del ayllu. A veces,
los indios adoptaban decisiones vitales en momentos de gr
andes dificultades.
Sabemos, por ejemplo, que una cierta proporción de mitayos se fugaba durante el
trabajo en las minas lejos de sus lugares de origen. Era más frecuente, según
sugieren algunos de los datos, que los varones jóvenes y solteros
experimentaran una especie de crisis vital. Al aproximarse al sombrío umbral
del matrimonio, de las responsabilidades de formar un hogar y de adquirir la
condición de tributarios, ¿qué era lo que podían esperar? Como hatun runa,
“hombres adultos”, iban a entrar en una fase de sus vidas, en las que gozarían
de mejor posición y de derechos a las tierras del ayllu y a sus recursos. Pero
una vez iniciadas sus vidas de “hombres adultos” contraerían responsabilidades
familiares que limitarían todavía más su movilidad, y se enfrentaban con un
destino potencialmente miserable como tributarios pobres. Según parece, en esa
encrucijada del ciclo vital, bastantes de ellos se marchaban.[8]
No cabe duda de que algunos de los migrantes se protegían con bastante
éxito contra la sociedad colonial. Se dirigían a selvas remotas y a menudo traicioneras al este
de Huamanga; conseguían acceso a la tierra mediante relaciones semi
clandestinas con comunidades indígenas étnicamente extranjeras, o bien engrosar
las poblaciones vagabundas de ciudades tan lejanas como Lima. Pero todas esas
opciones tenían límites definidos. La selva tropical repelía ecológica y socialmente a muchos indios de la sierra.
La vida en los ayllus extranjeros no siempre era posible ni agradable desde los
puntos de vista ninguna de las partes. Y tampoco inmunizaba a un forastero
contra la economía monetaria, especialmente si el forastero tenía que comprar o
arrendar tierras, o que entrar en una comunidad por matrimonio. Por último,
incluso los vagabundos podían buscar empleo ocasional, o protección contra los
indios y los funcionarios que se dedicaban a la caza de fugitivos para cobrar
tributos o mitas.
O sea que la emigración generaba gente que buscaba salarios, protección o
subsistencia entre los colonizadores. Los emigrados ampliaban el ejército de trabajadores
asalariados especializados que mantenían en marcha la economía minera; se
fundían con la población de yanaconas que vivían en las estancias y las
haciendas hispánicas; se colocaban como aprendices con artesanos urbanos; iban
consiguiendo trabajo a salto de mata como jornaleros o aceptaban contratos de
asiento a más largo plazo en ciudades como Huamanga. Dada la limitación
de opciones que tenían los indios, un patrono español que compitiera para
atraer sirvientes podía ofrecer condiciones de vida relativamente atractivas.
Considérese, por ejemplo, el caso de Antón Yuera, que aceptó servir en las
haciendas de Pedro Serrano Navarrete durante dos años. A cambio de sus
servicios, Yuera tenía el derecho a recibir 12 pesos y un juego de ropa al año,
una ración de maíz y el uso de algunos campos “en la parte que quisiere a costa
del dho pedro serrano con sus bueyes y rrejas”. Lo que quizá fuera
más importante desde el punto de vista de Yuera, el contrato especificaba que
Serrano “a de librar y rreservar[lo] de las mitas y servicios de guancauelica y
chocolococha (Castrovirreyna) y demás servicios personales”. En Vilcashuamán,
provincia de origen Yucra, los grupos étnicos se quejaban amargamente de que el
propietario de un complejo de obraje-hacienda atraía a los indios del ayllu, lo
que socavaba todavía más la base económica de la sociedad del ayllu.
Así, el campo indio expulsaba a una corriente de indios empobrecidos del
ayllu que se marchaban temporalmente para acumular fondos o para pagar deudas,
forasteros que huían permanentemente para rehacer sus vidas y otros atrapados
en una situación de transición más ambigua.
En diversos grados, las vidas de todos ellos reflejaban el auge de unas
dependencias que ampliaban las opciones a disposición de los empresarios
coloniales. Tanto si indios dejaban la sociedad del ayllu atrás como si no, de vez en
cuando se dirigían a personas más ricas en busca de salarios, tierras,
subsistencia, crédito o protección. Naturalmente, la
dependencia económica no era absoluta e irreversible. Muchos yanaconas tenían parcelas de tierra o pastoreaban sus propios
animales, y como ya hemos visto, los trabajadores indios tenían más movilidad
de lo que hubieran preferido los europeos. Incluso en las minas,
donde el trabajo asalariado voluntario era más importante, es probable que los patronos tuvieran que hacer frente a una fuerza de
trabajo semiindependiente. Un trabajador indio de las minas que tuviera
un salario alto podía marcharse durante cierto tiempo, vivir de los fondos que
había acumulado o comprar tierras que le permitieran ganarse la vida como
pequeño agricultor. Pero, por limitado o parcial que fuera su carácter, la dependencia económica de los indios era algo real y representaba un
gran corte con el pasado andino, de mayor autonomía económica.
La economía política de la coacción y el consentimiento.
La elite de Huamanga edificó su prosperidad sobre tendencias
contradictorias. Las mismas fuerzas que impulsaban a los colonizadores a adscribir a los
trabajadores a la servidumbre también los obligaban a ellos a recurrir más a
acuerdos voluntarios, comprendido el trabajo asalariado. La resistencia del
ayllu, en el contexto de una economía colonial en expansión y de un mapa
demográfico en evolución (disminución de la población india total y, dentro del
total, aumento de la proporción de los forasteros semi clandestinos), socavaba el éxito de las levas de mano de obra con el patrocinio del Estado.
Los empresarios, obligados a ajustarse a las perturbaciones y a la escasez de
mano de obra, dieron más importancia al desarrollo de las relaciones de
explotación en la “sociedad civil”.
Una de esas adaptaciones consistía en ampliar las formas oficiales y
extraoficiales de coacción. Por ejemplo, Gerónimo de Oré alquilaba su obraje al alguacil rural, que
daba la casualidad de que también representaba al corregidor local; este
poderoso funcionario traspasaba las fronteras formales de la autoridad para
robar a los trabajadores contratados sus salarios, imponer trabajos ilegales y
demás. Los colonizadores iban más allá de esos arreglos extralegales con los
burócratas, no obstante, para cultivar relaciones personales de señorío sobre
quienes dependían personalmente de ellos. Una de esas
prácticas, la compra de esclavos africanos para que asumieran un papel más
importante en la producción, prescindía totalmente de la sociedad india. Otra de esas prácticas consistía en aumentar la población yanacona y,
como también hemos visto ya, enredaba a los trabajadores temporeros en
relaciones que tendían a convertirlos en dependientes a largo plazo.
Pero precisamente porque los indios no sucumbían fácilmente a la presión
coactiva, e incluso se fugaban si se les empujaba más allá de ciertos límites,
los colonizadores también llegaron a adaptarse a recurrir a una segunda
adaptación: el empleo de acuerdos voluntarios, asientos y formas primitivas de
trabajo asalariado para poder contar con los servicios de los indígenas. El trabajo forzoso
por sí solo, aunque tuviera un carácter extraoficial y privado no podía
satisfacer las necesidades de una economía regional dinámica. De
hecho, la existencia misma de colonizadores deseosos de atraer mano de obra
probablemente disminuyera la voluntad de los sirvientes de adaptarse a amos
severamente coactivos.
El yanaconaje y el trabajo asalariado, ambos en auge a principios del
siglo XVII, no representaban simplemente estrategias laborales alternativas o
complementarias; también representaban casos extremos de tendencias opuestas y
contradictorias. Como la coacción no bastaba, los colonizadores contrataban a indígenas que
aceptaban trabajar por un salario. Pero como el mercado de trabajo
era somero e irregular, y las técnicas de producción vinculaban estrechamente
las utilidades a que los costos de la mano de obra “voluntaria” para contar con
una fuerza de trabajo constante ni con altas utilidades. Así, al
mismo tiempo que se volvían hacia el nuevo mercado para encontrar mano de obra,
los empresarios no podían renunciar a la coacción. Siguieron utilizando la fuerza para conseguir y retener trabajadores y
para reducir al mínimo los pagos de salarios. Siguieron
defendiendo los cupos de la mita, reforzando las alianzas necesarias para
actuar efectivamente como miembros de los grupos de poder local y regional e
incorporando las compras de fuerza de trabajo en relaciones más señoriales que
limitaban el intercambio monetario y vinculaban a los trabajadores a sus
señores. De esas tendencias contradictorias surgieron paradojas
aparentes; yanaconas que se “alquilaban” por contrato; formas serviles de
trabajo en las que las cuentas de salarios y deudas desempeñaba un papel
fundamental; trabajadores contratados cuyos patronos les debían los salarios
atrasados de varios años. Una sola unidad de producción podía explotar
a mitayos, trabajadores asalariados, yanaconas vitalicios y dependientes cuyos
derechos y cuyas obligaciones los distinguían tanto de los yanaconas como de
los trabajadores asalariados.
Cabía expresar la cuestión de otro modo. Por una parte, la dura explotación y la energía mercantilizante ya
sometían al campo andino a un despojo suficiente como para perturbar su
capacidad para sustentarse por sí solo. En consecuencia, la
mera supervivencia o la necesidad económica impulsaban a los indios a trabajar
de manera más voluntaria para los patronos o los empleadores coloniales. Por
otra parte, la acumulación colonial no llegaba tan lejos como para aislar
totalmente a la gente de la economía de subsistencia. La capacidad de
los indígenas para mantener o restablecer el acceso a una economía de
subsistencia limitaba el auge de los mercados o de formas más libres de trabajo
a un proceso desigual, parcialmente reversible. Así, los
colonizadores podían contratar una clientela bien dispuesta de trabajadores
asalariados y de posibles dependientes, pero necesitaban un considerable poder
coactivo para estar seguros de que los indios no se le iban a escapar, de que
realizarían tareas ingratas pese a tener acceso a su propia economía de
subsistencia, de que una empresa no tenía que depender exclusivamente de
cultivar una clientela de trabajadores voluntarios para su propio bienestar.
Dados los límites de la capacidad de los empresarios para explotar a los
indios o los mestizos, los africanos importados fueron ocupando un puesto
importante incluso en las tierras altas.
La mano de obra asalariada y la servil, pese a sus contradicciones,
reflejaban ambas el auge de las nuevas dependencias en el seno de la “sociedad
civil”. Existía una cierta ironía en la dura lucha de los indígenas contra las
mitas y los tributos. Al mismo tiempo que iban recortando las instituciones
extractivas formales mediadas por un Estado coactivo, los indios de Huamanga
fueron cayendo bajo el imperio más directo de patronos y amos. La
integración de los autóctonos en una economía comercial había adquirido una
vida propia, y generado una clientela de indígenas que recurrían a gente más
rica en busca de dinero o de crédito, o de una nueva subsistencia protegida
contra las exigencias del exterior. Las nuevas dependencias no sólo
facilitaban a los colonizadores el encontrar fuentes “voluntarias” de mano de
obra explotable, comprendidos los trabajadores asalariados; también ampliaban
las oportunidades de vincular a los siervos y los clientes en una maraña de obligaciones, antagonismos y lealtades mutuos. El auge de esas nuevas dependencias sociales y económicas no había
desembocado en una ruptura total y absoluta con una historia anterior de
extracción basada en la violencia y coacción. Tampoco había desembocado en una sociedad cuya clase dominante pudiera
hacer caso omiso del poder de los funcionarios estatales. Pero la extracción coactiva había ido adquiriendo un carácter más privado
y extraoficial, y se podía complementar mediante acuerdos por mutuo
consentimiento, comprendido el trabajo asalariado, que reflejaba la decadencia
de la autonomía económica andina. En resumen, una
sociedad explotadora se había hecho más sutil; había hecho que los explotados
“necesitaran” a sus explotadores.
7. La tragedia del éxito.
En Huamanga, si se veía una figura acicalada vestida con
calzones de terciopelo rosa con un fino bordado de oro, un jubón vistoso bajo
una capa de terciopelo oscuro de Segovia, un sombrero ancho de fieltro y un par
de zapatos buenos, era de esperar que se tratase de un colonizador rico o quizá
de un mestizo. Pero, a veces, la cara pertenecía a un indio. La creciente pobreza de los pueblos andinos a principios del siglo XVII
podría llevarnos a olvidar la aparición de indígenas que escapaban a las duras
cargas impuestas a la mayor parte de los indios; en algunos casos trepaban la
escala social y acumulaban considerables riquezas.
Pero nuestro relato ya ha sugerido la importancia histórica de algunos
estratos privilegiados en el seno de la “república de los indios”. Hemos visto el potencial embrionario
de divisiones de clases entre las sociedades de Huamanga antes de la conquista
española y las instituciones que sofocaron su desarrollo ulterior. Tras la conquista, la posición estratégica de los kurakas hispanizantes
como mediadores entre los indígenas y los colonizadores intensificó las
contradicciones incipientes en la sociedad autóctona; las alianzas postincaicas
atraparon a las élites autóctonas entre los papeles tradicionales de
protectoras de los intereses del ayllu y las nuevas oportunidades y exigencias como
“amigos” de los conquistadores. Durante la crisis del decenio de
1560, los taquiongos presionaron a los colaboradores con el régimen colonial
para que se purificaran y restablecieran sus lealtades exclusivamente andinas,
pero la relación tenue y cautelosa entre
las élites indias y el Taki Onqoy reflejaba la posición
ambivalente y contradictoria de esas
elites. Un decenio después, las reformas de Toledo
organizaron una red de poder estatal para extraer por la fuerza un excedente de
un campesinado del ayllu que era autónomo económicamente; el sistema funcionó
en parte porque sus grupos de poder comprendían a señores tanto indios como
hispánicos.
Con el tiempo, los indios fueron socavando las mitas y, los tributos de
Toledo, pero no la aparición de grupos multirraciales de poder. De hecho, la política
judicial fomentaba acuerdos mutuamente beneficiosos entre las elites indígenas
y los patronos hispánicos, que a veces se aprovechaban de ellos mediante la
subversión de las extracciones patrocinadas por el Estado. El auge económico a
fines del siglo XVI integró a las sociedades locales en una economía muy
mercantilizada; las pautas locales de circulación de mercancías indujeron
todavía más la diferenciación interna, al concentrar los recursos indios en
menos manos y privatizar una parte de las tierras del ayllu. Desde los primeros años de la conquista, pero cada vez con más fuerza en
el siglo XVII, la sociedad del ayllu fue perdiendo migrantes a las ciudades,
las minas y los centros comerciales, los patronos españoles y otras comunidades
indias. Algunos de los migrantes aprendieron especialidades
o establecieron relaciones sociales que los salvaron de correr el destino de
los indios pobres y les permitieron engrosar las filas de los que se lucraban
con la economía mercantil.
Las estrategias y los logros personales de los indios con éxito, que se
asimilaban en sentidos importantes a la sociedad hispánico-mestiza, guardan
estrecha relación con una historia más general de la explotación europea y la
resistencia india. Sus logros estimularon un proceso de diferenciación de clase en el seno de
la sociedad autóctona, insertaron más directamente en la vida campesina
relaciones, motivaciones y una cultura de estilo europeo y fomentaron el
deterioro de los derechos y los recursos andinos tradicionales. La
tragedia de los indios con éxito se debía a la forma en la que el éxito
reclutaba a personas dinámicas, poderosas o afortunadas para que adoptaran los
estilos y las relaciones sociales hispánicos, con lo cual se
reforzaba la dominación colonial. Los éxitos de determinados indígenas, en
medio de una sociedad organizada para explotar a los pueblos autóctonos,
educaron a los indios para considerar que lo hispánico era lo superior y lo
andino lo inferior.
Las vías del éxito
Pese a las circunstancias que para
principios del siglo XVII empobrecían mucho a la mayor parte de los indígenas,
una minoría logró acumular fondos suficientes para comprar o arrendar
propiedades rurales y urbanas valiosas. Una muestra de 52 transacciones demuestra que muchos indios
que compraban o arrendaban tierras y fincas gastaban sumas muy superiores al
horizonte económico de la mayor parte de los indígenas.[9]
Esas sumas eran muy grandes para un indio. El tributo estatal anual, que
constituía una pesada carga para muchos, ascendía a menos de diez pesos; un
indio de asiento no especializado ganaba quizá 20 pesos por sus servicios
durante todo un año; un gasto de 30 pesos por conseguir un reemplazo mitayo
resultaba irrealista para un campesino pobre.
Incluso conforme a criterios hispánicos, algunas de las compras de los
indios representaban acumulaciones importantes. Una mujer compró parte de un buen solar urbano
propiedad de una familia distinguida de encomenderos. Los 300 pesos que gastó
equivalían a 8 o 9 meses de los beneficios previsibles de un amo que alquilara
a otro los servicios de un artesano esclavo especializado. Juan Payco y don
Pedro Pocamonxa compraron cada uno tierras valiosas de ayllus que no eran los
suyos por 600 pesos cada uno. Esa suma de dinero bastaba, casi todos los años,
para comprar un esclavo africano de primera categoría. Algunas
transacciones, especialmente la compra o el alquiler de residencias urbanas por
indios cuya base económica seguía estando en el campo, satisfacían ansias de prestigio.
A fin de establecer una residencia respetable en Huamanga, un kuraka
despreció un solar en las parroquias indias de la ciudad; por el contrario,
alquiló casas en la sección española, mejor y más cara.
Al igual que las obligaciones y las deudas monetarias iban convirtiéndose
en fuerzas cada vez más opresivas en las vidas de los indios pobres, un sector
nuevo de indígenas iba acumulando suficiente riqueza líquida para transformarse
en acreedores. Ya hemos visto que los testamentos de los indios prósperos dejaban
constancia de listas de pequeñas deudas por cobrar. Los artesanos indígenas y otras personalidades “solventes” servían de
fiadores de los indios endeudados o que tenían problemas. Algunos de los
préstamos no eran tan pequeños. Lorenzo Pilco, hijo de una familia india
rica de la ciudad de Huamanga, y propietario de tierras valiosas en la zona
rural de Angaraes, prestó 300 pesos a un kuraka emprobecido. Con el tiempo,
Pilco hizo que se encarcelara al jefe por falta de pago. Doña juana
Yanque Molluma financió la compra de 300 vacas y toros por su hija, a un costo
de 1.650 pesos. Resulta significativo que hubiera incluso españoles
que recurrían algunas veces a indios ricos en busca de crédito. Un
español consiguió un préstamo de 140 pesos a un año de doña Juana Méndez; otro
pagaba 50 pesos de interés al año sobre un préstamo a largo plazo de 700 pesos
de Catalina Reinoso, dama india que poseía un viñedo en el Valle de Nazca que
bajaba desde Lucanas hasta la costa del Pacífico.
La pregunta histórica que debemos plantear es la de cómo conseguía esos
fondos un sector nuevo de indios ricos, y cómo se protegía ese sector de las
expropiaciones que confinaban a la mayor parte de los indígenas a una magra
existencia. Merece
la pena examinar de cerca los medios económicos y políticos por los que una
minoría de indios logró triunfar en una sociedad que despojaba a casi todos los
ayllus y los campesinos de la capacidad para producir y comercializar un
excedente.
En una economía mercantil prospera, muy dependiente de tecnologías
artesanales o de oficios, quienes vendían servicios especializados podían
obtener unos ingresos considerables. En el siglo XVII los trabajadores
experimentados ganaban buenos sueldos en las minas. Los precios inflados controlados por
comerciantes del exterior, los respiros de una existencia durísima que se
conseguían con la bebida y las apuestas, y los abusos fraudulentos que los
propietarios de minas, solían consumir los salarios rápidamente. Pero es probable que algunos indios lograsen acumular ahorros al apartar
cantidades apreciables de salarios o mediante el robo de minerales valiosos.
Más atractivos que las minas eran los transportes y la artesanía, formas
de trabajo relativamente independientes que estaban en gran demanda. La economía
de Huamanga se basaba en gran medida de los oficios especializados en la
construcción y las manufacturas, y los artesanos indios desempeñaban un papel
destacado en ocupaciones “hispánicas” de todos los tipos, como las de plateros,
pintores y estucadores, albañiles, canteros, carpinteros, ebanistas,
curtidores, sastres, zapateros, etc.[10]
Un artesano indio independiente podía obtener unos ingresos muy
respetables.
Los asientos laborales de Huamanga (descritos en el capítulo 6) revelan la
existencia de una disparidad impresionante de ingresos entre los indios
especializados y los peones no especializados. Los artesanos, contratados en asientos ganaban
salarios del doble y el triple de los prometidos por servicios de carácter
general, de 40 a 60 pesos al año más la manutención. Los arrieros ganaban por
lo menos el doble, de 80 a 130 pesos al año. Muchas veces, los
componentes no monetarios de la remuneración comprendían derechos especiales
que aumentaban todavía más esa disparidad. Un curtidor recibía 10 pieles
semi curtidas, lo que, de hecho, subvencionaba su trabajo independiente. Los
arrieros recibían unas cuantas varas más de paño que llevar con la mercancía.
Lo que es más importante, el trabajo de los arrieros los ayudaba a
consolidar unas relaciones comerciales independientes y a reducir sus propios
costos de trabajo mediante el transporte de sus mercancías
a lomos de los animales del patrono, como en el caso ya
mencionado del patrono que aceptó formalmente que su arriero contratado pudiera
hacer “todos los viajes que quiere con la
dha rregua [del patrón]”
Las concesiones de este tipo tenían importancia porque quienes se
dedicaban a un comercio o una producción mercantil considerable podían acumular
mucha riqueza. Tanto los comerciantes indios como los españoles especulaban en mercancías. Los
artesanos, al contrario que los arrieros, no podían dedicarse enteramente al
comercio, pero los artesanos ambiciosos realizaban diversas transacciones
mercantiles por su cuenta. Tanto los indios como los españoles se hacían
con tierras privadas para la producción con fines comerciales de coca, vino,
maíz trigo hortalizas, lana, carne, pieles, queso, etc. De hecho, los
empresarios indios tendían a centrar sus acumulaciones de propiedad privada en
las mismas zonas que atraían a sus homólogos españoles:[11]
Las especialidades y los servicios comercializables, la producción con
fines mercantiles y el comercio en sí significaban considerables ingresos para
los indios, pero no bastan para explicar cómo una minería con éxito logró
proteger su riqueza contra la expropiación. También los ayllus habían obtenido ingresos
muy considerables en el siglo XVI, por no decir imposible, para la mayoría de
los ayllus en el siglo XVII. Después de todo, la función económica de la
estructura colonial del poder era usurpar los recursos indios y extraer el
excedente de una sociedad autóctona reducida a la mera subsistencia. Los kurakas gozaban de mayor acceso a los ingresos que los hogares
corrientes, pero es de suponer que las obligaciones redistributivas limitaban
la capacidad de los jefes para acumular recursos personales mientras sus
parientes se iban hundiendo cada vez más en la pobreza. De hecho, la responsabilidad personal de los jefes por las obligaciones de
la comunidad, especialmente el tributo y la mita, los obligaba a veces a vender
tierras o animales valiosos, y sometía su riqueza a la confiscación por los
corregidores. Como ya hemos visto, las composiciones periódicas de
tierras permitían a los magistrados coloniales conceder títulos sobre las
tierras indias “excedentarias” solicitadas por peticionarios españoles. En la práctica, las composiciones de tierras hacían que la tenencia de
tierras por los ayllus fuera muy precaria. Para evitar la
dependencia respecto de un señor europeo, un forastero podía buscar medios de
ganarse la vida en un contexto de una nueva comunidad india. Pero el logro de
la aceptación de ayllus distintos del suyo podía comportar nuevos lazos de
parentesco, o pago de rentas por el derecho a usar la tierra, lo que limitaba
la acumulación.
En esas circunstancias la obtención de unos ingresos
respetables no constituía por sí sola, una garantía contra el empobrecimiento. Los indios no podían lograr un éxito económico duradero más que si su
“estrategia” socioeconómica los escudaba, en parte al menos, contra las
expropiaciones coloniales y contra las obligaciones redistributivas para con
indios más pobres. Un mecanismo clave de protección entrañaba
la “privatización” de los derechos de propiedad. El título individual sobre la tierra,
reconocido por el derecho español, protegía al propietario contra las
confiscaciones legales que padecía la propiedad del ayllu. La propiedad privada
de bienes también constituía un arma contra las reivindicaciones imbricadas o
colectivas de ayllus o grupos étnicos, especialmente si el propietario
acumulaba tierras en zonas “extranjeras”, es decir, fuera de la región que
tradicionalmente los parientes étnicos o del ayllu del indio. Pero incluso en el seno de un ayllu o de una región étnica dados, el
proceso de privatización traspasaba una parte de los derechos de propiedad a
indios locales poderosos o ricos, y a forasteros ricos de todas las razas.
Durante la primera composición de tierras, realizada en 1594, algunos de
los kurakas de Huamanga obtuvieron títulos privados sobre extensos derechos de
uso de tierras que los ayllus les asignaban tradicionalmente. El kuraka que deseara proteger su prestigio o trabajar las tierras
mediante la invocación a las relaciones tradicionales del ayllu, probablemente
no podía enajenar esas tierras en contra de los derechos colectivos en un
sentido absoluto. Pero sabemos que los kurakas vendían o
alquilaban esas tierras a forasteros, y que generaciones ulteriores los hijos
que “heredaban” tierras de jefes fallecidos defendían sus derechos de propiedad
contra parientes indios. Aunque un jefe (o sus herederos) no privatizara la
propiedad del ayllu para su propio uso, estaba facultado para vender las
tierras de la comunidad a fin de pagar
los tributos o de contratar reemplazos de los mitayos. Esas ventas enajenaban la propiedad de los dominios étnicos y de los ayllus en un sentido más permanente.
Las tierras fértiles que habían sido propiedad de los ayllus circulaban
como mercancías en escala sorprendente en el siglo XVII,[12]
y, como ya hemos visto, entre los compradores de propiedades valiosas
figuraban tanto indios como españoles y mestizos.
Otra forma de protección consistía en escapar a las obligaciones del
tributo y de la mita. Un
hogar privado constantemente de recursos por las contribuciones al pago de los
tributos del ayllu o a la contratación de reemplazos de los mitayos
difícilmente podía aspirar a acumular suficiente dinero para comprar
propiedades lucrativas, aunque tuviera un ingreso monetario apreciable. Sin embargo, el régimen colonial eximía a determinados indígenas de la
mita y el tributo, y el derecho español no llegó a abarcar sistemáticamente a
la gran población de forasteros hasta el siglo XVIII.
Los datos sugieren que el privilegio de la exención comportaba beneficios
considerables, la condición tributaria no era aplicable a las mujeres
independientes cabezas de familia, y las mujeres representaban más de un tercio
de las compras o los alquileres de propiedades por indios. Los forasteros y los
artesanos también desempeñaban un papel destacado en la acumulación privada de
propiedad. La condición legal poco definida de los
forasteros los liberaba de la mita y el tributo mientras pudieran eludir a los recaudadores de impuestos enviados
desde sus comunidades de origen; los artesanos, tanto de los pueblos como de
las ciudades, gozaban de la exención legal de la mita. Por último, los
kurakas principales, los funcionarios municipales (en su mayor parte agentes
del cabildo indio) y los ayudantes seglares de los curas católicos gozaban
todos de la exención de la mitay, algunos de ellos, del tributo. Unos
cuantos ganaban, además, un sueldo modesto. En consecuencia, en
la sociedad del ayllu los nombramientos para puestos municipales y
eclesiásticos representaban privilegios que permitían a algunos acumular
recursos, mientras que otros arañaban una mera subsistencia o caían en el
endeudamiento.
Una tercera forma de escudarse, forma que aumentaba muchísimo las
oportunidades de avance económico, consistía en explotar vínculos privilegiados
con la estructura colonial del poder. Especialmente en el seno de la sociedad del ayllu, el
acceso al poder solía constituir un determinante decisivo de los ingresos y las
obligaciones. Los ayllus poderosos y los parientes favoritos de
los kurakas pagaban menos tributos que los demás, y los propios kurakas
cobraban tributos adicionales. El régimen de Toledo había
reorganizado el campo al establecer una serie de grupos multirraciales de
poder, en cuyo centro se hallaba un corregidor español. La estructura
india reorganizada del poder extraía sus miembros de familias de kurakas
importantes, de comuneros con movilidad social deseosos de aprovechar su
relación con el poder hispánico y (en el siglo XVII, por
lo menos) de unos cuantos forasteros integrados en las sociedades entre
las elites indias y los mandos hispánicos. La ayuda de los mandos hispánicos
comportaba un quid pro quo: lealtad a los intereses de los “amigos” cooperación
en los sistemas locales de extracción. De hecho, las
alianzas locales asimilaban a una fracción de elite de la sociedad del ayllu a
la estructura hispánica del poder y, por consiguiente, a la conversión del
privilegio político en riqueza privada. La responsabilidad de los
kurakas por el tributo y la mita de la comunidad, por ejemplo, sometía
teóricamente a los jefes a confiscaciones de riqueza que podían haberlos
empobrecido en el siglo XVII. Es cierto que se produjeron algunas
confiscaciones, pero a menudo los kurakas conseguían la ayuda de corregidores y
curas para “demostrar” que los cupos de la mita y de tributos se habían
establecido a un nivel demasiado alto. En lugar de perder
recursos para pagar los atrasos de los tributos, un kuraka podía ganar
centenares de pesos si se asociaba con amigos hispánicos en planes mutuamente
lucrativos, como los sistemas de trabajo a domicilio para vender paños o sogas
tejidos por los ayllus. El peso de esos planes, y de los cupos
restantes de mitas y tributos legales, recaía en especial sobre los segmentos
menos poderosos y más pobres de la sociedad autóctona.
La diferenciación de la sociedad autóctona entre ricos y pobres reflejaba
la capacidad de una minoría para liberarse de las ligaduras que maniataban a la
mayor parte de los indios. No debemos subestimar la dificultad de esos logros, especialmente por
los que respecta a indígenas que no heredaban ventajas por haber nacido en
familias indias poderosas o ricas. Para la inmensa mayoría, el camino del éxito
estaba cerrado. Las decisiones osadas no garantizaban la prosperidad. La emigración de la sociedad de los parientes, que quizá fuera la medida
más osada que pudiera adoptar un indio, llevaba a algunos al éxito, pero los
emigrantes prósperos formaban una minoría. Casi todos los forasteros
llevaban una vida más modesta como yanaconas, jornaleros, pequeños productores,
campesinos comunitarios integrados por matrimonio en ayllus que no eran los
suyos, vagabundos, etc. La artesanía ejercía un atractivo especial,
precisamente porque ofrecía la vía más segura al progreso económico y la independencia.
Los aspirantes a aprendices afluían a las ciudades con el objeto de encontrar
artesanos dispuestos a enseñarles un oficio a cambio de su trabajo. El resultado era que, en una economía regional en la que la mano de obra
solía escasear, y los salarios tendían a subir, la mano de obra de aprendices
era una excepción notoria. En dos de cada tres asientos de aprendizaje, la
remuneración del indio contratado no comprendía ningún pago monetario en
absoluto; bastaba con ofrecer una oportunidad de cambiar de rumbo de vida.
Naturalmente, quienes percibían ingresos relativamente
elevados no acumulaban automáticamente recursos “privados” protegidos contra
las aspiraciones imbricadas o redistributivas de sus parientes. Por ejemplo, las mujeres que eran cabezas de familia gozaban de exenciones legales de
las mitas y los tributos, y participaban mucho en la producción para el mercado
y el comercio. Pero los vínculos de parentesco y obligación significaban –por
lo menos en algunos casos- que, de hecho, recursos aparentemente “privados”
ayudaban a apuntalar la base económica frágil de los parientes más pobres,
comprendidos los varones tributarios. En esos casos, el éxito era menos
individualizado, estaba más sometido a una red de derechos imbricados que
redistribuían las acumulaciones.
Pero para el siglo XVII unos estratos nuevos de indios ambiciosos se
saltaron esos obstáculos y acumularon una riqueza personal impresionante. Como
veremos, el éxito de esos indígenas cambió la estructura misma de la sociedad
india.
La significación social del hispanismo indio
Por encima de todo, el éxito de los indios se basaba en la capacidad para
imitar las estrategias hispánicas de acumulación o para establecer vínculos
estrechos con la sociedad hispano-mestiza. Los indios con éxito del siglo XVII eran productores
y comerciantes independientes, muchos de ellos forasteros o mujeres, o ambas
cosas, que poseían propiedades privadas
e invertían en el comercio; artesanos y gentes de otros oficios cuyas
especialidades, fueran andinas o hispánicas, les significaban ingresos
suficientes para comprar propiedades o dedicarse al comercio; funcionarios
políticos y religiosos de las aldeas coloniales que gozaban de exenciones de la
mita y el tributo y que utilizaban su posición en la estructura colonial del
poder. El bienestar material de esos indios no dependía ya, como había ocurrido
con sus antepasados, de su capacidad para movilizar formas tradicionales de
propiedad, obligaciones recíprocas y lealtades en el seno de una familia
antigua de parientes del ayllu y étnicos. Su bienestar económico había
llegado a depender fundamentalmente de su capacidad para privatizar intereses
en un contexto mercantil: acumular propiedad privada, explotar oportunidades
comerciales y convertir la influencia política, los servicios o los privilegios
en riqueza líquida. Para esos indios, la circulación rural de
mercancías y una cierta monetarización
de las obligaciones representaba una oportunidad, y no una carga ni un
síntoma de decadencia de la autonomía económica. La penetración de capital
mercantil en el campo creaba oportunidades de comprar tierras, de consolidar su
influencia como acreedores de los atrapados en la tela de araña de los
tributos, los servicios obligatorios, los problemas de subsistencia y las deudas.
Así fue como una cierta hispanización de la propiedad y de las relaciones
sociales, vinculada a la aparición de indígenas triunfadores, empezó a
remoldear la estructura interna de la sociedad india. El proceso de hispanización, al
igual que la diferenciación interna que éste reflejaba, no era sino parcial e
incompleto. Las reciprocidades y los derechos de propiedad del
ayllu seguían constituyendo un recurso importante para muchos indios. Pero los
que continuaban dependiendo exclusivamente de los derechos “tradicionales”
estaban condenados a la pobreza, y para principios del siglo XVII, las
relaciones entre los indios ricos y los pobres empezaron a adquirir un tono y
una textura más “hispánicos”. Los indios ricos ya
nos dependían de las reivindicaciones colectivas de los ayllus y los grupos
étnicos para tener acceso a la propiedad; adquirían títulos privados a las
mejores tierras indias, tanto en los territorios de los ayllus como entre los
indios de otras comunidades. Las transacciones comerciales y las deudas
forjaron nuevos vínculos y dependencias que sobreseían a los del parentesco y
las obligaciones reciprocas. Los indígenas ricos y
poderosos miraban más allá de las reciprocidades andinas tradicionales para
obtener acceso a la mano de obra, y recurrían a métodos hispánicos de
explotación de ésta. Los mineros andinos, los plantadores de coca y los
hacendados adscribían trabajadores asalariados temporeros. A veces una
personalidad india conseguía una asignación oficial de mitayos.[13]
En una décima parte de los contratos de asiento de Huamanga, los indios
contratados trabajaban para un patrono indio. Los patronos,
algunos de los cuales eran artesanos que contrataban aprendices, eran
evidentemente hombres y mujeres de considerables medios. Un comerciante
indio podía permitirse el pagar a un arriero contratado 100 pesos de salario al
año.[14]
Un resultado especialmente significativo de esos cambios fue la forma en
que afectaron a los vínculos entre los indios emparentados de un mismo ayllu. En el caso de los indios “no
emparentados” como el de un forastero que se estableciera entre indios de un
ayllu étnicamente distinto, o el de un indio urbano que contratase a un
campesino pobre del ayllu, cabría esperar que la posesión de bienes, las
relaciones comerciales y crediticias, y los derechos no tradicionales a la mano
de obra, desempeñaran un papel importante. Pero las nuevas
fuerzas también condicionaban las relaciones entre los originarios, los indios
de un ayllu local descendientes de dioses antepasados comunes (como cosa
distinta de los forasteros inmigrantes descendientes de ayllus y dioses
extranjeros) incluso entre los originarios, la minoría rica y
la mayoría empobrecida podían ir en direcciones opuestas. Por ejemplo,
en junio de 1630 los indios y los jefes de Guaychao tuvieron que vender tierras
comunitarias valiosas a un forastero para recaudar fondos. Pero aquel mismo mes
Pedro Alopila indio del ayllu local, compró para sí a un terrateniente español
12 hectáreas de maizales de regadío. La diferenciación
interna abría las puertas a nuevas relaciones sociales muy remotas de los
vínculos tradicionales entre los originarios. Considérese, por ejemplo,
la carrera de Juana Marcaruray, mujer que retuvo su presencia y su identidad en
el ayllu hasta la muerte. Dentro de la región de su territorio del ayllu
acumuló siete propiedades privadas (comprendidos dos campos de coca), endeudó a
varios miembros de su comunidad y cobraba rentas a los aparceros indios que
tenía en sus propiedades.
También resultan reveladores los casos de don Juan Uybua y
Sebastián Cabana, indios del ayllu que eran de la misma aldea. Uybua, que era uno de los kurakas locales, pagó una deuda de 90 pesos que
tenía Cabana, al que se acusaba de haber perdido cuatro vacas y tres caballos.
Pero el acto de Uybua no representaba generosidad tradicional esperada de un
jefe obligado por reciprocidades a largo plazo con sus parientes.
Aparentemente, los dos indios pertenecían a dos ayllus distintos (aunque emparentados) y Uybua empleó la deuda
para llegar a un acuerdo típicamente “hispánico”. Al fin de “amortizar” el
préstamo, Cabana tuvo que aceptar un asiento de trabajo por el que se obligaba
para con Uybua a lo largo de casi siete años. Uybua aplacaría a los kurakas del
peón endeudado con el pago del tributo anual que debía Cabana.
La nueva elite india del siglo XVII hacía suyas así estrategias y
relaciones copiadas del sector dominante y explotador de la sociedad. Los modelos hispánicos de
prosperidad representaban la única vía de salida de los límites que aherrojaban
a la mayor parte de los indios. Entre los indios cuyo triunfo personal
requería la hispanización, por parcial que fuera, de sus vidas económicas
figuraban tanto originarios como forasteros, tanto plebeyos socialmente móviles
como kurakas, tanto residentes permanentes en las ciudades como indios que
mantenían casas y bases tanto el campo como en las ciudades. No es de
sorprender que la cultura material y la tecnología de producción de los indios
estuvieran marcadas por el proceso de hispanización. Los artesanos utilizaban
herramientas y materiales españoles en sus talleres; los ganaderos criaban
rebaños de vacas y de ovejas, los agricultores enganchaban sus arados a bueyes
para arar trigales. Hasta cierto punto, la difusión de la cultura material española
estaba más generalizada de los que se sugiere aquí, dado especialmente que
números cada vez mayores de indios producían artículos españoles como huevos de
carne de vaca, o trabajaban como peones para señores españoles. Pero la “hispanización” material de la producción india se refería sobre
todo a los indios ricos, comprendidos los jefes.
Además, la difusión de la cultura hispánica no se limitaba a los recursos
utilizados en la producción material. Los indios ricos compraban y utilizaban las
prendas exteriores de los españoles cultos. Llevaban ropa fina (hecha en
Europa) viajaban en caballos ensillados, compraban muebles, joyas y artefactos
para sus casas, bebían vino con las comidas y poseían armas de fuego y espadas
españolas. Los indios con éxito (o los pretenciosos) se
apropiaban de los títulos españoles de don o doña y adquirían gustos urbanos.
Aunque la forma en que se ganaban la vida los hiciera pasar gran parte del
tiempo en el campo, los indios ricos establecían segundas residencias en las
que vivir y comerciar en Huamanga o en otras ciudades. Unos cuantos
indígenas cultos incluso leían y escribían el español. En 1621 los jesuitas
abrieron la Real Escuela de San Francisco de Borja, internado en el Cuzco, en la cual se enseñaban el
español y la religión y la cultura española a los hijos de los kurakas
principales de Huamanga, el Cuzco y Arequipa. La nueva escuela
representaba una pequeña parte de un proceso de educación mucho más amplio, académica
y extra académica, que llevaba mucho tiempo en marcha y que creó un sector cada
vez mayor de indios ladinos. Los ladinos eran personas de ascendencia
india cuya cultura, comportamiento y estilo de vida adoptaba un carácter más mestizo,
o incluso español. Conocían las costumbres de la sociedad hispano-mestiza,
llevaban ropa no tradicional, comprendían y hablaban el español y en algunos
casos incluso se cortaban el pelo. Sobre todo en las ciudades y en los centros
mineros, las características ladinas se difundieron en la población india mucho
más allá de las elites con éxito y prósperas. Pero lo más “hispánicos” y
menos “mestizos” o “indios” de los ladinos eran aquellos cuya posición
socioeconómica les permitía comprar buena ropa, frecuentar círculos españoles,
obtener una educación, etc.
Aparentemente, los triunfadores apreciaban en mucho su
hispanismo.[15]
Algunos de los indios hispanizantes se tomaban muy en serio la religión
cristiana. Naturalmente, la derrota del Taki Onqoy dejó bien claro que todos
los indios necesitaban evitar la ira de los poderosos dioses cristianos. Para aplacar a los dioses y sus
sacerdotes, los campesinos aceptaron unos aspectos someros de los rituales
cristianos. El catolicismo quizá gozara de una aceptación algo
mayor entre los indios urbanos aislados de las redes rurales de parentesco y de
los dioses antepasados. Pero los datos sugieren un asombroso entusiasmo por
parte de los indios ricos, tanto en las ciudades como en el campo. [16] Los indios de éxito encabezaban las cofradías indígenas, aspiraban a un
entierro cristiano en sitios honorables –“dentro de las iglesia junto al
pulpito”- y hacían que se dijeran misas por sus almas. Algunos regalaban
tierras, animales y dinero a la Iglesia, o establecían beneficios eclesiásticos
para que rezaran por sus almas. Algunos indios, naturalmente, tenían buenos
motivos para profesar el cristianismo: habían ascendido de categoría social y
económica mediante su servicio como sacristanes de curas católicos, cantores de
coro y actividades parecidas.
Pero también había otros que establecían estrechos vínculos con los dioses
cristianos y sus representantes en la Tierra.[17]
En el testamento de Don Diego Quino Guaracu, pequeño jefe de Andahuaylas, se
nombraba a fray Lucas de Sigura albacea de los bienes del indio. Quino daba al
clérigo, que aparentemente era amigo íntimo suyo, el control de un generoso
beneficio eclesiástico de tierras suficientes para alimentar a 9 o 10 familias
campesinas. Además, Quino ordenaba que a su hija se la educara en el convenio
de Santa Clara, de Huamanga, “donde se crie en pulicia y cristianidad”. Para esos indios, la cristianización – que no excluía en absoluto la
continuación de paganismos tradicionales- constituía mucho más que una capa
superficial. Al igual que los símbolos laicos del hispanismo, la religión
cristiana expresaba unas relaciones sociales y unas aspiraciones que afectaban
mucho a sus vidas.
En una sociedad en la que las dimensiones “culturales” y “económicas” de
la vida se inter penetraban mucho, el hispanismo indio tenía una profunda
importancia simbólica. La cultura andina estimaba mucho el paño como artículo ritual, y como
emblema de afiliación étnica y de posición social. Los indígenas que
llevaban buenos paños españoles expresaban vívidamente una aspiración a avanzar
más allá de un pasado indio condenado y fusionarse con los estratos superiores
de la sociedad colonial. El pensamiento andino interpretaba las relaciones
“religiosas” como un intercambio mutuo que aportaba recompensas materiales a
quienes servían a los dioses. La devoción cristiana de los indios ricos
simbolizaba la tentativa de éstos de alimentar un intercambio mutuamente
beneficioso con el mundo hispánico, tanto sus dioses (comprendidos los santos)
como su gente.
Simbólicamente, pues, el hispanismo cultural expresaba la orientación
socioeconómica de una nueva élite india para la cual la adquisición de
propiedad privada, la búsqueda de prosperidad comercial y las relaciones
sociales tendían a diferenciarla del campesinado indio y asimilarla a una clase
explotadora de empresarios aristócratas. Incluso en los casos de indios de éxito modesto (pequeños
agricultores, artesanos urbanos y sus congéneres) que no establecían relaciones
directas con campesinos del ayllu, servidores dependientes o trabajadores
contratados, su diferenciación como clase de pequeños productores
independientes representaba una extracción de los recursos y la fuerza de
trabajo a disposición de la sociedad de ayllu. Y las historias de
triunfo más llamativas tendían a crear un estado de “europeos” con pieles y
rostros indios, una élite provincial cuyo acervo y relaciones andinos le
permitían inyectar con tanta más profundidad las relaciones, las motivaciones y
la cultura hispánicas en la trama de la vida india.
Pero los vínculos entre el hispanismo y el éxito de los
indios eran a veces más directos de lo que implicaba la mera imitación de los
modelos europeos, o una reproducción de los estilos y las relaciones hispánicos
en el seno de la sociedad autóctona.[18]
Como ya hemos visto, los indios con ambiciones buscaban aliados o
benefactores españoles para lograr protección o para prosperar; a su vez, los
españoles, individualmente o por grupos de poder, realzaban su autoridad y sus
posibilidades económicas cuando cultivaban una clientela de aliados y
funcionarios indios. El éxito llevaba al indio a círculos
hispánicos-mestizos, y la opresión creaba deseos de encontrar una vida mejor
gracias a la relación con los sectores no indios de la sociedad. Una minoría de indios estableció vínculos sociales estrechos fuera de la
sociedad autóctona. Se dedicaba a comprar tierras para los colonizadores,
regalaba o legaba tierras a amigos no indios y designaba a españoles como
albaceas de sus testamentos. En bastantes casos, los vínculos entre indios y
españoles comprendían incluso el matrimonio y el parentesco.
Para las elites españolas, el matrimonio con indígenas de familias
influyentes o ricas aportaba relaciones sociales y dotes. Incluso las familias
de la alta elite consentían en esas bodas a condición de que la esposa india
descendiera de un linaje lo bastante noble. Los descendientes de Antonio de
Oré, encomendero apreciado anterior a Toledo, documentaban orgullosos su
genealogía aristocrática española. Sin embargo, el orgullo de los Oré no
impidió a Gerónimo, hijo de Antonio, casarse con una noble inca.
Era más frecuente que las elites menores o los aspirantes a ingresar en
las elites tratasen de obtener o ampliar cabezas de puente en el campo de
Huanta, Angaraes y Vilcashuamán mediante el matrimonio con indias.[19] Las familias creadas
por esos matrimonios podían acumular una riqueza envidiable.[20]
El matrimonio o las relaciones extramatrimoniales con extranjeros tenían
sus atractivos para algunas indias. Es posible que las hijas de los jefes indios tuvieran poco
que decir al respecto, pero las mujeres ricas o ambiciosas compartían la
orientación hispánica de sus equivalentes masculinos.[21]
También las indias más humildes tenían motivos para mantener relaciones
con los extranjeros. Ya hemos visto (capitulo6) que los varones jóvenes
parecían experimentar una especie de crisis vital al llegar a la edad de
contraer las responsabilidades del matrimonio del tributario; algunos huían y
engrosaban la población de forasteros. Las muchachas que hacían frente a
las sombrías cargas de la vida del ayllu deben haber experimentado sus propias
crisis y tensiones, especialmente si tenían una oportunidad de “escapar” a
aquella mediante el matrimonio con otra gente: indios forasteros, negros
libres, mestizos o españoles. Entre la población originaria, en todo caso
las mujeres solían ser más numerosas que los hombres. A algunas de las
mujeres que dieron el salto les fue bien.[22]
Al describir la situación, Felipe Guaman Poma de Ayala. De Lucanas, se quejaba
de que las mujeres indias “ya no quiere/n
al yndio, cino a los españoles y se hacen grandes putas”. Su observación
expresaba el resentimiento masculino; subestimaba la importancia de la fuerza y
de la agresión sexual en muchas de las relaciones entre indias y blancos, y
olvidaba a las mujeres cuyas vidas y cuyos recursos permanecían vinculadas a
sus parientes indios (de ambos sexos). Sin embargo, la exageración de Poma
correspondía a una pauta social muy real, a un atractivo de lo
hispánico que se ejercía tanto sobre los hombres como sobre las mujeres.
A sus niveles más altos, el éxito indio significaba una aparición más
plena de relaciones de clase en el seno de la sociedad autóctona del siglo
XVII. El hispanismo era una vía hacia el éxito para una pequeña minoría, pero
también tendía a transformar a los que prosperaban en extranjeros, en
gente cuyas relaciones económicas,
vínculos sociales y símbolos culturales la diferenciaba de sus homólogos más
pobres, más indios, e impartía a sus identidades una dimensión
hispánico-mestiza.
En cualquier esfera rural dada, la nueva elite provincial comprendía, de
todas formas, un fuerte componente de “afuerismos”: indios forasteros
colonizadores y funcionarios españoles, mestizos (algunos de ellos herederos de
matrimonios entre blancos e indias de las élites locales) a veces un negro o un
mulato. Pero incluso un
indio local del ayllu adquiría un carácter más extranjero si su éxito violaba
las normas de la comunidad o asimilaba al indígena a los explotadores del
exterior. Poma de Ayala observaba una erosión de la
legitimidad de los grandes kurakas entre los parientes; los trepadores sociales
que habían usurpado jefaturas a los herederos legítimos y los jefes cuyas
actividades económicas y sociales los aliaban con los odiados colonizadores “ya
no son obedecidos ni rrespetados”. [23]
El éxito solía atraer a los miembros más dinámicos y poderosos de la
sociedad indígena –originarios igual que forasteros, aldeanos igual que
residentes en las ciudades- al mundo de los empresarios aristócratas y con ello
ampliaba la base social de la explotación colonial. Lo que cabe preguntar es si
esa tendencia tropezaba con algún tipo de resistencia. Como veremos, los logros
de los indios de éxito estaban tachados de considerables tensiones y
conflictos.
Enfrentamiento, tensión y purificación
En una sociedad en la que las lealtades étnicas seguían
enfrentando a las comunidades entre sí, los forasteros que se metían en los
dominios de los ayllu tropezaban con hostilidades que a veces estallaban en
conflictos abiertos.[24]
Los foráneos podían conseguir más aceptación si se integraban en la vida y
las responsabilidades de la comunidad, pero esa integración daba a los indios
locales un medio de ejercer presión en pro de la redistribución de la riqueza. En 1642, Clemente de Chavez, ladino
de Huamanga, gastó 30 pesos en la compra de una modesta parcela de tierra a un
indio rico del ayllu de Huanta. El que Chaves se hubiera casado y asentado en
la zona y “ayuda (al pueblo en el) servicio de las mitas de guancabelica”
sirvió sin duda para estabilizar su presencia. Un forastero más rico, don Diego
de Rojas, se casó con Teresa Cargua, de Lucanas Andamarcas. Aparentemente,
Rojas se ganó la estimación de sus nuevos parientes, pues llegó a jefe de su
pequeño ayllu. Es probable que la aceptación de la jefatura de
Rojas se debiera a que estaba dispuesto a someterse a las reciprocidades
locales, que exigían “generosidad” por parte de los jefes. Un indio tan
rico y tan poderoso como Lorenzo Pilco, que hizo encarcelar a un kuraka por
impago de una deuda, podía eludir obligaciones que limitaban la capacidad para
acumular o privatizar riqueza. Pero si lo hacía, el intruso se arriesgaba a
tener los mismos conflictos y pleitos que afligían a los empresarios españoles.
El conflicto entre los indios del ayllu y los forasteros
ricos es fácilmente comprensible, pero la evolución de la textura de relaciones
entre originarios también creaba tensiones. La observación de
Poma de Ayala de que los Kurakas habían perdido “respeto” al integrarse en la
estructura política y económica colonial sugiere la aparición de relaciones más
precarias y forzadas entre los jefes y sus pueblos. A veces, la pérdida
de confianza en los intercambios recíprocos que vinculaban a los jefes y los
campesinos del ayllu estallaban en negativas directas a obedecer una orden
“ilegitima”.[25] Un
jefe que perdía legitimidad entre los parientes tropezaba con graves problemas,
además de los de desobediencia. La emigración de los indios del ayllu podía
aumentar; las denuncias a los funcionarios españoles podían socavar la
autoridad étnica o del ayllu: los rivales por una jefatura podían conseguir
partidarios y meter a la sociedad local en una guerra civil.
Así se creó una nueva tensión en la relación entre los jefes principales y
los campesinos del ayllu.
A fin de reforzar la legitimidad que obligaba a los hogares del ayllu a
satisfacer sus peticiones, los jefes tenían que demostrar lealtades y realizar
servicios a los ayllus y los grupos étnicos. Es probable
que esos servicios comprendieran la capacidad de un liderazgo astuto en la
política judicial y otras defensas contra las relaciones extractivas, la
“generosidad” en la redistribución de la riqueza a los más pobres parientes, la
imposición de una distribución justa de las cargas y los derechos en el seno de la comunidad de
productores parientes, y, como veremos más adelante, expresiones simbólicas de
solidaridad con parientes del ayllu y étnicos. Esos servicios realzaban el
prestigio ante los parientes, pero también limitaban la medida en que el jefe
podía privatizar recursos e intereses, o funcionar como socio fiable de los
grupos coloniales de poder. La posición
estructural de los jefes ambiciosos incorporaba, pues, una honda contradicción.
Para funcionar con eficacia, y con el mínimo de fuerza, hacía falta que los
jefes se ganaran la confianza de los parientes, pero una defensa demasiado
celosa de los intereses del ayllu dificultaba su capacidad para acumular
riquezas o buscar ventajas privadas. Los kurakas
figuraban destacadamente entre los indios cuyo éxito “hispánico” los
diferenciaba del campesinado del siglo XVI, pero su éxito erosionaba parte de
la “influencia” relacionada con las relaciones tradicionales de reciprocidad.
El resultado era una relación más tensa y suspicaz en la que los conflictos, la
coacción y el poder económico adquirían fuerza adicional.
Es probable que el éxito de los originarios que nunca tenían una jefatura
principal fuera acompañado de tensiones parecidas. A fin de cuentas, los indios
del ayllu no aceptaban fácilmente la legitimidad de una enajenación total de
recursos de la trama de la vida y la autoridad de la comunidad. Los indios ricos del
ayllu, kurakas o no, se enfrentaban con una red de parientes, ayllus y grupos
étnicos que reivindicaban derechos imbricados a tierras e ingresos “privados”.
De hecho, los kurakas utilizaban a veces su posición como portavoces de la
comunidad para expropiar o redistribuir la propiedad “privada” de rivales ricos
del ayllu, comprendidas algunas mujeres. Sus enemigos del
ayllu reaccionaban con pleitos para proteger sus recursos. Esos conflictos exacerbaban
la erosión de la autoridad moral de los jefes, y no servían precisamente para
reducir los resentimientos creados por las redes de intereses y riqueza
privados, gran parte de las cuales quedaba fuera del control de la sociedad del
ayllu.más allá de cierto punto, la privatización de los recursos no sólo
enajenaba los recursos asignados al propietario, sino también al propietario
mismo, de los indios del ayllu.
O sea, que para principios del siglo XVII el éxito de una minoría en medio
de un empobrecimiento creciente creaba nuevas tensiones en la vida andina
autóctona.
El hispanismo indio –como estrategia socio económica y como conjunto de
símbolos culturales- constituía para algunos una vía hacia el éxito económico y
por lo menos una apariencia de respetabilidad social. Pero para los que se quedaban
atrás, especialmente el campesinado del ayllu, representaba una fuerza poderosa
y opresiva en el corazón mismo de la sociedad rural. La
hispanización simbolizaba la transformación de las figuras más destacadas de la
sociedad india en participantes en la dominación y la explotación coloniales,
una división cada vez mayor de intereses, lealtades y orientaciones que
acompañaba a la diferenciación en ricos y pobres. También simbolizaba una pérdida de “confianza” que afectaba a todos los
sectores de la sociedad andina. Los indios pobres comprendían muy bien
la tentación de escapar a las cargas o reducirlas mediante la alianza con el
mundo de los colonizadores, en busca de una ganancia personal que debilitaba la
solidaridad de la comunidad y confirmaba la superioridad de lo hispánico sobre
lo andino.
En momentos de crisis esas tensiones explotaban en estallidos nativistas
que trataban de purgar a la sociedad andina de la influencia hispano cristiana. Los datos disponibles sobre esas
convulsiones internas son escasísimos, pero los jesuitas dejaron constancia de
un esos casos en 1613, cuando una epidemia barrió Huamanga occidental (la zona
de Huancavelica Castrovirreyna poblada por los pueblos huachos y Yauyos). En
este caso, por lo menos, el nativismo indio generó grandes lealtades y
violencias. Los indios no sólo mataron a dos sacerdotes católicos, sino también
(como veremos más adelante) a uno de sus propios jefes. Rápidamente los
extirpadores católicos de idolatría arrastraron a 150 sacerdotes paganos a la
ciudad de Castrovirreyna para el espectáculo y los procedimientos públicos de
costumbre: latigazos y cortes de pelo a los más culpables, una hoguera para
destruir los artículos andinos de culto ( comprendidas las propias huacas)
“confesión” y ulterior rehabilitación de los idolatras. Pero algunos de los
culpables se negaron a someterse y organizaron una demostración espectacular de
desafío. En el plazo de cinco días 30 de los jefes, “los mas obstinados” “aburridos
y desesperados” se habían matado “con pozoña q por su mano auian tomado”.
Al igual que en el decenio de 1560, cuando el estallido milenarista
inflamó Huamanga, las huacas sirvieron de medio de protesta popular, y para los
llamamientos al cambio.
En el movimiento Taki Onqoy los dioses andinos habían literalmente “poseído”
los cuerpos de los indios y transformado a personas antes sin influencia en las
voces autorizadas de unos dioses airados. Esta vez las huacas dieron voz a los
impulsos populares mediante la aparición a varias personas en visiones y
sueños. ¨tres vezes se les aparezio [el demonio, es decir, las huacas] es
público a mucha gente, y les predicó y enseño lo q auian de guardar..” las
huacas reprendían a los indios por su deslealtad y su descuido supuestos de las
deidades autóctonas, que se habían vengado enviando enfermedades y tiempos
difíciles al país. Y promulgaron una serie de “mandamientos” anticristianos.
Decían a los indios “que no conozcan otro dios sino sus huacas”, y debían saber “q es falso todo lo que enseñan los xpianos”.
Los indígenas debían celebrar los ritos y los servicios tradicionales debidos a
los dioses antepasados, y debían evitar toda colaboración con los españoles, qu
eran “enemigos de las huacas”. Ordenaban a los indios “que no acudan al
seruicio de los españoles, ni los traten no comuniquen ni pidan [su]
consejo…sino es por fuerca”.
La matización de “si no es por fuerza” equivalía a reconocer
una dura realidad. En el contexto de principios del siglo XVII, la estructura
del poder colonial era demasiado segura para que se la pudiera aplastar o
desafiar abiertamente. Pero los indios no debían colaborar de buena gana. Por
el contrario, debían cerrar filas en torno a un odio purificador de los
colonizadores y de la influencia cristiana. “El día q saliere el sacerdote o
clérigo de un pueblo..” ordenaron las huacas, “[los indios] cojan un perro todo
negro y lo arrastren por todas las calles y lugares por donde el sacerdote
ubiere andado”. Después, los indígenas debían matar el animal en el río, “y en
donde [el río se divide en] dos bracos, lo echen [el cadáver] para q…se
purifiquen los lugares q passeo el p[padre]. En la cultura andina , la
confluencia de dos corrientes tenía un significado ritual especial como símbolo
de perfección, o del logro de relaciones sociales “equilibradas”.
Lo que distinguió la agitación religiosa de 1613 no fue su carácter “idolatra” sino más bien
su intenso nativismo: la tentativa de purificar la sociedad aldeana
de toda influencia hispano cristiana. La idolatría en sí no era
excepcional ni especialmente anti hispánica. Los indios de
Huamanga seguían desde hacía mucho tiempo las prácticas religiosas
tradicionales, a veces disimuladas bajo una capa externa de símbolos y fiestas
cristianos. Desde el punto de vista andino, las tradiciones
“paganas” equilibraban las relaciones con los dioses antepasados que afectaban
vitalmente el bienestar material de los hijos de los dioses. En consecuencia, la mayor parte de los indios difícilmente podía abandonar
su servicio a los dioses andinos.[26]
De hecho, las élites indígenas con éxito o hispanizadas comprendidos los
ayudantes seglares de los clérigos católicos, muchas veces practicaban la
religión tradicional. Aunque esta forma de idolatría expresaba a veces una
hostilidad reprimida a los dioses cristianos, tendía a fomentar la coexistencia
y la interpenetración eventual de dioses, símbolos y prácticas
andinas y españoles. En ese sentido, promovía una cultura
religiosa sincrética mediante la cual las elites indias hispanizantes podían
mantener fuentes tradicionales de prestigio e influencia entres sus parientes,
al mismo tiempo que seguían estrategias y prácticas que as iban introduciendo
cada vez más en el mundo de los explotadores hispánicos.
La idolatría nativista que estalló en 1613, por otra parte, promovió
sentimientos anti hispánicos ferozmente agresivos y se refirió directamente a
la crisis interna simbolizada por la hispanización de los indios. Sustituyó el sincretismo o la
coexistencia por la purificación interna. Sustituyó la
tradición dirigida por una élite
autóctona por visiones y sueños imposibles de controlar por la autoridad local.
Antes de afirmar el prestigio de los indios hispanizados sometió a prueba sus
lealtades. En el fondo, las corrientes y los estallidos
nativistas representaban una protesta contra tendencias internas que socavaban
la fuerza y la unidad de la sociedad andina. Debemos recordar que el mensaje de
anti hispanismo se dirigía a los indios, no a los españoles. Los mandamientos de las huacas exhortaban a todos los indígenas a rechazar
la tentación de abandonar lo andino por lo hispánico, en una búsqueda de éxito
personal que debilitaba la solidaridad de la comunidad y la confianza en la
suficiencia de la tradición andina, los blancos más claros de esos
“mandamientos” sin embargo, eran los que ya habían ejercitado esa opción.
Para recuperar el favor de las huacas – y de los campesinos pobres- los
indígenas de éxito tendrían que renunciar a sus pretensiones hispánicas que los
convertían en asociados voluntarios de los enemigos coloniales. Mediante la reafirmación de una lealtad más pura a las relaciones andinas
autóctonas, los indígenas de éxito podían demostrar su solidaridad con el
campesinado más “indio”. Los que rechazaran el llamamiento de las huacas
corrían el riesgo de una total enajenación de la sociedad india local, e
incluso de la violencia. Los nativistas se volvieron contra las
elites étnicas que se apartaban de la purificación religiosa, y en un caso,
envenenaron a “un curaca suyo buen cristiano por no venir en sus ritos ni
querer adorar sus ídolos”.
Pero el asesinato siguió siendo la excepción y no la regla. No sabemos hasta qué punto
participaron ricos en las idolatrías nativistas. Pero, por lo menos entre los
originarios, buena parte de las elites respondieron a la presión de los
sentimientos locales y participaron en la condenación de sus modos hispano
cristianos. La amenaza de enajenación social podía convertirse
en un instrumento de resistencia que condicionaba el comportamiento social y
económico. De hecho, en la medida que los campesinos del ayllu podían movilizar
ese instrumento para redistribuir los recursos de los indios del éxito,
establecían límites al proceso de privatización y de diferenciación interna que
estaba dando nueva forma a la vida rural. Pero cabría
preguntar por qué una fracción notable de los indios de éxito que habían
adoptado estrategias y relaciones “hispánicas” iba a resultar tan vulnerable a
la amenaza de enajenación de los dioses y los pueblos andinos.
Entre dos mundos
Una respuesta, suficiente a primera vista, se halla en el terreno de la
seguridad física y el interés material. Ya hemos visto que los indios temían
antagonizar a los indios andinos que regían la salud, el bienestar económico y
demás aspectos de la vida de cada uno. También era muy importante el que muchos
indios de éxito mantuvieran importantes vínculos económicos en las zonas
rurales de los ayllus. Es de suponer que podían perseguir esos intereses y proteger sus personas
con más eficacia se establecían lealtades y relaciones de cooperación, o por lo
menos evitaban los antagonismos gratuitos. El aislamiento social,
pasado cierto punto, invitaba a la violencia, a conflictos perturbadores y
quizá a la desposesión de propiedades valiosas. Incluso los forasteros asumían
relaciones y obligaciones que estabilizaban su presencia. Los originarios de éxito dependían en parte de los derechos y las
obligaciones “tradicionales” si querían tener acceso a recursos y mano de obra.
Un kuraka que gozara de prestigio entre “su” pueblo podía establecer un sistema
lucrativo de trabajo a domicilio sin demasiado problemas. Un jefe que hubiera
perdido el “respeto” o la confianza de los hogares del ayllu, por el contrario,
tropezaba con un pueblo resistente y no cooperante. Conforme a esta lógica, los
indios que dependían de gozar una cierta estimación entre los campesinos del
ayllu para mantener o aumentar su bienestar material no podían permitirse el
hacer caso omiso de las presiones para que participasen en las idolatrías
nativistas de un campesinado airado.
Pero esta respuesta no es válida más que hasta cierto punto. Después de todo, el sentido de los
cambios producidos limitaba la vulnerabilidad material de los indios ricos a la
decadencia de la estimación en que se los tenía. Una élite
india que controlaba una riqueza considerable y se había integrado en los
grupos provinciales de poder disponía de los mismos medios de coacción y de
dominación económica que tenían los empresarios aristócratas coloniales.
Tenían amigos y parientes poderosos, y eran lo bastante ricos como para
contratar trabajadores, conseguir clientes y sirvientes dependientes, acumular
propiedad con independencia del control del ayllu, invertir en el comercio,
endeudar (y encarcelar) a indios pobres, etc. A medida que
los indios ricos iban estableciendo pautas “hispánicas” de acumulación,
independizaban sus vidas económicas de la estima de sus parientes. De hecho,
los indios más ricos podían permitirse el retirarse de la carga tradicional de
prestigio y obligaciones recíprocas, y algunos de ellos lo hacían.
Pero otros no. La posición estructural de los indios de éxito, como grupo,
estaba preñada de una honda contradicción que inhibía a su aceptación social
tanto entre los indios como entre los españoles, y generaba lealtades e
identidades ambivalentes. Como clase emergente, los indios que triunfaban
tenían intereses y aspiraciones que los unían al mundo colonial hispánico cuyas
pautas sociales, económicas y culturales imitaban. Pero la mancha de sus
orígenes raciales los vinculaba al campesinado indio y generaba barreras
sociales que normalmente les impedían fundirse plenamente con la sociedad y la
cultura hispánica. Las clases dominantes tienden a considerar a las
personas cuyo trabajo explotan como “perezosos”, o inherentemente inferiores. En una situación colonial, en la que las relaciones de clase tienen su
génesis en la conquista de un pueblo por otro, esa caracterización se aplica a
castas enteras definidas por sus orígenes raciales y culturales, en este caso a
la “república de indios”. Los logros de una minoría india, juzgados conforme a
los criterios de los propios españoles, refutaban la supuesta degradación
inherente de los indígenas. Los indios dinámicos competían con los
españoles por tierras, española y encontraban pretendientes, aliados y amigos
españoles. En algunos casos, incluso dominaban las disciplinas
de la lectura y la escritura conocidas sólo por una minoría de los españoles.
Esos indios ricos y aculturados violaban flagrantemente la visión del
mundo y la psicología del colonialismo.
Por ende, la reacción española a los ladinos, las élites y los trepadores
sociales era muy contradictoria. Por una parte, los empresarios y los
funcionarios coloniales mantenían los contactos que necesitaban para explotar o
controlar el campo indio.
Sus amigos y aliados naturales eran los indios ricos, poderosos y
ambiciosos. Pero las figuras indias dinámicas también perturbaban la
jerarquía racial que legitimaba la explotación colonial y daba derecho a todos
los blancos-incluso a los que no podían tener acceso a los altos círculos de la
élite- a una posición social y económica respetable. Por eso los
indígenas aculturados o ricos también suscitaban la hostilidad y el desprecio
de que son objeto los pretendientes que niegan su “verdadero” origen (es cierto
que el dinero o la riqueza podían ayudar a superar las barreras raciales, pero
aunque el éxito económico de muchos indios fuera impresionante e inquietante
para las jerarquías raciales, resultaba modesto, no obstante; si se juzgaba
conforme a los criterios de los altos círculos de la élite de la sociedad
colonial española).
En general, pues, los indios que alcanzaban el éxito simplemente no podían
abandonar sus orígenes raciales y encontrar la aceptación y la identificación
sociales en un mundo hispánico. Pero sus relaciones con la masa de la sociedad india
también estaban teñidas de fuertes ambivalencias. Por una parte, los indios pobres “necesitaban” tener congéneres más ricos,
más aculturados. Su riqueza podía apuntalar las economías de los hogares y del
ayllu en deterioro, o salvar de la cárcel a un deudor indio. Su conocimiento
cultural de la sociedad hispánica podía reforzar las defensas jurídicas y de
otro tipo contra los enemigos europeos, o establecer contactos que podían ser
útiles a la comunidad. Además, es probable que los indios pobres
considerasen a los indígenas de éxito con un cierto orgullo; al igual que los
españoles, comprendían que el dinamismo indio constituía un
contrapunto simbólico de los estereotipos que condenaban a los autóctonos a la
inferioridad y la subordinación. En algunos respectos
pues, un ladino rico cuyas lealtades y cuyos compromisos lo vincularan a la
sociedad india podía resultar un dirigente excepcionalmente valioso y popular.
Pero, ay ése era el problema: la cuestión de las lealtades y
los compromisos. La diferenciación de la sociedad india en ricos y
pobres iba acompañada de una disparidad cada vez mayor y teñida de sospechas,
tensiones y conflictos, y con toda razón. El éxito asimilaba a la fracción
más poderosa y dinámica de la sociedad india a una clase explotadora de
empresarios aristócratas; los éxitos más modestos representaban una salida de
la sociedad del ayllu de gente que era necesaria, de sus capacidades y sus
recursos, y debilitaba su solidaridad interna. El hispanismo
cultural de los indios ambiciosos expresaba el debilitamiento de su compromiso
para con un acervo andino oneroso, y su aspiración conspicua a fundirse con los
sectores dominantes de la sociedad colonial. Así, igual que los
indios pobres “necesitaban” a sus contrapartidas más hispanizadas, y podían
sentir un cierto orgullo por sus logros, perdían confianza en las lealtades de
una élite india nueva y más enajenada. Una reacción especialmente contra
los forasteros, era el conflicto declarado. Pero otra, probablemente más
difundida, era más sutil. La presión social obligaba a los indios
ricos a demostrar sus lealtades al pueblo al que “pertenecían” o de lo
contrario sufrir una relación difícil y enajenada, regida por las normas
coloniales de coacción y dominación económica.
La elite india, especialmente en sus segmentos más pobres y más rurales,
era vulnerable a la presión del ostracismo social precisamente porque las
contradicciones de clase y de raza bloqueaban su total aceptación en la
sociedad española. La posición estructural de los ladinos los dejaba colgados entre dos
mundos sociales, el hispánico y el andino, sin acogerlos plenamente en ninguno
de ellos. Un tanto incómodos en los círculos españoles, pero alejados o
sospechosos en la sociedad campesina, por lo menos algunos de los indios
aculturados padecían considerables tensiones psíquicas y conflictos internos.
Sabemos, por ejemplo, que las huacas perseguían a los indios “cristianos” en
sueños y visiones, a veces a lo largo de años. Muchas veces los dioses
autóctonos se presentaban primero, tanto a hombres como mujeres, como objetos
de atracción sexual e inducían a los infieles a renovar sus lealtades andinas. Los indios cuyas riquezas, estrategias económicas y aspiraciones
“hispánicas” tendían a diferenciarlos del campesinado se encontraban, sin
embargo, con que no podían efectuar una
ruptura definitiva con la sociedad india. Algunos de ellos, por lo menos,
siguieron buscando la estimación o la aceptación social entre los indios, y
respondieron a las presiones para que demostrasen su lealtad a la sociedad
andina.
Y a veces surgía un héroe popular de las filas de los
afortunados y los poderosos. [27]
La tragedia del éxito de los indios se debía, en fin de cuentas, a la
forma en que lograba la participación de un pueblo derrotado en su propia
opresión. El régimen colonial recompensaba a los indios cuyas ventajas,
conocimientos o suerte les permitían adoptar formas hispánicas de acumulación,
y castigaba a aquellos cuya identificación con el campesinado era demasiado
fuerte o agresiva.
Las consecuencias políticas eran profundas. La atracción del éxito y la amenaza
de la pérdida desalentaban los desafíos frontales, que invitaban a la represión
y fragmentaban la unidad interna de la sociedad andina. También las
consecuencias económicas eran de gran alcance. El éxito estimulaba la
diferenciación de clases en el seno de la “república de indios”, al dividirla
entre, por una parte, los ricos y los más aculturados y, por la otra, los
pobres y los menos aculturados. Los logros de una minoría india aceleraban
la erosión de los recursos y las relaciones tradicionales, al mismo tiempo que
implantaban la propiedad, las relaciones tradicionales, al mismo tiempo que
implantaban la propiedad, las relaciones y la cultura hispánicas profundamente
en la trama “interna” de la vida india. La aparición de una elite india
colonial generó nuevas fuentes de conflicto social, tensiones y protestas en la
sociedad autóctona. Pero también en este aspecto existía un elemento de
tragedia. Porque al presionar a las elites indias a
demostrar sus lealtades y su servicio a la comunidad, los campesinos reconocían
que necesitaban la riqueza y los conocimientos “hispánicos” para sobrevivir y
defenderse contra los explotadores coloniales. Y al final, aunque la
presión campesina estableció ciertos límites, en lugares y momentos
determinados, a la diferenciación de la sociedad india entre ricos y pobres, no podía invertir la tendencia general.
Para muchos de los que no pudieron subir al carro del éxito
indio, la única escapatoria era la escapatoria en sí, la huida en busca de una
vida mejor. Entre los fugitivos, una pequeña fracción pasaría a sumarse
a las filas de los indios de éxito. Al reconstruir sus vidas en un estilo más hispánico
mestizo se iban distanciando de un acervo andino condenado, que se dejaba al campesinado.
Pero no podían escapar totalmente. Una masa de recuerdos, costumbres, relaciones
–y desprecios- los vinculaban a ellos y sus hijos a sus orígenes indios.
[1]
En una sociedad capitalista industrial, por ejemplo, la dependencia
económica de los proletarios es tan extrema que los empresarios no necesitan
recurrir a compulsiones extraeconómicas para encontrar obreros. Basta con la presión de la necesidad económica para llevar a hombres y
mujeres a presentarse “voluntariamente” a la explotación. La mano de
obra libre, aislada del acceso a los medios de producción, no tiene más
alternativa que vender su fuerza de trabajo a los productores capitalistas, a
cambio de un salario con el que pagarse la subsistencia (la aparición de
amplios programas de bienestar social en algunos países no ha establecido otras
estrategias posibles de subsistencia para una proporción suficiente de la
población como para modificar el régimen general de la dependencia respecto del
trabajo asalariado).
[2]
Un censo levantado en Huancavelica en 1592 contó más de 240 esclavos en la
ciudad. En algunas minas con grandes centros de refino, los esclavos podían
alcanzar proporciones sorprendentes (aunque todavía modestas). En 1616, el
copropietario de una mina-hacienda de Castrovirreyna tenía 18 esclavos para
complementar el trabajo que hacían 52 mitayos.
[3]
“Ya [hace] sinco años…” se quejabael señor de un indígena especialmente
inquieto “poco más o menos q siembra [para si mismo] en mis tierras sin
ayudarme en cosa”.
[4]
En 1577, la finca rural de un vecino poderoso utilizaba la fuerza de trabajo de
27 campesinos de la comunidad, pero de sólo cinco yanaconas y cuatro vaqueros
indios. Análogamente, en 1601, una asociación agrícola entre dos grandes
locales había contado con mitayos para realizar por lo menos las tres cuartas
partes del trabajo a jornada completa. En 1609 otra sociedad, en tierras lo
bastante productivas para justificar la contratación de un administrador
español, tenía solo seis yanaconas en todas sus propiedades.
[5]
Aquel mismo año, las cuentas de la hacienda de una dama importante de
Vilcashuamas identificaban a 10 de sus 29 trabajadores como yanaconas. Lo que
tiene igual importancia, la finca tendía a convertir a los 19 trabajadores
restantes, técnicamente indios “de la comunidad”, 10 llevaban por lo menos 2
años viviendo en ella 6 años o más.
[6]
En Huamanga, “viendo los vecinos y moradores…la gran descomodidad que se les
seguía de averles de sacar de sus haciendas los indios yanaconas”, protestaron
vociferantes. Borja aceptó con renuencia el consejo de su representante
designado, don Alonso de Mendoza, de que legalizara los yanaconas (siempre que
los amos pagaran la contratación de sustitutos de los sirvientes que se
saltaban las obligaciones de mita de sus ayllus).
[7]
Considérense, por ejemplo, los cuidadosos detalles del contrato con un muchacho
indio para trabajar para un ciudadano de Ica. El chico, que había emigrado de
Huanta, recibiría 12 pesos al año y un vestido “muy galan de lo que el quisiere de rropa de la tierra (es decir, hecha
en América), manta, camiseta, camiseta calcon y sombrero y capatos y una
frescada”.
[8]
Una visita de un distrito, ayllu por ayllu, estableció que más de tres cuartas
partes de los hombres huidos eran solteros, y no casados; de casi todos los
ausentes de más edad, hombres de cuarenta o cincuenta años, se decía que se
habían marchado de jóvenes: “a –hace- más de veynte años” o “desde muchacho”.
[9]
Nada menos que la mitad (el 50 por 100 exactamente) de las compras costaban de
40 a 90 pesos (de ocho reales); otra cuarta parte (el 28,3 por 100) requería
100 pesos o más.
[10]
En 1609 se contrató a Martín de Oviedo, un español con gran reputación de
“maestro escultor” y arquitecto, para que re decorase el interior de la iglesia
de los dominicos por 4.600 pesos; Oviedo, a su vez, subcontrató a carpinteros,
pintores y educadores indios para que trabajasen en el proyecto. En dos meses,
un cantero podía hacer una rueda de molino que valía 60 pesos. Juan Uscamato,
carpintero ganó 150 pesos cuando aceptó construir un molino de harina en seis
meses. Sus gastos eran reducidos, y probablemente no tenía que trabajar toda la
jornada en el molino, ya que el contratista aceptaba aportar los materiales
necesarios, entre ellos piedra tallada e instrumentos de hierro, más seis
trabajadores indios para que estuvieran a las órdenes de Uscamato.
[11]
los valles fértiles y bien situados del distrito de Angaraes-Huanta, la ciudad
de Huamanga y los valles circundantes, la montaña coquera de Huanta oriental y,
en menor medida, los pastizales y las tierras de labranza fértiles a lo largo
del camino que cortaba por Vilcashuamán hacia el Cuzco y Potosí.
[12]
especialmente en las zonas mercantiles dinámicas de Huamanga septentrional (del
Río Pampas hacia el norte, con especial intensidad a lo largo del eje Angaraes
Huanta de Huamanga)
[13]
En 1589, el virrey Luis de Velasco concedió a la india doña Isabel Asto, rica
minera y viuda de un español, 60 indios para que trabajasen en sus minas de
Huancavelica.
[14]
Otra patrona, Catalina Cocachimbo, consiguió un yanacona mediante el pago de
150 pesos a un indio. Adoptó tanto la forma como el contenido usados por los
colonizadores españoles y contrató al peón para que trabajase para ella a 20
pesos al año a fin de pagar la deuda; al cabo de un año, el peón recibiría una
parcela de tierra donde plantar sus propios cultivos.
[15]
Juana Hernández, propietaria, como mínimo, de 85 hectareas de trigales y
maizales cerca de Julcamarca (Angaraes) se calificaba orgullosamente de “yndia
ladina, y muy inteligente en la lengua española”. Los indios gastaban sumas
considerables -200 pesos por un traje, 50 pesos por un arma de fuego- en la
adquisición de artículos españoles. Don Fernando Ataurimachi, de Huamanguilla
(Huanta) descendiente del Inca Huayna Capac, emparentado con españoles y propietario
de fincas urbanas y de maizales de regadío, coleccionaba armas de fuego,
lanzas, alabardas y espadas españolas. El orgulloso Ataurimchi insistió en
exponer su colección en los grandes festejos públicos.
[16]
Ataurimachi de Huamanguilla se casó con su esposa india en una ceremonia
cristiana dirigida por un clérigo católico.
[17]
Catalina Pata, india urbana de Huamanga, se compró un crucifijo enorme que una
vez instalado en su casa medía media vara y media de alto. Su hijo, que era un
artesano rico, regaló tierras a los agustinos “con sola condición de que el día de mi fallecimiento me anda acompañar”
y “ me an de dar dentro de su iglesia una
sepultrua y digan una misa cantada [por mi alma].”
[18]
Cabe recordar que doña Isabel Asto, don Fernando Ataurimachi y don Diego Quino
Guaracu eran todas personas que tenían parientes o amigos españoles.
[19]
Juan Ramirez Romero tenía una malísima reputación de explotador cuando actuó de
lugarteniente de un corregidor local de 1601 a 1606. Este ambicioso hacendado y
“vecino” de Vilcashuamán, propietario de grandes ganaderías, haciendas y
plantaciones de azúcar, probablemente hiciera sus primeros progresos mediante
su matrimonio con doña María Cusioclio. Ramírez observó que “mi suegro”, un
kuraka local, le había dado en dote gran parte de la propiedad. No lejos de
allí, una pareja mixta, doña Beatriz Guarcay Ynquillay y don Cristobal de
Gamboa, poseía 60 hectáreas de tierras regaladas por el hermano de ella, kuraka
principal de Vischongo, “en cancelación de los derechos correspondientes a su
hermana…en los bienes del padre Común don Juan Pomaquiso”.
[20]
Isabel Payco, de Quinua (Huanta), que era una zona dinámica con un estrato
considerable de indios ricos, casó con Juan ENriquez, agricultor hacendado
comercial. Payco aportó unas 100 hectáreas de trigales y maizales al
matrimonio, y una casa en la aldea. Payco y Enriquez prosperaron; su hija
mestiza heredó centenares de hectáreas de tierras y varias fincas urbanas en
Lima.
[21]
María López, que era india, adquirió varias fincas urbanas en Huamanga durante
su matrimonio con un residente español respetable. Cuando murió su marido,
estableció una relación extramatrimonial, y tuvo un hijo, con Gaspar de
Arriola, un “vecino” rico de Huamanga, a quien “le soy en mucho cargo y oblig por sus buenas obras”. Arriola
aportó tierras valiosas al sustento de López y del hijo ilegitimo de ambos
[22]
Juana Curiguamán, por ejemplo, se casó con un mulato libre, Alonso de Paz; a
poca distancia de Soras, que era donde había nacido ella, compraron una modesta
hacienda por valor de 600 a 700 pesos
[23]
Considérese también el testamento de Juana Marcaruray, una rica india del ayllu que no tenía hijos.
Marcaruray dejó su considerable herencia a su amiga doña Mariana de Balaguera,
mujer del alférez municipal de Huamanga, “atento a ver Recivido muchas y muy
buenas obras de su casa dignos de mayor rremuneración” . tradicionalmente, los
derechos de propiedad hubieran revertido a parientes del ayllu, cuando la
persona fallecida no tenía cónyuge ni hijos.
[24]
Catalina Puscotilla, una “yndia hacendada” tenía 130 hectáreas de buenas
tierras cerca de la aldea de Espiritu Santo, a mitad de camino entre los
mercados urbanos de Huancavelica y Huamanga. Las aguas, la ecología y la
ubicación de la zona le daban especial importancia para la agricultura
comercial, y el marido indio de Puscotilla había aceptado en 1625 pagar a la
Corona 298 pesos (de ocho reales) por el título legal de las tierras. Pero los
indios quiguares locales disputaban con todas sus fuerzas la concesión de
propiedades valiosas a gente de fuera, y estalló un conflicto clásico hacienda
comunidad que duró varios decenios. En 1640 Puscotilla que se había quedado
viuda, seguía teniendo que rechazar a los quiguares asi como a un rival mestizo
que había entrado en la pelea. Lorenzo Pilco, indio urbano rico y “maestro
capatero” tropezó con problemas parecidos en el campo. Para terminar su pleito
con los indios angaraes de Pata, Pilco recurrió a un truco muy conocido de los
empresarios españoles. Simplemente pagó a los indios, que no podían
permitirse en todo caso un procedimiento
prolongado, 70 pesos para que desistieran del pleito.
[25]
En Vilcashuamán, por ejemplo, algunos kurakas papres y chilques y clérigos
españoles decidieron que los ayllus debían plantar casi 300 hectáreas de trigo
a fin de allegar fondos para las iglesias y las cofradías locales. Cuando los
campesinos descubrieron que no se les iba a pagar por su trabajo, resistieron
tan ferozmente que hubo que abandonar el proyecto.
[26]
En momentos cruciales del calendario ritual o ciclo vital, el alcohol y la coca
eliminaban las inhibiciones, y “estando borracho el [indio] más cristiano,
aunque sepa leer y escribir, trayendo rrozario y vestido como español”,
revertía a los paganismos andinos.
[27]
Don Cristobal de León, hijo de un kuraka de nivel intermedio de Lucanas
Andamarcas, era un ladino culto; se vestía y se peinaba a la española, era de
religión cristiana famoso por su sabiduría y
su capacidad. Dados sus privilegios políticos y económicos, y su cultura
adquirida, León estaba en posición de integrarse en el grupo provincial de
poder que explotaba al campesinado local, o de marcharse en busca de una vida
respetable en una ciudad española. Pero León se apartó de las pautas
convencionales e incurrió en las iras de los colonizadores locales. León siguió
viviendo en su ayllu natal, se opuso a las levas de trabajadores campesinos
para el transporte de vino desde los valles de la costa del Pacífico por
Lucanas hasta el Cuzco y condenó los sistemas del trabajo a domicilio organizado
por kurakas y corregidores para vender paño en mercados lucrativos. En una
ocasión, incluso se fue a Lima a denunciar al virrey los abusos locales. El
corregidor local encarceló a León, lo “Castigó” y amenazó con poner fin al
asunto ahorcándolo. El incidente fue el primero de varios enfrentamientos entre
León y los corregidores locales. En 1612, un corregidor y un sacerdote
visitantes mataron por fin al persistente agitador. Resulta significativo que
otros jefes y personalidades eludieran ayudar a León en sus problemas.